Estofado de cordero |
No
era
un Pueblo muy importante, es más, sus calles adoquinadas y sus
veredas angostas, el apacible silencio de su entorno, sólo roto de cuando
en vez, por el transito de algún vehículo no tan moderno, aunque también
los había y de algún que otro carro tirado por algún noble caballo, muy
ornamentados éstos, como era la usanza de aquella comarca. Trayendo
al pueblo y a los distintos comercios, el fruto de su producción
agropecuaria, cerdos, frutas, verduras y aquellos embutidos que hacían
tan famosa a ésta comarca. En
los últimos años, éste pequeño Pueblo, se había visto invadido, o tal
vez esa no sea la palabra adecuada, pero es la que mejor le cabe en éstos
casos, por una pequeña cantidad de artistas
o seudos artistas plásticos, escultores y escritores,
que habían tomado ese destino como una especie de retiro, luego de
su jubilación o sea que habían optado por vivir en aquél apacible
Pueblo, por encontrarlo alejado del bullicio mundanal de otras Ciudades de
los alrededores. Estaba
éste enclavado, a unos ochenta o noventa kilómetros de la costa Bretona
de Francia, en un hermoso valle rodeado de montañas y era tal vez la
distancia, lo que formaba una barrera natural para que aquél, no fuera
muy conocido ni invadido por turistas y el gran movimiento de marketing,
que se podía esperar de otras latitudes más emergentes que éste. Dado
la proliferación de artitas retirados; en los últimos tiempos, a los que
acompañaron algún que otro “marchand “y la conjunción de todos éstos
con algún artesano
de la zona, los que realmente hacían maravillas con sus manos,
pero que no traslucían mas allá del entorno de la campiña, ya que toda
ésta gente estaba embebida en la cualidad intrínseca de tener una vida
sana, tanto alimenticia como separada de todos los nervios que en los últimos
años se había adueñado del resto del Mundo. O
sea que éste pequeño villorrio, aún se jactaba de no estar contaminado
por los virus del progreso. ¡Claro!,
que tenia su hermosa parroquia, su pequeña pero muy pintoresca escuela de
párvulos y algún que otro profesor o profesora de música, idiomas, o
sea que no estaba desprovista de ninguna necesidad, que pudiera tener para
su población ya que ésta, estaba constituida por mayoría de gente de
avanzada en edad; algunos venidos últimamente como citamos antes y otros
naturales de la zona, muchos de ellos luego de recorrer Mundo, habían
vuelto y estaban abocados principalmente a las tareas rurales de pequeñas
parcelas, donde se elaboraban los mejores vinos de Francia y por ende, del
Mundo. La
gente, era muy propensa a comer y beber lo que se producía en la zona. Si
bien, no se carecía de energía eléctrica ni de señales de televisión,
aunque ésta estaba supeditada a un par de canales y en base a alguna
repetidora, de allí no pasaba el gran poco o no, deseado adelanto bursátil
de ésta gente, la que con sus pocas horas de transmisión televisiva, aun
en blanco y negro, congregaba en los atardeceres a la gente, en los crudos
inviernos a disfrutar con el entorno familiar, de aquella parafernalia que
representaba a la pantalla
chica. Por
supuesto, que toda aquella venida de gentes que habían elegido para vivir
allí, no compensaba la gran emigración de gente joven, que por razones
de estudio o laborales o por querer ver la otra parte del Mundo, hacían
peligrar con dejar aquél Pueblo abandonado, con el correr de los años. Sólo
ésta pequeña inmigración de artistas retirados, pretendían nivelar la
balanza de la población que se resistía con estoicismo al devastador
progreso. Lo
típico en los largos periodos de verano, primavera y otoño, era muy común
ver a la gente, sentada en la angosta vereda, o bien tomando el fresco o
de tertulia entre vecinos y a su vez, también era común en la vereda de
algún café, de los que habían dos, ver gente sentada junto a pequeñas
mesas muy pintorescas y cubiertas todas con
llamativos manteles a cuadros y beber algún que otro coñac, vino,
o pernot. Aún
quedaban algún par de fondas, con muy pocas mesas, pequeños salones y
donde era típico que éstos tuvieran día a día, sus exclusivos menús y
a los que ya la gente conocía de antemano las especialidades de cada uno
de dichos lugares. Los
