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Debiste poner en Río ese restorán |
Nuestro país no es ajeno al fenómeno de las profecías autocumplidas, y la del Carnaval de La Pedrera lo confirma. Las voces que anunciaban, uno o dos años atrás, el fin del sueño bucólico y pagano de la fiesta espontánea, y su inexorable transformación en caos, descontrol y chanchada tuvieron eco este año en la prensa y en las autoridades.
La máquina infernal de las catástrofes esperadas no le hace asco a nada, pero prefiere lo seguro: un clásico, un festival de música, un carnaval autoconvocado en algún balneario de moda. Son lugares que siempre garpan: basta anunciar que se teme un desbunde para confirmar, horas más tarde, que el desbunde llegó. Es fácil, porque a la hora de demostrarlo siempre se puede contar con la colaboración de alguna vecina indignada o con las pruebas irrefutables consistentes en borrachos en las cunetas y jardines llenos de botellas vacías.
Pero hay algo más peligroso, a mi entender, que la solidaridad nefasta entre la fábrica inmoral de escándalos encarnada por los medios masivos de comunicación (especialmente la tele, por supuesto) y la paranoia siempre excitada de las fuerzas del orden, incapaces de controlar algo que las excede por todos lados. Hay algo más peligroso -y sobre todo, más peligroso a largo plazo- que el obsceno franeleo entre policías y periodistas de policiales. Hay algo que queda siempre oculto detrás de los desórdenes puntuales, y es la naturaleza misma, no de la fiesta, sino de la convocatoria masiva a salir de farra o buscarse la vida.
El espíritu que alienta detrás de la utopía del país reconciliado, económicamente confiable y en marcha hacia el desarrollo es el mismo que impulsa alegremente las energías sociales hacia el promisorio mundo del turismo y el consumo de bienes de confort. El milagro del turismo como motor de la economía y generador de empleo, del que tanto venimos oyendo hablar desde los noventa, no es otra cosa que el sueño tantas veces enunciado de nuestro Presidente de que los ricos vengan a pasarla bomba y los pobres corran a auxiliarlos a cambio de unos pesos que ayuden a parar la olla. Ese es el argumento que sirve para justificar la construcción del puente sobre la laguna Garzón, y fue el argumento con el que se cantaron las bondades de la criolla del Roosvelt y de la venta de terrenos del Estado en Rocha. Acá hay cosas lindísimas que los ricos están dispuestos a pagar, y ya se sabe que para que un rico sea feliz se necesitan diez o doce pobres que le hagan los mandados, le suenen los mocos y le sirvan la mesa.
Uno de los muchos reportes desde la previa del corso de La Pedrera decía que los vendedores ambulantes de espuma artificial se trasladaban desde Montevideo para vender un producto al que le ganan $ 45 por unidad (compran a $ 55 el pomo y lo venden a $ 100), porque calculan que pueden vender entre diez y doce fundas por fiesta. Considerando que cada funda trae doce pomos, una buena noche de venta de espuma le deja al vendedor algo así como $ 6.000, de los que tendrá que descontar los gastos de traslado, alojamiento y alimentación. Si a las dos noches de corso en La Pedrera se le suman algunos otros carnavales y se tiene en cuenta que el mismo microempresario itinerante vende otras cosas en otras fiestas, están claras las cuentas que entusiasman al Presidente. Y eso si hablamos de emprendedores, porque también están los que lisa y llanamente (no todos pueden ser un pichón de Steve Jobs, a fin de cuentas) se desloman en el servicio doméstico, o aprimorando jardines, o levantando paredes, y en ellos también estamos pensando cuando nos apuramos a estimular el turismo.
Una columna que tuvo bastante repercusión en los últimos días afirma que "la cultura lumpen no tiene clase social" (Álvaro Aunchain en el blog Políticamente incorrecto, alojado en Montevideo Portal), una sentencia casi tautológica pero no por eso menos acertada. Es rigurosamente cierto: el comportamiento lumpen atraviesa el espectro social y hace estragos entre planchas a la salida de un baile o entre nenes chetos que celebran el fin de cursos en un colegio carísimo. Pero esa verdad absoluta pasa por sobre otra, que nadie parece querer ver: la conducta lumpen, o la lumpenización imparable de nuestra sociedad, no es ajena al desarrollo hipertrófico del capitalismo de mercado, ni a la locura consumista desatada para mantenerlo en movimiento.
Es estúpido o cínico jugar a que un enorme desarrollo turístico no tiene como correlato oscuro el aumento de la prostitución (sí, incluida la prostitución infantil, y lo menciono porque sé que más de un buenoide que finge demencia ante la pobreza está dispuesto a rasgarse las vestiduras cada vez que se descubre que una madre prostituye a su hija), de la explotación y de la delincuencia. Es de una idiotez y de una hipocresía asombrosas jugar a escandalizarse por el descontrol en La Pedrera y celebrar, una milésima de segundo después, el importante desarrollo que está teniendo el carnaval en Melo, que para este año espera la presencia de rimbombantes figuras como Zaira Nara, Victoria Saravia y Claudia Fernández.
No es verdad que el relajete en La Pedrera tiene que ver con que el carnaval es autoconvocado, a diferencia de otros que son organizados por las intendencias o por instituciones respetables. En todo caso, la falta de una institución que esponsoree o cargue con la organización lo único que hace es dificultar la tarea de canalizar las quejas, pero la verdad de la milanesa es que La Pedrera se llenó de gente porque está de moda, como hace un par de años estuvo de moda La Paloma, y después La Aguada, y mañana quién sabe.
Y estar de moda no es trivial. En estos tiempos de cultura lumpen, ir como un rebaño de alucinados detrás de la fiesta de moda es el acto primero y principal, el axioma número uno en el decálogo de alegrías rituales y obligatorias, y es tan ciegamente obedecido en carnaval como en la noche de la nostalgia o el fin de semana de los descuentos.
Este año le tocó a La Pedrera, y los restaurateurs locales se vieron forzados a anunciar que cerrarían sus negocios (¡a las doce de la noche!) para no ser parte del descontrol que mantenía en vilo a docenas de periodistas a la espera de catástrofes. Un rato antes, vecinos y comerciantes establecidos habían quemado cubiertas (las formas de protesta en la cultura lumpen tampoco entienden de clases sociales) para reclamar que alguien interviniera, porque no les gusta que el patio se les llene de gente indeseable y que gasta poco.
Es posible que a esta altura algún apresurado esté pensando que lo que escribo es un alegato contra la alegría o contra el derecho a buscarse la vida que cualquiera puede tener. Pues no es así. No pretendo quitarle a nadie su derecho a divertirse o a ganar un peso extra. Pero reclamo el derecho a exigir un proyecto social y político más responsable, más riguroso, más respetuoso de la inteligencia y más exigente a la hora de imaginar y estimular el desarrollo económico. Reclamo el derecho a hablar del costo social del desarrollo, y el derecho a exigir que ese costo sea parte del discurso público.
Y si no, que por lo menos, a la hora de limpiar los vómitos, llorar los muertos o descubrir las chanchadas que trajo la fiesta no se llenen de palabras huecas como organización, seguridad y servicios. A menos que crean de verdad que una ecuación de ricos que se divierten y pobres que los imitan o les limpian los mocos puede ser deseable si está mejor organizada.
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Soledad
Platero
soledadplaterop@gmail.com
Publicado, originalmente, en uy.press el 21 de febrero de 2012
uy.press -
http://www.uypress.net/index_1.html
Link de la nota:
http://www.uypress.net/uc_25181_1.html
Autorizado por la autora - En Letras-Uruguay desde el 16 de abril del 2012
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