La casa del Prado
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Después de pagar la pensión, la lavandera y el abono tranviario, me “sobraban” dos pesos con sesenta y cinco centésimos: pero la adolescencia -no la vejez- es la edad de las austeridades, y yo vivía, igual que otros estudiantes, si no del aire, en el aire, tocando apenas la tierra. Pero por poco que bajase de mis aéreos castillos -léase altillo- necesitaba de vez en cuando un par de zapatos. Pedir a casa dinero para comprarlos era en vano, porque la respuesta, siempre atenta a mis intereses trascendentes, abundaba en advertencias sobre los peligros que acechan a la juventud en las ciudades. Así que me consideré poderoso cuando, ya inscrito en los cursos del hospital, descubrí que podía pagarme una media suela dando inyecciones por orden de tal o cual médico. Con mi maletín bajo el brazo llegué una vez frente al portón de una casa del Prado. Yo conocía ese paseo por haberlo andado, con camaradas, en tardes perfumadas de chorizos y maníes; pero nunca había recorrido sus aledaños solo, en una tarde de otoño. Me suspendieron el silencio, la grandeza de los árboles, la ausencia de boliches. Creí andar por un vasto sanatorio, y el columbrar, allá por el escorzo* de un sendero, alguna figura lenta, robustecía la impresión. ¿Era el mismo Montevideo de 18 y Andes, del Estadio, de Goes? La casona, metida entre los árboles, distante de la calle, parecía retirada de la vida. No vi timbre, sino un aro herrumbroso, pendiente de un alambre que desaparecía entre el follaje. Tiré tímidamente. Tintineó una remota campanilla. Esperé. Nadie vino. Volví a llamar, segunda y tercera vez. Ninguna puerta dio señales; pero apareció una viejecita, tan agobiada, que sólo cuando llegó al portón y alzó los ojos, vi que era negra. Sendos anillos de humo circuíanle los iris; y su mirar era triste como el de los viejos monos enjaulados. Usaba cofia y delantal blanquísimos. Me confundió sucesivamente con el panadero, el verdulero y con un vendedor ambulante. Al fin dijo: -¡Ah! ¿Entonces lo manda el dotor de la niña? Pase, pase. La ayudé desde afuera a vencer una de las hojas del portón. Los hierros verticales, rematados en lanzas, decrecían desde el centro hasta los goznes, cuyos anillos estaban embutidos en pilares octogonales, parecidos a garitas. Las plantas, creciendo en libertad, y la tierra acumulada, apenas permitían abrir un poco. Marché detrás de la vieja que andaba como los títeres. Cada dos o tres pasos detenía el picoteo de su cabeza y se entreparaba para decir: “Por aquí, señorito”. En visitas posteriores descubrí que desde el portalón arrancaban dos caminos muy anchos, que luego de rodear un cantero redondo, se reunían al pie de la escalinata de mármol; pero entonces sólo había una picada entre la maraña. En el centro del cantero, un árbol colosal, un cedrus libarti como aquellos que David cantó, extendía sus ramas horizontales, parecidas a brazos con las palmas hacia arriba. Subimos los escalones. Guías de salvia y campanillas subían también, como víboras, e iban a envolver los balaustres de la terraza que corría por delante de la fachada. Yo, que por entonces adaptaba la realidad a mis lecturas, pensé en los templos indios, "ensevelis dans les lianes No entramos por la puerta central, sino por otra más pequeña, del extremo, que daba a una piecita, en la esquina de la casa. -Niña -dijo la negra-. A este señorito lo envía el doctor. Vi primero la cama impresionante, con columnas y dosel, y más tarde una mano de la enferma. Salía del puño de encajes de una manga que parecía vacía, sobre la colcha adamascada. Era esquelética sin rigidez, con la transparencia que la edad, el encierro y la anemia pueden dar a una mano femenina, de suyo delicada. -Felicitas: ¿me ayudas? -Sí, niña. Me dispuse a enfrentar una de esas ruinas lamentables a que el hospital ya me acostumbrara; pero el busto de la viejita que desde el fondo de la cama vino hacia la luz, parecía un lirio. Se compuso el cabello y los volados, igualmente blancos, de su ropa y luego, con un leve ademán, me indicó un taburete cabe el lecho. Era un asiento redondo, con galones dorados y patas curvas, terminadas en volutas. No puedo recordar punto por punto aquella primera visita. Ocurre como si la impresión que de ella guardo. hubiese borrado los detalles, dejando sólo cierto estado de alma, como en los ensueños. Me parece que dijo, cuando yo, con el maletín sobre las rodillas, lo abrí para sacar mi caja niquelada: -Dejemos eso, joven. -Pero... -Pobre dotor, ¡tan bueno! ¿Cómo está de salud? Conocí mucho a su abuelo paterno: un guapo mozo, rubio, amigo de mis primos. Una vez, cuando el tronco de nuestra carretela se desbocó, él picó espuelas, nos dio alcance y detuvo los caballos. Inclinado, les