fines de semana, era muy común, antes de la consabida misa del Domingo,
que muchas familias del campo, se trasladaran hacia el Pueblo y pasaran
allí el resto del día, con sus amigos, parientes y de alguna forma
conformar lo típico y las costumbres que todos traían ya ancestralmente
arraigadas. El
hombre madrugó, como ya tenia acostumbrado en el corto tiempo en que vivía
en aquella casa, que compartía con la dueña de la misma, a la que le había
arrendado un par de habitaciones, compartían el único baño de la
vivienda y a su vez, ésta buena señora, lavaba y planchaba su ropa y de
cuando en vez, compartía con ella, algún café o té con que aquella,
se lucia invitándolo con alguna de las exquisiteces
culinarias que ella elaboraba, fruto del conocimiento de que de
generación en generación, madres dejaban a hijas, como un pequeño
tesoro de vivencias, la herencia de las ocultas y muy personales recetas. Aquella
buena señora, viuda desde hacia ya muchos años con
un par de hijos, muertos en acto de servicio en la guerra de
Indochina y una hija que estaba muy lejos, en otro continente, la cual se
había casado con un diplomático y que le había alegrado al darle cinco
nietos, algunos de los cuales ya estaban estudiando en la Universidad. Cada
dos años, su hija con su esposo y algún nieto o nieta, solían venir a
pasar unas pequeñas vacaciones de veinte o treinta días; entonces la
casa cobraba el calor de hogar perdido hacia mucho tiempo. Es
por eso, que la habitación y un estar que había alquilado a éste
hombre, que aparentemente también era artista, ya que lo veía entrar y
salir con pequeños y grandes cuadros y rollos de tela y papel, ella no
era afecta a indagar en la vida ajena, lo que la convertía en la
anfitriona ideal. Sólo
se escuchaba dentro de la habitación de aquél, de cuando en vez, la
melodía de algunos discos que éste, escuchaba por medio de una vieja
victrola electrónica que poseía, música agradable y otras no tanta, lo
que si era habitual la persistencia en tales melodías, la voz de la
inolvidable Edith Piaf, ya que la mayoría de la veces parecía que tenia
mucha afinidad con tal artista y en ocasiones escuchaba sus grabaciones
hasta el fastidio de la dueña de casa.. Aquella,
ya no tan muchacha pero que toda Francia bautizó, como el “Gorrión de
Paris”. Se
levantó muy temprano y ocupó el baño como a el le gustaba, sin tener
ruidos que lo pusieran nervioso a su alrededor, allí se duchó, se afeitó
y luego de una hora, salió del mismo.
Olfateó
que por el vano de la escalera, ya que él ocupaba parte de la planta
alta, se elevaba un exquisito aroma a café recién elaborado, se sonrió
para sus adentros y con su toalla y su bata, se adentró a sus aposentos. Aunque
poseía un pequeño vehículo, de cuatro o cinco años de uso, salió de
la casa con algunos rollos de papel, cartulina, tela y quiso ser participe
de aquél hermoso día y se dispuso a ir caminando hasta su destino, el
que distaba, unas ocho o diez cuadras. En
un pequeño “chalet”, que estaba casi en las afueras del pueblo, en
una pequeña elevación o cuesta del camino y en la que vivía su
“Marchand” de toda la vida, el que le había instigado a que él
utilizara aquél pueblo como una especie de retiro espiritual, ya que en
ese momento y fruto de varios amoríos y mujeres, condición a la que el,
nunca se pudo sustraer ya que estaba pasando por un breve lapso de los que
él, ya estaba acostumbrado, fruto de la desinteligencia de sus variados y
complicados amoríos. No
obstante de que el alquiler de donde vivía terminaba en un par de meses,
había pensado en seguir el consejo de su amigo y comprar alguna finca de
aquél hermoso y apacible Pueblo. Ya
que había comprobado que éste lugar, no sólo era fascinante, por su
gente, por su vivencia, por su tranquilidad y también que le servia para
su cometido, ya que no era una distancia tan grande de algunos centros,
donde el solía ir cada diez o quince días, a darse algunas vueltas y
para no olvidarse del mundo del que venia. De
todas formas pensó que volvería a entablar la conversación pertinente
con su Marchand. Como
era temprano aún, pasaría por lo de una pareja de artesanos, que él y
ella, matrimonio ya entrado en años, los que tenían un pequeño negocio
