La tarde, se presentaba propicia para aceptar aquella vieja invitación de una familia de apreciados conocidos de hace ya varios años y que radicados en una hermosa chacra, sita a varios kilómetros de distancia, nos disponíamos a visitar, mi esposa y yo.
En verdad, nos decidimos luego de que ellos insistieran, ya que en éste fin de semana, se quedarían solos puesto que sus dos hijos que vivían con ellos y que ya contaban con holgura veinte y largos años; estaban invitados por su hermana y su cuñado (al que mucho apreciaban) a compartir con ellos una carneada de cerdo.
Su hija que ostentaba el lugar de ser la mayor, se encontraba casada desde hace unos cinco o seis años y vivían también en otra chacra distante unos treinta kilómetros.
Nosotros que éramos desde mucho tiempo atrás lo que se llama, padres emancipados, siempre cuando conversábamos por teléfono le hacíamos resaltar ésta cualidad en son de broma y acicalándolos con que ya era hora de que se liberen de sus hijos, en el modo de que les buscaran esposa.
Pero por lo visto éstos no tenían ningún apuro por volar lejos de las comodidades que tenían bajo las alas de Mamá y Papá.
Aunque dado es valorar, que son jóvenes muy sanos en su manera de ser y sobre todo muy trabajadores y que cuidaban de sus padres muy bien.
Ambos contaban novias que cada tanto cambiaban, lo que se dice, unos verdaderos picaflores.
Nosotros los conocíamos prácticamente desde su nacimiento y de echo, uno de ellos era ahijado nuestro.
No era muy fácil llegar a la portera de entrada del campo de nuestros casi se podría decir amigos, para nada fácil y si llegaba a llover, cosa que al parecer así sucedería ya que el cielo estaba con ganas de descargar sobre la tierra, toda aquella masa gris que en forma de nubes amenazaba con hacerlo, de forma casi inminente.
Antes de tomar por un camino de tierra, bajando de la ruta asfaltada, había una Estación de Servicio y de esa manera traté de llenar el tanque de combustible de mi vehículo y revisar todo lo que se estila en éstos menesteres.
El camino que nos esperaba, no sólo era largo, sino también bastante malo, pero nos empujaba las ganas de pasar un fin de semana con ésta buena gente que habiéndonos visitado en varias ocasiones los que estábamos en debe con respeto a visitas, éramos nosotros.
El sólo echo de saber lo bien que lo pasaríamos, es que no dábamos mucha importancia al tiempo amenazante y frío; siempre y cuando llegáramos antes de que el camino se pusiera intransitable.
El cometido de ésta familia, que oriunda de Europa, desde un principio había sido el comprar el mejor campo pequeño que encontraran y no muy cerca de algún centro poblado y lo que los animó a adquirir aquel hermoso lugar, era que no muy lejos había una pequeña Escuela rural, dónde mandar a estudiar a sus amados hijos.
Éste campo de pocas hectáreas, dechado por la naturaleza, se había visto muy mejorado gracias a las atenciones y la labor que le prodigó con tesón, éstos prolíficos inmigrantes.
Por lo tanto al salir de la segura ruta, apreté el paso ya que de ese punto todavía nos quedaban más de cuarenta kilómetros, mas o menos.
Y ya en el parabrisas se veían posadas, algunas gotas de lluvia.
Aunque la lluvia (más que lluvia, un verdadero diluvio) nos encontró a medio camino, pudimos avanzar con bastante velocidad y cuando quisimos acordar, estábamos muy cerca de nuestro destino.
Mi mujer haciendo gala de su amor por la cocina, había preparado algunas exquisiteces que vendrían de perillas, si dado el estado del tiempo, no pudiésemos disfrutar del tradicional asado al aire libre, esto y lo que pudieran haber preparado los dueños de casa, incentivaba mi apetito.