habló sin ninguna alteración en la voz. Si mal no recuerdo conservo su fotografía, en uniforme. Felicitas: ¿me alcanzás el álbum rojo? Ni aquella vez, ni las que sucediéronse, le apliqué una sola de las inyecciones prescritas; pero descuidaba otros clientes para correr a su lado todas las tardes. Sentábame en el taburete dorado, dejaba el maletín en el suelo, y Felicitas me servía en una bandeja de taracea cierto vinillo seco en una copita roja, un bizcocho alargado, y una servilletita almidonada doblada en triángulo. Del álbum rojo pasamos al álbum azul Eran pesados, con guarniciones de metal incrustadas en el terciopelo de la tapa y broches labrados. Uno de ellos -el azul- cuando se abría, dejaba oír una musiquilla lejana, producida por un cilindro con púas que giraba a ras de un peine. Siempre la oímos hasta el fin, después de lo cual yo alzaba los ojos y la enferma me sonreía. Las hojas dobles, de cantos dorados, contenían en óvalos profundos, fotografías de damas y caballeros; estos arrogantes o melancólicos, ellas con bucles, rostros ovalados, y hombros de botella emergiendo desnudos de una espuma de encajes. En alguna ocasión recorrí la casa y el terreno. Era evidente que aquellos dos seres habían ido retrocediendo hasta las habitaciones que formaban el extremo norte de la casa. El resto permanecía desierto, con alguno que otro mueble solemne. Había en cierta sala una tertulia de fantasmas: docena y media de sillas enfundadas, de alto respaldo, en torno de una mesa redonda. Retratos al óleo de hombres y mujeres como los del álbum, estaban en las paredes, todos a la misma altura. Las plantas, luego de llenar el jardín, invadían la casa. Recuerdo unos tentáculos, muy largos y muy pálidos, que penetraban por la celosía de un ventanal. Otras, desde la terraza, caían sobre el terreno. Un filodendro había hendido la tina que lo contuviera bajo la galería; el tallo, con sus raíces adventicias, caminaba como un ciempiés sobre las baldosas, levantándolas y obstruyendo el paso; y sus hojas oscuras, con ojales inmensos, se explayaban afuera. Los rosales, o se ovillaban en su sitio como un montón de alambre de púa, o penetraban en un árbol próximo, para florecer, extenuados, en lo más alto. La reja de un balcón antepechado que daba hacia los fondos, había sido desempotrada por el abrazo de una glicina; y a lo largo de la cornisa crecía el palán-palán. Una tarde permanecí más que otras veces, y entonces me refirió los amores de Juan Carlos Gómez y Elisa Maturana. “Mientras Gómez andaba errante, proscripto, a ella, pobrecita, la casaron con el viejo Villademoros, ministro de Oribe, un alma negra. Yo tenía quince años cuando Gómez volvió al país, después de la paz. Lo primero que hizo, naturalmente, fue visitar la tumba de Elisa”. Y la viejecita recitó: ¿Qué hicimos, inocentes, para expiación tamaña? ¿Qué hicimos pobres niños para irritar la saña De ese tropel de bárbaros que nos lo derribó? “Juan Carlos Gómez era pálido, con ojos muy azules y las maneras finas. Ya no hay hombres así. Mis amigas y yo recorríamos estos mismos lugares del Miguelete donde él había paseado con Elisa; leíamos sus versos y llorábamos”. *** El lapso en el cual debían darse las inyecciones había vencido con exceso, y yo seguía visitando la casa encantada; pero llegaron las vacaciones de julio, y partí para mis pagos. Otras preocupaciones me aguardaban cuando regresé. Pasaron varios años. Hasta ayer pude pensar que esta historia era leída, quizá soñada; pero acabo de hallarme frente al portón señorial. Iba distraído cuando reconocí la verja junto a la cual caminaba. Mi pecho se abrió como el álbum azul, y escuché aquel minué lejano; enseguida el tintineo de la campanita perdida entre el follaje; luego la débil voz, que recitaba versos que ahora nadie lee. Allí estaban los pilares monumentales, el jardín, la casa; pero el cedro extendía sus ramas sobre un cantero de césped recién cortado; los caminos de grava roja se perfilaban nítidos, y en los cristales de la fachada resplandecía la tarde. Esperé. Tintineó una ligera campanilla. Se abrió la puerta grande, y una cascada de guardapolvos se derramaron por la escalinata. Los primeros abrieron el portón de par en par; otros en tropel los llevaron por delante entre gritos y carterazos, y sólo yo que estaba inmóvil, oí que desde lo alto de la terraza la maestra gritaba: -¡Despacio, niños, por Favor! Nota: [1] Apareció en Asir, Montevideo, N°39. mayo-junio de 1959, pp. 113-120. |
Cuento de Eliseo Salvador Porta
De "El Padre y otros cuentos"
Ediciones de la Banda Oriental
Colección Socio Espectacular
Impreso en el Uruguay - 1998
Ver, además:
Eliseo Salvador Porta en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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