Cosa negra la m... |
Sólo
se escuchaban, los ladridos y algún aullido de los perros a esa hora de
la madrugada, en aquel apartado barrio de la periferia de una Ciudad que aún
dormía, sus virtudes y sus miserias. Había
momentos en que el carrito que empujaba, lo arrastraba a él, en alguna
calle de bajada. Ya
iba con rumbo a su vivienda, si se le podía llamar vivienda, donde moraba
con su familia. Pequeña
choza construida con costaneras, alguna madera “extraída” de algún
lado y con techo de chapas de cartón y algunas de zinc a las que se le
taparon los múltiples agujeros con remiendos de asfalto y lana de vidrio,
por lo menos adentro, no se llovía. Dentro
de aquella precaria vivienda, donde vivía ésta familia, compuesta de una
Madre que trabajaba de doméstica en el centro de la Ciudad (varios años
con la misma familia de Patrones), dos adolescentes, una nena de catorce años
que estudiaba en un centro secundario que quedaba a unas quince cuadras de
distancia que aquella cubría montando una vieja bicicleta y el pequeño
hombrecito de la casa. Un
niño de doce años que concurría a una Escuela Pública a la que se
trasladaba por medio del transporte público y al que accedía todos los días,
junto con otros chicos del entorno, en un refugio-parada a dos cuadras de
distancia de su hogar. Allí
todo quedaba a cierta distancia, la urbe aún no se engullía aquella
apartada zona. Si
bien el niño concurría en el turno de la mañana a su sexto grado, su
Mamá lo acompañaba hasta la parada, donde ella tomaba a su vez el
transporte que la llevaba a su trabajo, del que retornaba a última hora
de la tarde, casi de noche. La
familia se organizaba de tal manera que todo funcionaba de tal forma que
se pareciera a lo que era, una familia que pese a su pobreza, quería
vivir la vida que les tocara vivir, con dignidad. Los
fines de semana todos juntos, disfrutaban al tener la oportunidad de comer
en familia. Cuando
Madre e hijo partían por la mañana, la chica se ocupaba de las pocas
tareas que dejaba sin hacer la autora de sus días, mientras su Padre dormía. Aquél,
se levantaba cerca del medio día y de ese modo Padre e hija almorzaban
juntos, luego ésta montaba en su biciclo y acudía a su estudio,
regresaba al caer la tarde, según las clases (materias) que tuviera en
cada jornada. El
Padre dedicaba las tardes a tratar de hacer más cómoda la vivienda y
luego de construir un baño bastante completo con la comodidad que le
permitía aquella precaria forma de vivir. Pensaba
con su mujer acceder algún día a su casa propia y para ello es que venían
ahorrando peso sobre peso. Luego
de construido el baño con gran pozo negro incluido, el hombre se había
abocado a cerrar cierto perímetro del terreno y aprovechar la buena
tierra que contenía aquel y formar una quinta que les surtiera de
verduras y hacer más liviano el presupuesto; aparte de disfrutar al comer
lo que plantaban. La
pobreza tenía cierta comodidad, dentro de la precaria casa; la que
constaba de varias reparticiones y que estaba forrada por dentro, de
manera muy prolija en sus paredes, con cartón muy duro que el jefe de
familia juntaba en su trabajo nocturno de “Cartonero”, lo que hacía a
la morada, un lugar bastante habitable a pesar de la precariedad de la
misma y si a ello se le suma la pulcritud y el orden que imperaba en el ámbito
familiar, casi se diría que la pobreza se llevaba de manera muy estoica
por los integrantes de dicho hogar. Era
lo que se dice, una pobreza digna. Enclavada
ésta vivienda a pocos metros de un alto muro que pertenecía a una fábrica
de baterías, la que luego de años de conflicto con sus empleados, entre
el que se contaba el ahora cartonero; de pronto los dueños desaparecieron
dejando a sus empleados prácticamente y sin práctica, el la calle, Largos
meses sin poder pagar la renta, obligó a ésta familia a tomar la decisión
de tomar una pequeña parcela que se decía que era propiedad de la misma
ex industria, junto a uno de los costados de la cerrada fábrica y
construir allí, un lugar donde vivir y poder criar a sus hijos; mientras
el conflicto laboral, que sin duda sería eterno, se dilucidaba en los ámbitos
de la justicia. Obtenían
la energía eléctrica y el agua, de las instalaciones del cerrado