Departiendo conversación con mi mujer y avanzando ahora mas despacio y con mucha precaución, ya que la lluvia no sólo arreciaba, sino que a causa de ésta, el camino ya estaba intransitable y lo atravesaban pequeños arroyos que en algunos tramos, volvían casi invisible el rumbo.
Estábamos a casi un kilómetro de la portera del establecimiento de nuestro destino; allí empezó nuestro pequeño infierno.
Decía que a unos cientos de metros de la entrada y haciendo bromas con mi compañera para ver quien se bajaría a abrir las porteras, en lo que había sido una pequeña alcantarilla, corría un arroyo de no pequeña dimensión y que llevaba una correntada de los mil demonios.
¡Menos mal! que gracias a que veníamos bastante despacio y los gritos de mi mujer conjuntado con mi humilde pericia; pudimos parar a escasos seis u ocho metros de aquella infernal correntada de agua.
Tuvimos que recular otros treinta o cuarenta metros sobre aquel lodazal, patinando y con el miedo de no caer en la banquina, ya eso, no sólo sería un desastre, sino que entrañaría un peligro para nuestros ya asustados esqueletos.
Buscando el mejor lugar de los pocos que se veían, estacioné y apagué el motor del vehículo.
Nos miramos con mi señora y tratamos de respirar profundamente para que los alterados nervios de ese desagradable episodio, volvieran a estacionarse en su lugar normal.
Luego de un buen rato de planteos, cavilaciones, risas y planes a seguir; decidimos cargar todo lo que pudiéramos y tratar de llegar, si podíamos cruzar aquel pequeño río, por un lugar que yo recordaba y que nos obligaría a remontar por la vera del curso de agua, hasta un pequeño puente un poco más elevado, que distaba medio kilómetro por dentro de un campo vecino. La maniobra no sería nada fácil, pero por allí no pasaría nadie a no ser en tractor o a caballo hasta que el camino estuviera transitable y a esto había que sumarle que ya aunque era temprano para ello y debido a la tormenta, la oscuridad avanzaba muy pronto y trataríamos de avanzar todo lo posible, antes que se cerrara la noche.
Así las cosas, cargamos todo lo que pudimos y nos acusábamos mutuamente de olvidarnos del teléfono celular.
La verdad que no era para nada divertido cargar seis o siete bártulos entre bolsos y paquetes, sumando a ello que no contábamos con ropa especial para cubrirnos del agua, que no amainaba sino que de a ratos arreciaba, ahora con la compañía de fuerte viento.
Sólo contábamos con camperas ambos y una pequeña lona que solía llevar junto al gato del auto y que no era impermeable, pero que algo nos cubriría.
A los pocos metros de adentrarnos en el campo, ya estábamos bastante mojados y embarrados, sólo nos consolaba, el echo de llegar y allí los anfitriones de la casa, nos proveerían de calor y ropa para cambiarnos y poder disfrutar de las recientes anécdotas, sobre todo de nuestras peripecias, las que estábamos pasando.
Llegamos al puente bastante elevado que yo recordaba y que por suerte aun daba paso, luego de sortear un par de alambrados de campos vecinos; de vez en cuando con mi compañera de toda la vida, nos hacíamos muy malas bromas y nos reíamos de forma histérica de la situación, como una forma de paliar aquellos malos momentos, sin imaginarnos que todavía faltaba lo peor de ésta imborrable anécdota.
Fue a pocos metros de haber sorteado el puente que la vimos, debajo de unos matorrales y tapada por lo que me pareció una bolsa plástica abierta de un fertilizante, estaba estacionada una moto que aparentaba ser bastante grande y que suponíamos, que algún vecino la había dejado en ese lugar, luego de sufrir algún inconveniente con el motor del rodado o tal vez por la tormenta; vaya a saber.
A ésta altura de los acontecimientos, todo era aparente ya que la oscuridad, solo se veía interrumpida por los truenos y relámpagos que nos daban cierta visibilidad y que nos ponía los nervios y los pelos de punta.