de encuadrado y vidriería, tienda ésta que era la única del Pueblo en
esa especialidad. Como
había ya realizado algunas tratativas y negocios con ésta gente, pasaría
por aquél pequeño comercio y le dejaría algún material para que éstos
los encuadren. Gran
decepción, luego de un poco de cansancio y algo de agitación por la
caminata, ya que las callecitas tenían sus subidas y bajadas, típicas de
los pueblos de montaña y al tabaco, en esos menesteres de hacer esfuerzos
físicos, se dejaba notar como el gran degradador de aliento. Al
golpear a la puerta de aquella hermosa casa, una vieja empleada, que él
ya conocía, le transmitió que su patrón, no volvería hasta horas de la
noche, ya que se había ausentado por todo el día, a hacer algunas
diligencias en una cercana Ciudad de la costa. Bueno,
ésta vez y ahora en forma mas cansinamente; retornó hacia lo que era el
centro del Pueblo,
con un plan de observación, que surgió en base a la decepción de
no encontrar a su amigo, dirigiéndose a la cuadraría, fue disfrutando de
aquél
panorama que todavía no se explicaba de que como lugares como
aquellos, aún quedaban casi descontaminados de las grandes Ciudades. Pensó
que tal vez no era su día, porque cuando llegó a dicha cuadrería; la
encontró cerrada y un cartelito colgado en la puerta, escrito éste de
forma manuscrita que rezaba “Cerrado por duelo”. ¡Caramba!
pensó, “hoy no es mi día” pero para ésta pobre gente tampoco ha
sido muy bueno; quedándose unos pocos minutos al lado de la puerta y ya
se disponía a volver con los bártulos que tenía, debajo del brazo,
aquellos transportados en forma de rollos, pero que en base a la decepción
ya era como que le molestaban y le pesaban más de la cuenta. Alguien
pasó y por supuesto que
lo saludó como era de estilo en las gentes de aquel lugar y le
comunicó que en la noche anterior, habiendo fallecido un hermano del dueño
de la cuadrería, éstos (el matrimonio) seguramente se habían trasladado
a la vivienda de campo que aquél desafortunado hombre tenia, a un par de
leguas del pueblo y donde lo estarían velando en esos momento y que
luego, seguramente lo traerían al pequeño y viejo cementerio local,
que orillaba en las afueras del villorrio. Se
dijo, que como él ya conocía que la usanza era que cuando había alguien
fallecido del lugar,
lo traían a su última morada, la iglesia hacia sonar su campana
muy cadenciosamente en un lúgbreve responso y de ese modo todo el pueblo,
o casi todo, acompañaba al enterramiento de los que hasta poco atrás,
habían sido pobladores, o bien parientes, conocidos o amigos de todos. Por
una hora, o tal vez más, algunos negocios del Pueblo, cerraban sus
puertas como homenaje al finado y para poder acudir a acompañar sus
restos. -“¡Que
demonios!” se dijo, aquellas decepciones
y aquel esfuerzo, merecían un trago
y tomando por la vereda a, la que daba la sombra, se dirigió hacia
el centro del Pueblo que era reinado por la única plaza del lugar. Allí
en sus alrededores, estaba casi toda la actividad comercial, la iglesia,
la pequeña estación de Gendarmería, la botica, el “Café” grande
del lugar, porque no era el único, puesto que a no más de unas decenas
de metros, esta instalado un cómodo y apacible “Pab”; curiosamente
ambos ubicados en la misma cuadra. Solamente
le abrigaba la duda de cual estaría mas fresco ya que el sol estaba
picando bastante; había pasado la mitad de la mañana y se estaba
acercando el mediodía, cuando por la vereda, saludando gente e
intercambiando algunas palabras con algunos de ellos, paso distraídamente,
por aquel lugar en que no se detuvo, simplemente miró que en la vidriera,
en un ventanal, adornado por un cortinado, el que ya contaba algunos
lustros y en una pequeña pizarra puesta contra el vidrio de la misma, se
leía, HOY “ESTOFADO DE CORDERO”. Aquel
café ocupaba una de las esquinas mas ampulosas de la plaza, cuyos
comensales solían usufructuar la vereda y sus mesas, las que estaban
todas individualmente
alineadas y debajo, cada una,
de su correspondiente sombrilla. Sus
clientes, la gente de los alrededores que solían ir, o los que
se adentraban al Pueblo, por algunos menesteres o al Banco (el único)
