La primera edición española de "Hamlet"
Armando D. Pirotto

La "Comedia Nacional" anuncia la representación del "Hamlet" de Shakespeare.

 

La puesta en escena de la tragedia más famosa de este altísimo poeta, que "con Hornero, Esquilo, Job, Daniel, forma —como se ha dicho— el grupo de los primogénitos del espíritu humano", presta oportunidad a la evocación de quien fue el primero en revelarla al público de habla castellana.

 

Corrían los años finales del siglo XVIII. El nombre de Shakespeare era virtualmente ignorado en España, donde, por ese entonces, "resultaba rarísimo encontrar un ingenio que supiese inglés", (Menéndez y Pelayo).

 

Concibió el designio de traducir "Hamlet", la obra "más a propósito para dar una idea del mérito poético de Shakespeare", don Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), vate galardonado y comediógrafo, cuyas piezas "El viejo y la niña" y "El café", le habían granjeado lisonjera fama. Protegido por el omnipotente valido Godoy, realizaba Moratín en el turbulento año de 1792, un moroso viaje de estudios por Francia. Testigo involuntario y horrorizado, de sucesos tan siniestros cual las matanzas de setiembre y el asalto de las fullerías, modificó su itinerario, y pasó a Inglaterra, en la que el recién instaurado gobierno de William Pitt inauguraba una etapa de esplendor. En los meses de su prolongada estadía en las márgenes del Támesis, perfeccionó su conocimiento del idioma inglés y empezó a poner en español el drama del Príncipe de Dinamarca.

 

El fruto de su prolija labor vio la luz en 1798, en la imprenta matritense de Villalpando. Figuraba en la portada como intérprete Inarco Celenio, bucólico seudónimo usado por Moratín, en su carácter de "pastor" de la Academia romana de los Arcades.

 

Es ésta, a nuestro juicio, la primera versión castellana, pues otra anterior, mencionada por varias bibliografías y catálogos, no debe ser considerada como tal. Nos referimos a la que en 1772 publicó el donoso creador de los sainetes, don Ramón de la Cruz. Ella no es más que un calco de la execrable "traducción" perpetrada por el francés Ducis, quien se permitió interpolar y mutilar el texto a su capricho. Baste decir, para probar la impudencia de este "remaniément", que el telón final caía mientras Hamlet y Ofelia celebraban alborozados su boda.

William Shakespeare

Portada de la primera traducción española de "Hamlet"

Se han formulado duras críticas a Moratín, en razón del juicio y las censuras emitidas sobre la obra del "cisne de Stratford" en el prólogo y notas ilustrativas de la edición. Y se ha traído a colación la cantilena del atraso de España en aquella centuria. Por nuestra parte juzgamos que Moratín, y los críticos peninsulares coetáneos, lo valoraron más ecuánimemente que los exégetas de otras naciones.

 

El astro de Shakespeare escaló lentamente su posición cenital.

Troquelando un barbarismo elocuente, Emerson ha podido afirmar que el mundo está "shakespearisado". Mas esto no ocurría en el siglo de las luces. Aun en la patria del genio, la mayoría de las obras permanecían cubiertas por las penumbras del olvido o debían ser modificadas burdamente, por irrespetuosos cómicos, para mantenerse en vigencia. Ya en la generación siguiente al poeta, Davenant había convertido en ópera "La Tempestad". Y las creaciones del insigne dramaturgo, estaban, de hecho, relegadas al repertorio de los actores de provincia.

La Corte, que dictaba las pautas del buen gusto, lo había proscripto. Jorge I jamás accedió a oír la recitación ni de un breve trozo. Jorge II confesaba no poder aguantar la lectura de Shakespeare, a quien motejaba de "tipo ampuloso" (He was such a bombast fellow!). Su homónimo y sucesor en el solio tampoco toleraba el "triste galimatías" del bardo: (What! is there not sad stuff? what! whatl).

 

No nos ilusionemos esperando hallar mayor comprensión en las esferas cultas: Faber le niega "talento trágico y talento cómico"; Green le disputa la originalidad: "Es un cuervo vestido con plumas ajenas"; Pope, el insigne traductor de Hornero, se siente indignado por el orgullo de Shakespeare: "mula que no trae nada y escucha el sonar de sus cascabeles". Shaftesbury lo califica de "grosero y bárbaro", en tanto que Goldsmith lo declara "insufrible". Y cuando, al fin, se inicia una tímida reacción, el mismo Garrick lo recita en Drury Lane, con irreverentes supresiones y cambios.