De a ratos me reprochaba por no traer la linterna, que llevo a bordo del vehículo y mi señora repetía cada tanto que con gusto hubiera dejado por lo menos, la mitad de lo que acarreábamos. Por fin, ya veíamos a un centenar de metros la casa que estaba con iluminación, tal vez nos esperaban o tal vez no, aunque nos comunicamos por vía telefónica antes de nuestra partida.
A unos cuarenta metros antes de la casa de familia, había unos cobertizos y galpones y hacia allí nos dirigimos como para tomar resuello y escurrirnos un poco y a lo mejor dejábamos los bultos y luego los vendríamos a buscar.
La perspicacia de mi mujer, nos izo extrañar que no se oía el ladrido de los perros, ya que sabíamos de la existencia de por lo menos de tres de ellos y de una perrita de las falderas, que era la mimosa de la dueña de casa.
Bueno, allí nos sacudimos un poco y corrimos rumbo a la casa, estaba por gritar para anunciar nuestra presencia, cuando contra un bebedero, los vimos gracias a la luz de un relámpago; allí junto a un bebedero colocado al costado de un enorme árbol, los perros tirados en un pequeño charco, los tres, por supuesto que muertos, ya que los tocamos con nuestros pies y estaban ya duros.
Eso nos contrajo el corazón, ¿qué había pasado? ¡Cuántos pensamientos malos nos pasaron por nuestras mentes!
Abrasé con un movimiento reflejo a mi mujer y le sugerí volver debajo y al amparo del galpón.
Así lo hicimos y luego de un breve coloquio, decidimos que yo me acercaría sólo, para apersonarme a la casa y luego vendría a buscarla.
Me acerqué por un pequeño portón lateral de un cerco no muy alto y que rodeaba la casa resguardando el jardín de la misma y tomando un camino corto me dirigí a lo que recordaba como, la cocina.
A punto de encarar la puerta de la misma, sentí fuertes gritos con amenazas, eso puso freno a mis intenciones y me quedé un par de minutos escuchando y mirando hacia los galpones donde imaginé la figura de mi señora ya que no paraba de llover y la visibilidad era nula.
¿Qué hago? me dije y decidí mirar por la ventana más cercana y que era de donde provenían los gritos.
Menudo susto me llevé cuando vi a través de los vidrios y de una transparente cortina, a una persona parada de perfil y con una capucha o algo parecido en su cabeza.
Con sumo cuidado y una gran cuota de nervios y miedo, volví a hurgar hacia adentro, con sumo cuidado y allí, vi a la dueña de casa, sentada y atada a una silla de las de la cocina, ya que en ese ambiente, era donde se desarrollaba la imprevista escena.
Me corrí un poco y traté de escuchar a través de la ventana y tratando que el corazón no se me saliera del pecho...escuché:
_Le doy mi palabra, que si me dice donde está la plata, nos vamos y no los lastimamos para nada.
Sólo queremos el dinero que sabemos que guardan en la casa, fruto del remate y nos vamos.
O me lo dice o entonces sí, los matamos y prendemos fuego a la casa ¿me escuchó vieja de mierda?
Mi compañero es más nervioso que yo y no va a tener muchas contemplaciones con su marido, ya sabemos que sufre del corazón y que tiene guardado el dinero del remate de las vacas que vendió y que sabemos muy bien que no lo guardaron en el Banco todavía.
Yo voy a dar una vuelta y cuando vuelva si no me dice lo que queremos ¡¡ya sabe lo que les va a pasar!!
Se escuchaba muy claro todo lo que gritaba, sólo estaba el ruido de la lluvia que amortiguaba los pequeños ruegos de la señora que clamaba por la vida de su marido y que pedía que no les hagan daño.
Aseguraba que no tenían dicho dinero en la casa, pero que se lleven lo que quisieran, pero que no los lastimen.