ubicado en otra de las esquinas, no menos importante y con frente a dicha
plaza. Aquella
en la que solían pasar sus horas de ocio algunos de los “viejos” del
poblado.. Acostumbraban
también los viajeros pasar el mediodía y luego de algunas compras o
visitar
amigos, o algunos de los dos médicos del pueblo, se retiraban a
sus fincas campestres. Cuando
estaba decidiendo a cual de las mesas ocuparía, se decidió por una que
estaba bastante solitaria. Siguió
su camino sin detenerse y allí en una mesa que eligió, por estar ésta
aun cubierta por sombra tomo asiento en una confortable silla y pidió una
refrescante copa de vino. La
misma venia acompañada por la consabida botella y una pequeña picada de
panecillos caseros, (siempre calientes) salchichón y pequeños trozos de
queso, uno muy blando y otro muy duro, de los que usualmente se usaba a
modo de costumbre para acompañar las pastas. Los
sabrosos tragos de vino a los que ésta buena gente de la comarca
acostumbraba y más que tragos, eran una botella que se servía a cada
comensal, máximo a dos. Cuando
había transcurrido un buen rato y estando a punto de repetir el servicio,
mirando el viejo reloj de la iglesia se percató que ya estaba a una
escasa hora del medio día y de pronto recordó aquella pequeña fonda que
a unos cuantos pasos antes de llegar al café, había mirado de soslayo y
que en una pizarra contra el ventanal del frente y que rezaba el menú del
día HOY “ESTOFADO DE CORDERO”; pensando esto se levantó casi
de inmediato, le pagó al mozo, dejándole una generosa propina, tomó sus
bártulos y salió raudo hacia el comercio de marras. Dirigiéndose
hacia el lugar observó movimiento de gente, algunos en forma apresurada,
otros al ritmo normal del Pueblo y pensó, que tal vez la gran
mayoría de ellos, vinieran del acompañamiento al muerto. Entró
a aquél lugar y vio que éste era de pequeñas dimensiones, apenas seis u
ocho mesas con cuatro sillas cada una de ellas, cubiertas con manteles que
casi rozaban el piso y muy blancos, algunos con
rayas rojas, otros rayas azules que armónicamente estaban
distribuidos sobre aquellas mesas, escasas mesas. Salón
de
dimensiones no tan grandes, pequeño mostrador a la derecha, un par
de mesas contra el ventanal que había visto desde el frente y cuatro o
cinco distribuidas contra una pared en la cual se veía muy viejas
pinturas, algunas escrituras, cuadros de paisajes y algo que le llamó
poderosamente la atención, algunas escrituras echas sobre la misma pared. No
bien había entrado, salió a su encuentro a recibirlo en forma muy
amable, un hombretón de buenas dimensiones de altura, ya un poco
encorvado por el peso de sus años, el que lucía alrededor de su cintura
colgando, un largo delantal blanco, que mas que delantal parecía ser un
mantel, acondicionado a ésos efectos. El
hombre muy solícito, le recibió y él se decidió que aquel le condujera
hacia la última mesa, tomando como referencia del frente hacia el fondo;
allí dejó sus rollos sobre una silla y en la misma depositó su
chaqueta, se arremangó las mangas de su camisa y tomó asiento en otra
silla, mirando hacia el frente y se dispuso a disfrutar de aquel acogedor
y típico lugar. Percibió
que hacia un costado, había un par de mesas con manteles blancos, una
pegada a la otra y contra la pared, sobre ellas, una respetable pila de
platos o dos, un montón de servilletas, cubiertos y sobre la otra varias
paneras preparadas y algún que otro adminículo que se prestaba para la
atención a los clientes. Hacia
un costado de la misma, en la pared, un ancho hueco como un ventanal o sin
ventanal en forma de arcada, con una ancha tabla que hacia las veces de
mostrador y que imaginó por el ruido que se dejaba traslucir el
movimiento al otro lado que era de donde se pasaba la comida desde la
cocina al comedor. Allí
en la misma, del otro lado se veía movimiento de gente y ruido de platos,
ollas y enseres de cocina, también le pareció ver un par de cabezas que
se movían y que le parecieron mujeres en el metiere de la cocina. El
señor, el fondero, le comunicó que la comida aún demoraba algunos
treinta o cuarenta minutos, pero que gustoso la casa le invitaría con una
botella de vino y algo para picar. Acto