 

No era distinto lo que acaecía en Francia en el auge del clasicismo.

La literatura, tiranizada por un sistema de vigencias plenamente establecidas, terminaba en el dominio de la inspiración transpersonal y —como lo señala Julián Marías— "sólo podía afirmarse a costa de esenciales amputaciones, de la eliminación de lo circunstancial y más personal y de una tendencia a la esquematizaron".

 

En el teatro, especialmente, el neoclasicismo tenía por axiomas las tres unidades. "Un solo hecho, cumplido en un lugar y en un día tenga lleno el teatro hasta el fin", preceptuaba Boileau, el "pontífice" de "L'art poétique". Shakespeare —al igual que Calderón, Lope de Vega y Tirso de Molina— había hecho caso omiso de estas reglas erróneamente llamadas aristotélicas, así como de otros cánones arbitrarios. Por eso había sido desdeñado. Su resurgimiento iba a llegar con el romanticismo germánico.

 

El juicio de los pocos franceses conocedores de su obra distaba de ser elogioso. Voltaire —quien le había demostrado inicialmente cierta benevolencia— escribía al publicarse la traducción con prólogo laudatorio de Letourneur: "¿Leyó Ud. los volúmenes de ese miserable? (se refiere al traductor). Sacrifica todos los franceses, sin excepción, a su ídolo (Shakespeare) como otrora se sacrificaban cerdos a Ceres. No se digna mencionar a Corneille ni a Racine... Hay ya dos tomos impresos de ese Shakespeare que se tomarían por piezas para las ferias que se efectuaban dos siglos atrás. Vendrán todavía cinco volúmenes. No hay en Francia bastantes bonetes con orejas de asno ni picotas para semejante patán. La sangre hierve en mis venas hablando de él. Lo más espantoso, es que el monstruo tiene un partido en Francia y para colmo de calamidad y horror, soy yo el primero que señalé a los franceses algunas perlas que había encontrado en su vasto estercolero". Reparemos que —tal como lo indica Víctor Hugo— en la carta de Voltaire "monstruo" es anfibológico: "La sintaxis se lo adjudica a Letourneur, pero el odio se lo aplica a Shakespeare".

 

Ocioso sería extendernos en la relación de estos juicios adversos, dictados por la incomprensión, para poner de manifiesto, cabalmente, lo que representó la actitud de Moratín. La realización de la versión ya implicaba un homenaje. A pesar de su inconmovible doctrina neoclásica, el intérprete declara que "le anima el deseo de presentar al público español una de las mejores piezas del más celebrado trágico inglés".

 

Refiriéndose al epíteto de Maestro, con que algunos espíritus sagaces empezaban a mencionar al genial británico, asevera que "cualquier título que le quieran dar podrá convenirle; pero el de Maestro no". Aclara su pensamiento explicando "que el talento no se aprende; se adquiere sólo el modo de usar el talento y no es apto para enseñar a los demás el que sobresalió únicamente en aquello que no se puede aprender".

Una conocida escena de "Hamlet", según un antiguo grabado

Fiel devoto de Boileau, le reprocha "que su feroz Melpómene haya inundado el teatro de sangre; multiplicando los espectáculos horribles de entierros, sepulcros y calaveras", y convocando "las almas indignadas de los difuntos".

 

Superfluo es añadir que le incrimina la trasgresión de las acatadas unidades: "el lugar de la escena alterado continuamente, sin verosimilitud, ni utilidad y la unidad de tiempo, ninguna o pocas veces observada". En las acciones, que frecuentemente se entremezclan, señala "situaciones, episodios inoportunos e inconexos: el objeto principal confundido con los accesorios".

 

En cuanto al lenguaje, le choca encontrar "en medio de las pasiones trágicas, mezcladas chocarrerías vulgares y bambochadas ridículas de entremés".

 

Todo esto hace de la tragedia, por "las bellezas admirables que en ella se advierten y los defectos que manchan y oscurecen sus perfecciones, un todo extraordinario y monstruoso: compuesto de partes tan diferentes entre si, por su calidad y mérito, que difícilmente se hallarán reunidas en otra composición dramática".

