¿Me da fuego? |
Mis
años de juventud, tuvieron épocas esplendorosas y otras muy aciagas. Éstas
últimas, fueron las más, sobre todo en las instancias de procurar
subsistir como un prometedor estudiante de Derecho. En
esos años, formé parte de lo que hoy pomposamente, algunos nos
endilgamos como de años de bohemia. En
mi caso particular, yo lo definiría, mas bien como, años de hambre y de
acumular experiencia (que otro remedio) en base a las muchísimas
necesidades. Éstas
últimas, estaban atadas a las peripecias que puede tener, quien siendo un
muchacho, tiene que tratar de acudir con regularidad al aula de estudio,
tener dónde pernoctar, tiempo para sacar apuntes en la Biblioteca (en ese
entonces, ni siquiera había fotocopiado) empilchar, por lo menos
decorosamente y lo más importante; poder comer todos los días o por lo
menos con la regularidad suficiente, para que las sufridas neuronas, no
sufran una conmoción anémica. Estaba
encasillado en lo que en esa época, se nos definía en algo así como de
“Rebeldes”. ¿Quién
no se revela contra la adversidad y la impotencia? Era
de los llamados “Rarus Bichus”, de los que pese a todo y a todos, queríamos
salir adelante y estudiar. Sin
ninguna beca ni apoyo familiar, de ninguna especie. Sobre
todo, porque queríamos sobre salir, subsistir y soñar con triunfar, pura
y exclusivamente por nuestros propios logros, rechazando toda ayuda de la
familia. Tiempos,
muy, muy difíciles, donde la vida, se nos presentaba como un enorme
lodazal, serpenteado de pequeñas piedras, sobre las que había que ir
pegando pequeños saltos, a veces largos, otras cortos, para no caer en el
lodo. Las
tentaciones eran muy agresivas y esquivarlas, se hacía cada vez más difícil. Uno
en base a vivir callejeando, estaba rodeado de delincuentes, de toda
especie, muchas veces, algunos de ellos, cooperaba para que nuestras
tripas se regocijen con holgura al sentirse abrumadas por el escaso y
deseado alimento. Realmente
era muy difícil, no traspasar la línea de la honestidad, sobre todo
acuciado por tanta adversidad. Por
suerte, si bien se tuvo que abandonar los estudios, con gran dolor,
nuestra humanidad, se mantuvo incólume a tanta mala tentación. El
Montevideo de entonces, estaba empezando a recibir los estertores de los años
sesenta, Beatles, hippies, pelos largos, pantalones ajustados de cuero,
bocamangas muy anchas (casi ridículas), cualquier tipo de cosas raras,
colgadas en el cuello, cuanto más estúpido mejor. En
la vieja Ciudad de San Felipe y Santiago, en aquel entonces, andar con
pantalón gris, camisa blanca, saco azul, mocasines marrones, anteojos y
cara de idiota, daba aire de intelectualidad, daba estatus. Los
almuerzos, de lunes a viernes, uno se las rebuscaba en económicos
comedores públicos, las cenas eran todo un dilema que aún hoy no sé
como pude dilucidar. Los
sábados y domingos, había que arreglárselas como se podía, conseguir
alguna entrada para ir al Estadio, pasearse por el Parque Rodó, por si se
podía enganchar algún “rebusque”, damas que se condolían de nuestra
“trapense” peladera y luego a la noche, los interminables peregrinajes
del Sorocabana de políticos, empleados, de Pintín Castellanos de damas
de lujo y de las otras y de allí, al viejo “Tupí – Nambá”,
vichando en cuanto café o cabarets se nos cruzaba en nuestro deambular. Soportar
a otros infelices como uno, que sin ningún recato nos contaban sus
peripecias, que eran muy inferiores a las de uno, pero que en base de
aguantar sus mojigaterías, pagaban alguna copa o lo más importante, a
veces hasta llegaban al extremo de invitar a comer y aquello sí que se
consideraba un verdadero lujo. Cuantas
veces tenía que dejar la ropa y los libros en casa de algún conocido y
hacer noche, ora deambulando, ora haciendo pequeñas siestas en una
terminal de ómnibus famosa en aquel entonces y que tenía sus
instalaciones en pleno centro. En
una de esas aciagas noches, cuando veníamos caminando rumbo al centro, a
la Ciudad vieja, donde en la calle 25 de Mayo al setecientos, alquilábamos
a medias con otro estudiante de medicina del interior como yo (hoy
veterano Ginecólogo), una pieza en una otrora señorial casa, convertida
como si fuera un castigo del tiempo, en una casi limpia pensión para
estudiantes. Se
nos cruzó una pareja de hombres, que venían conversando entre ellos,
llamativamente, recuerdo que lo hacían en voz alta. Cinco
segundos después de cruzarnos, uno de los dos, se nos apersonó,
alcanzando nuestra marcha y nos llamó la atención con un solícito: _ ¡Buenas muchachos!
¿Me dan fuego? _
¿He? ¡Sí claro! Tome… Allí
nomás en menos que canta un gallo; nos despojaron de los pocos y flacos
pesos de que disponíamos, el reloj pulsera de mi compañero (menos mal
que el mío, lo tenía a buen recaudo en el depósito de la Caja
Pignoraticia de Empeños y que por generosidad del destino aun conservo) y
del paquete de pizzas, del día anterior, que nos facilitara un amigo que
trabajaba en una famosa pizzería, ubicada en aquél entonces en pleno
parque de atracciones, del místico Parque Rodó. ¡Claro!