seguido colocó sobre la mesa, una limpia copa, una botella de vino, una
panera con varios trozos de pan “baguette”, sin duda casero y alguna
galleta (le pareció un poco grande la panera que ostentaba dentro, una
servilleta blanca y que estaba construida en mimbre), casi de inmediato,
el fondero trajo una tabla con salchichón picado y pedazos de quesos de
dos clases, uno blando y otro duro que se le antojó a nuestro hombre que
éste último era del mismo que se usa para rallar sobre las pastas y un
tercero, un trozo del exquisito roquefort. Dejó
el mesero servida la copa con aquel vino fresco y con amable postura se
retiró a seguir acondicionando las restantes mesas, que era lo que estaba
haciendo cuando nuestro personaje entró a aquel negocio, donde se olía
un hermoso aroma, a carne y especies que se le antojó por demás
delicioso. El
hombre iba y venia con platos, servilletas, cubiertos, paneras y en pocos
minutos acomodando alguna que otra silla y bajando un toldo que daba a la
vereda, el que irradiaba sombra sobre el ventanal de entrada y sobre la
puerta, lo vio venir hacia su mesa al dueño de la fonda, con una copa en
la mano y pidiendo éste permiso se sentó, en una silla que daba a la
izquierda de nuestro personaje, (al pasillo) allí le solicitó permiso al
comensal y sirvió de la botella. Izo
una ceremonia de brindis con el cliente y escanció de un sólo trago
aquella mitad de copa de vino que se había servido; luego de haber roto
el hielo, con palabras muy usadas en éstas ocasiones y con algunas
preguntas de rigor, ya que el fondero nunca había visto entrar a su
negocio a éste comensal, pero que se imaginó por lo que veía, aquellos
rollos puestos sobre la silla, que daba a la pared lateral, junto a la
chaqueta, que éste parroquiano seria otro pintor o dibujante, de los que
últimamente estaban proliferando en el pueblo. El
Mundo aún se lamía de las heridas de la última guerra, pero el avance
al futuro promisorio, era avasallante en pos de un futuro en Paz y armonía,
entre la raza humana. Muchos
combinando aquel retiro, de otras Ciudades con su jubilación o retiro de
actividades, aunque sabía muy bien que nadie dejaba de realizar su arte
exitoso, o no. Sabia
de mil historias de aquellos personajes, que los había en el pueblo de
toda la vida y que la gran mayoría dependía de otra actividad para
vivir, ya que lo que expresaban como su arte, no le alcanzaban para
subsistir. Luego
de unos minutos, el simpático fondero volvió a servir en ambas copas
hasta tres cuartas partes de ellas y haciendo otro alarde de pequeño
brindis; empezó a relatarle al comensal, una muy pequeña historia que sólo
se vio interrumpida en algún momento cuando de la cocina, una voz
femenina le preguntaba cosas, o le hacía ciertos recuerdos o le daba
diversas órdenes. Le
refirió aquel hombre que luego de muchísimos años de tener éste
comercio, la fonda, la cual había recibido como herencia de su suegro en
vida de aquél y que luego explotaría el mismo junto a su mujer y una
hija, que eran las que estaban trabajando en la cocina y que tenían también
un joven que hacia las veces de ayudante, el cual se dedicaba a la
limpieza del local, a pequeños mandados y otros metieres y que ya pronto
el mismo emigraría como la mayoría de su generación. Contaba
éste buen amigo que lamentablemente esa jornada, hoy, sería el último día
que abriría la fonda, puesto que se cernía sobre la familia un remate
judicial, que ya venía siendo postergado desde hacia dos o tres años por
la acción de los abogados y el cual inevitablemente seria ejecutado en
los próximos días. Dijo
a modo de alternativa, que como ya tenían edad suficiente, su esposa y él
para retirarse, se quedarían en su pequeña granja que estaba en las
afueras del Pueblo y allí tratarían de vivir sus últimos años con una
vida sana y austera; tal vez junto a su hija ya que ésta, no tenia ningún
ánimo aún de desarraigarse de sus padres a pesar de ya contar con sus
treinta y largos años. Todo
lo contrario al hijo mayor de unos cinco o seis años de diferencia, el
que desde muy joven se había ido a estudiar a una de las Ciudades
cercanas y que había dejado sus estudios lamentablemente en medio de una
carrera promisoria de Abogacía; éste muchacho que obnubilado por los