De pronto me acordé de mi compañera y corrí hacia donde la había dejado; menos mal que me dio por volver, porque ella a lo que no escuchaba nada ni vio movimiento alguno, ya se venía rumbo a la casa.
Mas mojado que un pez y temblando como una hoja por lo mojado, por el frío y por lo asustado, le relaté en forma apurada las horribles novedades.
Allí nos desayunamos de la misteriosa moto que vimos cerca del puente y que dejaron tapada y media escondida para la huída.
Empezaron las cavilaciones ¿qué hacemos? nos preguntábamos mutuamente y las ideas se agolpaban sin solución.
El vecino mas cerca, distaba como tres o cuatro mil metros y para encontrar las casas con esa noche ¿y los perros?; todas las casas de campo tenían varios perros y de noche, los lindos canes eran asesinos. Estornudando ambos y como preámbulo de una pronta gripe, revisamos a nuestro alrededor y nos decidimos a esconder nuestros bártulos.
Quise dejar escondida a mi señora y yo tratar de volver hasta nuestro auto, donde siempre llevo linterna y un arma de grueso calibre, costumbre de mi época de remisero, ya teníamos decidido no dejar a ésta gente a merced de aquellos delincuentes.
Algo teníamos que hacer, pero en honor a la verdad, no se nos ocurría qué.
No sabíamos que es lo que podíamos hacer pero algo haríamos a pesar del miedo; menos mal que había parado algo la lluvia.
Como no hubo forma, de que mi señora se quedase escondida, mientras yo trataría de ir corriendo todo lo más ligero que me permitiera el barro, nos decidimos y partimos juntos hacia donde estaba nuestro vehículo.
En el camino, que lo hacíamos a los tropiezos y con varias caídas y revolcones y embarradas; nos decidimos a estropearles la moto y al llegar al punto, me aboqué a arrancarle el cable de la bujía y con el apuro, todo lo que se podía arrancar y romper.
Tomamos del vehículo lo que nos pareció necesario, arma, linterna y un encendedor; allí traté de convencer nuevamente a mi señora de que se quede, aunque en mi fuero intimo prefería que volviera conmigo.
¡Que falta teníamos de un teléfono! ¡Cómo deseábamos no haber venido!
Volvíamos haciendo mil planes, pero todo lo decidiríamos al llegar al lugar de los hechos.
Sonando varias veces nuestras fosas nasales y con una cansera del demonio, llegamos y nos sentamos un momento a tomar resuello y a tomar un poco de agua que bebimos de un tanque que recogía ésta, de la lluvia que en ese momento se decidió a caer con enorme furia.
Los truenos iluminaban la casa con holgura, aunque no se veía nada que no fuera lo que dejamos, incluido el triste panorama de los perritos.
Tal vez fue la vista de ellos, lo que nos animó (amamos los animales) y decidimos acercarnos a la casa a ver que veíamos y ahí actuar según lo que se nos presentara, miré a mi señora, la abraso y noto que tiene en sus manos un largo palo.
Quise esbozar una forzada sonrisa ya que conocía de lo que era capaz (mujer criada en el campo) y más cuando vi que en el extremo del palo brillaban los dientes de una orquilla.
Con el mayor sigilo y cuidado, entramos por el pequeño portón que yo había traspasado un rato antes, el que había dejado abierto y como miembros de un comando, mas que acercarnos a la pared, nos pegamos, rogando que los relámpagos no delataran nuestra presencia.
Le susurré a mi mujer que me acercaría a mirar a través de la ventana, que anteriormente me sirvió para interiorizarme de ésta terrible situación.
De pronto alguien prendió una luz exterior, sita en el porche de la cocina y que nos iluminaba totalmente y nos dejaba expuestos, nos corrimos precipitadamente hacia la parte oscura de la pared, donde unas bastante altas plantas de hortensias nos brindarían algún refugio y nos quedamos mas fríos de lo que ya estábamos.