Que nuestra voluntad de no entregarles lo que nos despojaron, se quedó
sin argumento, frente a la boca de aquél enorme revólver que nos
pusieron delante, como queriendo mostrarnos sus virtudes. Otra
vez, en que yo salía de un trabajo que hacía a destajo, en una muy
conocida librería de aquellos años, la muy popular “Rubén”. En
donde, a la salida de la Facultad, el dueño de la misma, me daba, para
pegar, remendar y reacondicionar los viejos y algunos bastante maltrechos
libros de estudio, que comercializaba y me pagaba de acuerdo a la cantidad
de volúmenes que remendaba en unas tres horas, mas o menos, menos mal que
me abonaba todos los días, mi trabajo. En
ese entonces fue mi ¡otra vez! Caminaba
rumbo a la pensión, la que de ese punto me quedaba a unas, veinte cuadras
de distancia. Un
hombre muy gordo, me abordó y sin decir agua va, me abrazó muy
afablemente como si me conociera de toda la vida y con una de sus manos
metida dentro de uno de los bolsillos del gabán. Me
presionó en la parte donde solía tener
mi sufrido estómago y gentilmente me pidió que le dé lo que tenía
en mis bolsillos, no mi pañuelo, ni el peine (adminículos que no podían
faltar en el bolsillo del caballero). La
gente que pasaba a nuestro lado, pensaría que aquél afectuoso individuo,
tal parecía que estaba abrazando a un hijo o un sobrino. Sobrino-hijo
que se quedó sin los magros pesos que había ganado, pegoteando
“desasnadotes” de seres humanos. Mucho,
muchísimo tiempo después, tanto como unos cuarenta años de aquellos
hechos, tuve ¡por fin!, mi oportunidad de revancha y de poder beber en la
copa de la dulce venganza. De
los muchos metieres y oficios que uno tiene que asumir en pos de la vieja
necesidad; tenía un vehículo de alquiler, en el que me dedicaba, entre
otras cosas, a llevar y traer pasajeros de la terminal aérea de Carrasco. Sucedió
una madrugada del mes de marzo, allá por semana santa, que esperando un
matrimonio que venía de la añeja Europa, un vuelo que en principio
llegaba a la una y treinta de la madrugada, por esas cosas que también
tienen las cosas extranjeras, el mismo llegaría con tres horas de
retraso. La
impuntualidad, no es ni por asomo patrimonio nuestro, pero que fuerza
hacemos para apoderarnos de ella. Como
andaba bastante falto de dormir, ajetreos de fin de semana, me fui a
tratar darme una pequeña siesta de unas dos horas, en la apacible
comodidad de mi automóvil. El
que había dejado estacionado a
unos cincuenta metros de la entrada de dicha terminal, en un espacio que
las potentes luces que pendían de unas altas columnas, se habían puesto
de acuerdo para que una de ellas, la que estaba cerca de
mi auto, estuviera apagada. Aquello
me regalaba un cono de oscuridad, que al parecer, era todo para mí solo. Si
bien en el estacionamiento había un guardia, éste a esa hora, lo que hacía
era estar metido dentro de la pequeña cabina- refugio, escuchando música
y leyendo algún periódico del día anterior. Esa
zona, siempre fue proclive al delito, por los alrededores y a pesar de que
la Policía montaba guardia en los lugares estratégicos, por allí
deambulaban delincuentes de todo tipo y calibre. Así
que los que estábamos expuestos, de alguna forma a ser pasto de aquellos
“malandras” por lo general portábamos arma, con el consiguiente
permiso para hacerlo, por supuesto. Dentro
del móvil, me arrellané en mi asiento, puse mi arma entre las piernas y
prendí un cigarrillo, prendí el radio y lo programé con el volumen
bajo. Así
estaba esperando que Morfeo, me asista por un par de horas cuando, por el
vidrio de mi puerta, el que había dejado unos cinco centímetros abierto,
para que saliera el humo… Alguien
golpeando el mismo y hablando a su vez y dándome un gran susto, que casi
me trago el ya casi consumido pucho, me pedía fuego sin tener la
generosidad de por lo menos saludar antes. _ ¡Jefe! ¡Jefe! ¿Me
da fuego? Lo
miré a través del vidrio y lo vi allí solo aparentemente o no, alto,
muy delgado y con una extraña gorra. Casi
repuesto del “jabón” que pe pegué, miré por el espejo retrovisor y
por las ventanillas de mi derecha, por si, éste inoportuno visitante, tenía
algún “socio” y allí sí. Allí
estaba la oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo y pensando… _Otra
vez no, ahora ya estoy algo “grandecito”, para que me vuelva a
suceder. Así
que pensando esto, rápidamente tome el revólver (mágnum 3.57) y
poniendo en el caño de ella, el casi pucho y a la vez que habría casi
con violencia la puerta del vehículo, me apeé del mismo y puse debajo de
sus narices, el caño de mi potente arma. Recuerdo
que en un rincón de mi vengadora mente, algo se regocijaba de estúpida
hambre de revancha. Hombre
que cayó de espalda al suelo, clamando que, no le hiciera daño. ¡Ah!
Por lo menos le devolvía el “jabón”. Todo
aquello para comprobar de que aquél pobre individuo, estaba como yo,
esperando pasajeros, en un auto estacionado a pocos metros de donde yo
estaba y que el encendedor de su vehículo no le funcionaba y se había
quedado sin fósforos. Como
me viera arribar a mi coche y al observar que yo fumaba, se arrimó
inocentemente a pedir lumbre. Aquella
sed de revancha, me costó renunciar a mi sueño, quedar en ridículo,
pagar un par de capuchinos con medias lunas y pedir mil disculpas, aún
sigo esperando mi ocasión. Que ojalá, no llegue nunca. |
Juan
Ramón Pombo Clavijo
Del Libro “Perros
alados”
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