negocios de la gran Ciudad, se había enredado en algunos proyectos, junto
a otros socios que conoció por allá y luego de fracasar en todo lo que
había intentado emprender. En
un momento dado, en que
había solicitado la garantía de sus padres para emprender por sí
mismo lo que el aseguraba iba a ser el gran negocio que sacaría adelante
a toda la familia. Lamentablemente
las cosas se fueron dando en su revés y éste muchacho simplemente
desapareció hacia ya unos tres o cuatro años, sabían que había cruzado
el continente y se había ido a buscar fortuna a un país lejano; dejando
a los acreedores y sus abogados tratando de resarcirse de sus deudas con
la garantía de sus padres, con el aval que le habían otorgado los
mismos. Hizo
una pequeña pausa el fondero, el que se levantó presto para alcanzar
otra botella de tres cuartos de litro
de vino y que depositó en la mesa luego de servir en ambas copas y
preguntarle a su cliente, si quería más salchichón o queso. A
lo que nuestro hombre se negó rotundamente; porque quería dejar espacio
en su estómago para degustar aquél estofado que se veía prometedor por
medio del aroma que venia de la cocina. Continuó
éste buen hombre (el fondero) diciendo que esa noche iban a hacer una
especie de fiesta con sus amigos y clientes viejos, que no eran muchos y
que para la ocasión tenia reservado desde hacia varios años, una pequeña
barrica de vino, en el sótano, la cual había añejado para una ocasión
diferente, como alguna alegría grande de su hijo o de su hija, pero que
dadas las circunstancias esa noche, la abriría y escanciarían su
contenido con los amigos y los allegados a la familia, como una forma de
brindar con todos los que hasta allí, habían apoyado comercialmente a él,
su señora e hija. Adelantándole
a su comensal que él estaba invitado para esa ocasión y que esperaba que
viniera, lo cual le daría mucha satisfacción de que lo hiciera, ya que
un cliente nuevo, justo el último día de cierre, era como una
premonición y que se sentiría halagado de la presencia de aquél y lo
esperaría. A
lo que nuestro hombre no dio inmediatamente una contestación en
afirmativo o negativo, porque el fondero, pidiendo las excusas del caso y
viendo que empezaban a entrar algunos clientes, que lo hacían en forma
bastante continua, se levantó presto a darles atención. Aquellas
seis, ocho
o diez personas, que entraban, lo hacían al unísono, tal vez
fuera costumbre del lugar, gente que se citaba justo a la hora de almorzar
o tal vez por el anterior motivo expuesto del acompañamiento del finado y
que retornaban del mismo. Vio
como el fondero en forma muy afable, ya que parecía conocer a todos los
clientes, los que ocuparon las mayorías de las mesas que estaban
esperando, hablaba con unos y otros a la vez que traía las consabidas
bandejas de quesos y salchichón, las paneras y copas y botellas de vino;
vio que algunos de los comensales dejaban colgados en un perchero que recién
ahora veía, grande de dimensiones éste, el que estaba a un costado de la
puerta, sus abrigos y sus chaquetas. El
bullicio se elevó y notó que aquella gente pueblerina de muy buenas
costumbres, a los que a algunos de éstos, ya había visto o que conocía
en el poco periodo en que llevaba habitando transitoriamente en el pueblo
y que todos al sentarse de una manera muy educada, lo saludaron a la
distancia, integrándolo de esa manera al común de los conocidos habitúes
de la fonda. Bien
con gestos y moviendo sus cabezas o agitando delicadamente sus manos. Se
sintió unos golpes, como que alguien golpeaba una bandeja o un cacharro
de la cocina que luego se dio cuenta que era como una especie de aviso o
campanada de la cocinera, que empezó a depositar un plato tras otro sobre
aquél pequeño mostrador, para que el mesero los repartiera a los
comensales. Eran
platos rebosantes de aquél guisado que olía al decir del “vox populi”
como los Dioses; se imaginó él y por fortuna fue el primer agraciado en
el reparto de aquel estofado. Bueno,
sin mas tramite y colgándose una enorme servilleta en el cuello de su
camisa, se dispuso a degustar de aquello que parecía muy prometedor. Aquello
no sólo prometía ser bueno, sino que estaba muy bueno, pensó que no