Poniéndome delante de mi compañera, amartillé mi arma y la apunté hacia donde escuchamos que se abría una puerta, la de la cocina y por ella emergió junto con el sonido a muy alto volumen de un partido de fútbol que provenía de la televisión, la figura que antes había visto, amenazando y gritándole a la señora.
Se paró como tomando aire y a continuación, se sacó la capucha y parándose al borde del pequeño alero, se puso a orinar con dirección a la lluvia y dándonos la espalda, alguien oyó mis plegarias y no miró hacia donde estábamos nosotros y por lo tanto, no me vi obligado a dispararle.
Terminó su labor con un estruendoso escupitajo dirigido a la noche y dando media vuelta y de cara a la luz, se dispuso a colocarse el pasa montaña; ahí sí, que le vimos en forma arto clara la cara.
Cuando entró y cerró la puerta nos movimos de la incómoda posición y nos atropellamos, en decirnos quien era aquel sujeto que ambos reconocimos muy bien puesto que era el hijo de un vecino nuestro y que conocíamos desde muy niño.
Me arengó mi esposa a que deberíamos actuar pronto si aún estaban vivos nuestros conocidos y porque la lluvia arreciaba nuevamente y si no moríamos por la violencia de los copadores, igual lo haríamos por los efectos de la gripe que con seguridad, nos atraparía.
Me asomé nuevamente a la ventana y sólo vi a la señora atada y llorando, por lo menos estaba viva.
Le indiqué a mi compañera que fuera por la puerta del frente y golpeara con el mango de la orquilla, cuatro veces con mucha fuerza sobre la misma y corriera a ocultarse al reparo del galpón, donde dejamos nuestras cosas.
Que yo me introduciría por la cocina, ya que la puerta estaba entre abierta.
Le di la linterna y le sugerí que si no la llamaba en unos minutos, corriera asta el camino donde dejamos el auto y se dirija hasta la próxima entrada de chacra que encontrara y avise a la Policía.
Me costó convencerla pero al final, aceptó y se dirigió con decisión hacia la parte delantera a cumplir su parte y yo hacia la puerta de la cocina.
Entré no exento de miedo y me dirigí hacia la puerta que daba al comedor y que allí estaba la escalera que llevaba a la planta alta a donde se hallaban las habitaciones, no vi nada raro y me acerqué a la señora que había emitido una bastante fuerte exclamación cuando pasé por delante de ella y me miraba como si yo fuera un fantasma, muy mojado por cierto.
Superó su sorpresa y mientras la desataba o más bien cortaba sus ataduras que estaban hechas con cuerda de las que se usan para tender la ropa, sentí como cuatro cañonazos, eran los golpes de mi mujer sobre la puerta del frente.
Le indiqué a la señora que corriera hacia el galpón y que allí se encontraría con mi esposa; ella me advirtió que eran dos y que estaban con su esposo arriba y que tenía miedo de éste estuviera muerto o lastimado.
Acto seguido, la asustada señora, partió rauda hacia donde estaba mi amada esposa acompañada por sus miedos, que eran los míos.
Me escondí detrás de una cortina y esperé a que alguien bajara y rogaba que no se fijara en las huellas de agua, que había dejado en mi desplazamiento por el piso.
Escuché que bajaron el volumen del televisor o que lo apagaron y luego de un pequeño silencio, una voz le preguntó a otra: _Te digo que alguien golpeó la puerta de entrada, yo lo escuché clarito; anda a mirar que fue ese ruido.
Respondió la otra persona:
_Yo no escuché nada, igual voy a ver y de paso voy a desatar a la vieja, que venga a atender al marido de su descompostura y nos vamos.
Se ve que la plata se la llevaron los hijos y acá no hay mas de lo que encontramos, mira que dimos vuelta todo.
El otro le dijo:
_Bueno espérame y nos vamos, pero yo escuché que alguien golpeaba la puerta o tal vez confundí los truenos con el ruido de la televisión, de todas formas, algo juntamos y ellos no saben quienes somos y por lo menos, algo nos llevamos.