establecimiento; al que curiosamente nadie cortó los mismos, o sea que
tomaban lo que consideraban de ellos aunque la palabra exacta era que
robaban aquellos servicios, por los que no pagaban. Así
transcurrieron dos largos años en que el hombre, luego buscar afanosa y
desesperadamente trabajo, solamente encontraba “changas” que duraban
poco, un día se decidió, luego de conversarlo con un ex compañero de
labores y que actualmente , por paradojas del destino, volvieron a serlo;
a tomar aquella función de juntar cartones que tiraban los comercios del
centro de la Ciudad por la noche y venderlos a un acopiador, que les
pagaba lo menos posible, pero al contado, todas las noches. De
esa manera y de forma metódica, noche a noche, sin tener ni una jornada
libre en todo el año, salvo los Domingos y excepciones, (había que
cuidar la plaza, el lugar) éste hombre se ganaba el sustento de forma
digna, como “cualquier hijo de vecino”. El
amigo y compañero de éste, había sufrido casi lo mismo con el cierre de
la antedicha fábrica y se había echo su vivienda, donde vivía con su
numerosa familia, mujer y cuatro hijos, del otro lado de la construcción
del abandonado establecimiento y casi con las mismas condiciones de aquél. Ambas
familias tenían una sana amistad de años y en ocasiones se juntaban para
pasar juntos, alguna jornada, cumpleaños, Navidad o Año Nuevo etc. Decíamos
que aquella madrugada donde aún la noche reinaba sobre el día, nuestro
personaje venía en compañía de su compañero
y amigo, ambos con su carro vacío, aunque siempre se traían
alguna cosa que la gente tiraba y que a ellos les podría servir. Siempre
al llegar a la bifurcación de una esquina, un par de cuadras antes de la
abandonada construcción, ambos hombres se despedían hasta la noche y
atravesaban un pequeño puente que atravesaba una cañada y cortaban
camino por unas pequeñas sendas de tierra que solo eran transitables
cuando no llovía, de lo contrario ambos seguían por la calle de cemento,
por el camino más largo. Aquel
pequeño paraje había estado destinado a ser un parque, cosa que nunca se
llevó a cabo. La
cañada atravesaba un pequeño monte que pese a que en invierno, varias
personas se abastecían de leña, estaba bastante sucio por efecto de que
el pasto, los yuyos, las ramas y los seres humanos desaprensivos del
entorno, arrojaban basura. Se
entretuvo un momento nuestro hombre a prender el “pucho”, que se le
había apagado y a esputar algo de aquel inacabable catarro que estaba
seguro lo llevaría antes de lo debido a conocer a “Mandinga”, allí
lo vio, no muy claro porque la luz de la calle no llegaba con suficiente
intensidad. Aquello
parecía ser un gran muñeco de los que se usaban para lucir en las
tiendas de ropa, o algo parecido. Se
acercó a aquello, saliendo del sendero y con la ayuda del encendedor, el
que se le apagaba de continuo por causa de la fuerte brisa que se
levantara y que traía olor a lluvia; pudo percibir que se trataba del
cuerpo de una niña. ¡Dios
mío! Pensó en voz alta y
mirando hacia el lugar donde hacía pocos minutos, se separara de su compañero,
solo vio las luces de un camión que solía pasar por la calle cercana muy
asiduamente y que ya era como parte del entorno por la regularidad,
siempre pasaba a las seis y cuarto de la mañana. Casi
por instinto se tocó entre sus ropas el “caronero”, aquel pequeño puñal
que lo acompañaba desde que ingresara en el gremio no reconocido de los
cartoneros (aquel adminículo-herramienta daba “status”) y con la poca
luz que aportaba el amanecer, debido a la tormenta, se agachó y se
cercioró de que efectivamente se trataba del cuerpo de una niña. Estaba
casi desnuda y semi tapada por una frazada de buena calidad, la que estaba
empapada de viscosa sangre ya bastante seca. Haciendo
un acto de constricción, la tocó en la cara y se dio cuenta que ésta,
estaba fría con el frío inconfundible de la Muerte. Sus
cabellos, algo largos y muy rubios (ahora el día casi había corrido a la
noche) estaban manchados con sangre algo seca y que se pegaran a parte de
su cara. ¡Que
horror! ¿Quién puede hacer
algo así, con aquella criatura que debía tener la edad de su hija? Se
dijo, dándose cuenta de que alguien, había tirado aquel cuerpo allí,
luego de ultimarlo. Su