recordaba haber comido durante mucho tiempo aquel tipo de estofado, cuyas
carnes estaban aromatizadas de una manera muy especial y muy típica de la
zona y muy personal de la cocinera del pequeño establecimiento. Cuando
estaba terminado y luego de bastante trabajo, el contenido de aquél
enorme plato de comida, se le acercó solícito, el
mesero y le consultó si deseaba repetir, a lo que nuestro
personaje se negó rotundamente, puesto que entre el vino, el pan, el
salchichón, el queso y el estofado, veía que su abdomen ya de por si
abultado, amenazaba con estallar. El
solícito mesero, le ofreció algunos postres propios de la casa, como
torta de manzana, tarta de frambuesa y alguna otra cosa, a lo que el
comensal directamente se negó y de ninguna forma aceptó; sino que, lo
que trataría de hacer, era, beber algún resto de vino que quedaba en la
botella, luego de una breve pero necesaria incursión al reservado. Sonriendo
el mesero,
se alejó y siguió con sus actividades, nuestro personaje vio que
el bullicio era bastante, la conversación de los otros comensales había
tomado un tono alto y escuchaba risas y algún que otro grito, que casi
todos ellos iban dirigidos a la persona del mesero, éste contestaba y reía
y en aquél pequeño trote en que se movía, se desvivía en atenciones
hacia los habituales clientes. Como
nuestro personaje también se negó a alguna tizana o café, puesto que
tenía intención de caminar hasta su vivienda y lo tomaría en la misma,
si es que la cafetera de la casera, estaba cargada con aquél aromático
café que ella solía invitarlo; de paso confiaba que su ejercicio de
caminata, ejerciera el poder de que aquella exquisita comida que había
engullido, hiciera pronto parte de su digestión. Pagó
su consumición y viendo que el mesero le había cobrado un precio
bastante irrisorio para lo que había consumido, se dio cuenta de que el
invite de botellas de vino y picada no había sumado en la factura, a lo
que él dejó algún billete apretado debajo de la copa junto a la pequeña
factura y poniéndose su chaqueta, tomó sus pequeños rollos y buscó la
salida. En
el corto trayecto hasta la puerta, saludó a unos y a otros comensales,
los que aún estaban degustando de la comida, algunos de ellos ya de
sobremesa y salió a la calle. No
había recorrido ni veinte metros por la vereda, cuando sintió que
alguien detrás de él, lo llamaba... <
¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!> Dándose
vuelta tras haber reconocido la voz del mesero, lo vio a éste venir muy
apresurado hacia él con un pequeño rollo de tela en la mano y que le
dijo... <Señor,
- tomando aire - se ve que se le olvidó éste pequeño rollo de tela y
que por suerte que me percaté de él, al levantar los platos y enseres de
su mesa> A
lo que nuestro hombre respondió: _
¡Ah! Buen hombre, bueno, le agradezco mucho, pero voy a confesarle algo
muy brevemente, ya que usted está atendiendo a sus clientes y no quiero
tomarle tanto de su valioso tiempo; sabe que me pareció justo dejarle
como un pequeño presente mío, por todo lo generoso que usted a sido
conmigo y la fina atención que tuvo y sumada a la invitación de ésta
noche, es que me imagino que mas allá de la tristeza que le debe embargar
en su corazón a usted y a su familia; ésta estará impregnada de alegría
al ver el apoyo moral de sus amigos, amistades y clientes. _Yo
humildemente, quería contribuir de ésta forma, dejándole el simple
rollo de una simple pintura, como pago a su amabilidad, El
fondero que ya peinaba canas en lo que le quedaba de cabellos, se sonrojó
de tal manera y sólo alcanzó a balbucear... <No,
no señor por favor le agradezco mucho su generosidad y su atención y
como no nos habíamos presentado antes> Dándole
aquél pequeño rollo de tela a nuestro hombre), le extendió aquella
grande y generosa mano y le dijo: <Mi
nombre es André Millet, para lo que guste mandar, caballero> Nuestro
hombre que se sintió doblemente conmovido por la humildad de aquél gran
hombre que tenia en frente, sólo le atinó a decir, extendiéndole a la
vez su mano... _Mi nombre es Pablo...? Pablo Picasso.- |
Juan
Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”
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