Acto seguido escuché que bajaban por la escalera y me escondí detrás de un placard, previendo que si abría disparos, éste me serviría de refugio.
Atravesaron el comedor y al entrar a la cocina, creo que quedaron realmente atónitos de lo que veían o mejor dicho de lo que no veían.
Escuché que era tan grande el desconcierto y las discusiones entre ellos que me animé a actuar y a continuación golpee con fuerza con la culata de mi arma en el placard y gritando a la vez a voz de cuello y con la mejor voz gruesa de barítono que pude y nombrando a uno de ellos del que recordaba su nombre y que habíamos identificado con mi mujer;
"Fulano y acompañante, es la Policía, están rodeados, dejen las armas y entréguense” a continuación, hice dos disparos con mi arma que sonaron como dos explosiones que retumbaron en toda la casa.
Sólo escuché como una atropellada, luego de un pequeño golpe y agazapado esperé por la represalia de los sujetos.
Luego de unos minutos escuché a la vez los gritos de las mujeres y del dueño de casa que provenían de la planta alta; allí sí ya no tomé ninguna precaución y salí como tromba rumbo a la cocina y como no vi a nadie, salté hacia fuera y vi con gran alivio que las mujeres, presas de una risa histérica me decían que los rapiñeros “salieron como alma que lleva el diablo” y se llevaron por delante todo, lo que se atravesó a su paso.
Todo eran lágrimas y alegría en lo que respecta a mi señora y yo; la otra dama tenía la urgencia de saber de su marido y todos nos dirigimos hacia la planta alta, de pasada y sobre la mesa vi un arma y la tomé, introduciéndola en un bolsillo.
Cuando llegué arriba y en uno de los dormitorios, las dos mujeres se dedicaban a desatar al dueño de casa que se reía llorando por la emoción y todos lloramos en un cuadro “maquiavélico”al darnos cuenta que nadie estaba lastimado.
Luego de cerrar las puertas con llave por dentro y contarnos todo en forma atropellada y mientras las mujeres preparaban café o té que lo tomaríamos con una buena dosis de aspirinas, por lo menos los integrantes de nuestro matrimonio, era hora de llamar a la Policía y aportar con todo lujo de detalles los datos de los tránsfugas, por suerte el teléfono funcionaba.
Las dos aves que fugaron, habían sido compañeros del liceo de los hijos del matrimonio dueño de casa. No hacía mucho tiempo, en una fiesta de cumpleaños de uno de los hijos, éstos (los ladrones) asistieron con muchos otros invitados y allí se habían enterado de la venta de ganado que se llevaría a cabo la semana que pasó, incluso sabían de la visita a la casa de su hermana, este fin de semana.
Esa noche pasó volando y nos contamos todo, con algún que otro estornudo que esperábamos no sea el preámbulo de una gripe.
Sentados al calor de la estufa, luego de comer opíparamente y con alguna bebida espirituosa a mano, los varones y las mujeres, tratamos de arreglar todo aquel tiradero de cosas que se originó horas antes, le conté a nuestro anfitrión el episodio de la moto y la risa que ahora ya salía sin nervios, fue estruendosa.
Avisados los hijos en forma suave, el padre tuvo que apelar a su talento disuasorio a fin de que éstos, no se vinieran de la casa de su hermana y que terminen de disfrutar por lo menos el fin de semana.
Ya aclarando el nuevo día, nos avisó la Policía que los autores del copamiento y del terrible susto, estaban presos y que se los veía como muy asustados ya que abrían confesado todo y en detalles y que aseguraban que nunca tuvieron intenciones, de lastimar a nadie y que solo se atrevieron a perpetuar lo echo, pensando en obtener dinero fácil; ya en horas de la mañana, el Juez daría cuenta de ellos.
“No siempre los amigos de los hijos, son amigos de los padres” |