cabeza empezó a pedirle a su corazón mucha mas sangre de lo normal y
solo atinó a tapar mejor con la frazada a aquel cuerpo muerto y salir
disparado a pedir ayuda a alguien, a avisar a la Policía. Debía
de llegar hasta su casa y darle la mala noticia de su hallazgo a su
Esposa, trataría de no asustarla con aquello tan triste y luego tomaría
la bicicleta de su hija para ir hasta un teléfono Público a llamar a las
autoridades. ¡Que
engorro, todo aquello y justo hoy que venía bastante cansado! ¿Porqué
pasaban esas cosas? ¿Quién
sería el hijo de “Puta” que ultimara de esa manera a la muchacha? Estaba
en camino rápidamente a su casa, empujando su carro casi con violencia,
cuando su paso se vio interrumpido por un automóvil que lo iluminaba con
sus faros y que sobre su techo, lucía una luz que giraba con
intermitencia, la Policía. Casi
con brutalidad, los ocupantes del mismo, bajaron y lo estaban apuntando
con sus armas y gritando órdenes que el asustado hombre tardó unos
segundos en comprender. <Las
manos en la cabeza y de rodillas>
<Rápido> Alguien
lo esposaba y luego le palparon su cuerpo en busca de alguna arma; allí
le encontraron el pequeño cuchillo. Se
sintieron varias sirenas de otros patrulleros que se acercaban a la
escena, también escuchó que alguien pedía a gritos una ambulancia, todo
sucedía a gran velocidad. Su
carrito quedó solo, como mudo testigo de aquella parafernalia que se
desató de pronto. Quiso
nuestro hombre balbucear alguna palabra, pero su voz quedó interrumpida
por un fuerte golpe que recibió en su rostro, más precisamente en su
boca, al tiempo que alguien le gritaba... <Cállate,
negro asesino o te matamos a palos> En
ese momento nuestro hombre sintió todo el peso de una raza, se sintió de
pronto como aturdido por aquélla anónima afirmación que lo persiguió
toda su vida, como una maldición. A
él y a toda su familia “Negro”, aquello le quemaba en sus vísceras. Sus
Padres habían sido negros y los Padres de éstos lo habían sido y los
ancestros de éstos, como los de su mujer, eran descendientes de esclavos
que fueron arrancados de sus tierras y traídos al “Nuevo Mundo”,
donde nunca se les dio oportunidad de poder superar ese síndrome que
heredaron de su raza, en minoría de las demás y por lo tanto
“maldita” en su destino. La
suerte siempre les resultó esquiva por ésta razón y por ello todo el
que quería agraviarlos, tenía un dicho a flor de labios “Cosa negra la
morcilla”, como si aquél alimento tuviera que ver en su color con su
raza. Vinieron
días de zozobra, palos, calabozo, falta de alimentos, noches sin poder
dormir por los largos y crueles interrogatorios, negación de poder avisar
a su familia donde estaba y sin tener siquiera la posibilidad de poderse
bañar o lavar y de esa forma poder mitigar en algo a su ego que se
encontraba bastante mancillado. Nadie
escuchaba sus verdades y querían que dijera lo que no era verdad, que se
culpara de aquél atroz crimen; él, que jamás tuvo un
antecedente de mala conducta, sólo era culpable de estar en el
lugar equivocado y en el momento menos oportuno. Y
de ser “Negro”, “Negro”, aquello lo golpeaba en su cerebro como un
sonsonete. Siempre
había escuchado del grito de Libertad de su raza, pero a él, que gritó
tanto en sus penurias por el dolor de las torturas, nadie lo escuchó,
nadie lo asistió y ni siquiera le asistió el derecho de que escuchen su
sagrada verdad. Supo
que a su compañero lo interrogaron y que luego lo liberaron a las pocas
horas, era de tez blanca, como toda su familia. Se
necesitaba un culpable y allí estaba él como si fuera el pavo de la
boda, al que le querían culpar del horrendo crimen. ¡Pobre
mi mujer y mis hijos, por la que deben de estar pasando! Esperaba
que éstos no creyeran en lo más mínimo, en lo que él se había visto
involucrado; si ello así aconteciera por un casual, la Muerte sería poca
cosa para lavar su honra y su inocencia. A
la salida del Juzgado, su suerte estaba echada ¡¡Culpable!! Cerró
fuerte sus ojos y solo pensó que una dama lo esperaba al cercano final
del camino; “Cosa negra la Muerte” { La Vida viste de mil colores, pero el negro es exclusivo de la Muerte} |
Juan
Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”
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