 

Pero, frente a estas censuras —tributo pagado a las ideas imperantes en su época— Moratín, hombre de teatro al fin, no permanece en la obstinada negativa de la mayoría de sus contemporáneos. En la obra que ha traducido encuentra méritos insignes, lo que le redime de su miopía en otros aspectos. "Admirable ingenio —llama a Shakespeare— que en muchos pasajes expresa con acierto las pasiones y defectos humanos, describe y pinta los objetos de la naturaleza o reflexiona melancólico con profunda y sólida filosofía".

 

Reconoce que "su genio observador, su entendimiento despejado y robusto, su exquisita sensibilidad, su fantasía fecundísima, llenaron de bellezas plausibles aquellas mismas obras en que tantos errores abundan; bellezas originales, por que él de nadie imitó; bellezas de todos géneros, por que a todos se atrevió con igual osadía".

Encarece su maestría en la pintura de los caracteres y defectos humanos: "La ambición del mando, los horrores de la tiranía, el entusiasmo de libertad, la lisonja, infame compañera del poder, la ingratitud, el orgullo, la ternura filial, la fe conyugal, la pasión terrible de los celos, la virtud infeliz, las discordias civiles, el trastorno de los grandes imperios, los castigos de la Providencia; todo en su pluma recibió forma y vida. Cuando acierta en la pintura de un carácter se reconoce la robusta mano de aquel artífice que no nació para imitar; cuando acierta con una situación patética, no hiere levemente los ánimos de la multitud; la suspende, la enajena, conturba el corazón, inunda los ojos en lágrimas. Trató muchas veces los puntos más delicados de política y de moral con gran inteligencia, dando lecciones a los hombres en el teatro, que no las oyeron más útiles en la Academia o en el Pórtico". Luego agrega: "Llenó sus dramas de interés, movimiento, variedad y pompa, vertiendo en ellos todas las gracias del lenguaje, versificación y estilo".

 

Basta lo consignado precedentemente para patentizar como Moratín, si bien no justipreció los valores del soberano vate, estimó sus méritos con mayor intuición que los críticos de la etapa pre-romántica.

 

La traducción es fiel, a pesar de que no logre dar idea de la brillantez de las imágenes. Y aunque atento a su realizador, resulte innecesario decirlo, indicaremos él casticismo de su lenguaje. Ahora bien, tengamos presente la opinión de Gide —responsable de una versión de "Hamlet"— para saber lo que un trabajo de esa índole representa: "No es posible — afirma— imaginar texto más alambicado, más retorcido y lleno de ambigüedades, de cepos y de trampas..."

 

La edición que comentamos, va acompañada de notas en las cuales señala aciertos y errores, principalmente anacronismo, diseminados, según es notorio en toda la obra de Shakespeare. Ellos no repugnaban al autor ni a los espectadores de antaño, como no nos choca a nosotros ver vestidos con fausto renacentista a los personajes que Pablo el Veronés pintó en las Bodas de Canaam.

 

Un garrafal desacierto, empero, dio pábulo a los enemigos de Moratín para ponerlo es solfa: Hamlet dice —verso 307— que el Eterno ha fijado "his canon 'gainst self-sluaghter". El español traduce que "el Todopoderoso asesta el cañón contra el homicida de sí mismo" y expresa en una nota su extrañeza por esa referencia a un arma desconocida en tiempos de Hamlet, que, además, sorprende encontrar en el arsenal divino. La verdad es que esto se debió traducir por canon, en el sentido de regla o precepto.

"Hamlet y Gertrudis": Talma y Mme. Duchenois, en "La tragedia de Hamlet", adaptación del drama de Shakespeare por Ducis.

Otros siguieron luego con variada fortuna el ejemplo de Moratín. Entre ellos recordaremos a José M. de Carnerero (1825); Pablo Avecilla (1856); Carlos Coello (1856); G. Mac Pherson (1873); Jaime Clarck (1874); F. González Llana (1903); Pompeyo Gener (1912); Gregorio Martínez Sierra (1918); Celso García Morán y Luis Astrana Marín (1924); G. J. de Salterain Herrera (1927) e I. Vilariño(1952).

 

Se podrá disentir sobre si alguna de esas versiones superó a la del autor de "La Mojigata"; lo que no puede discutirse es que la edición de 1798, fue la más temprana ofrenda a la memoria del insigne bardo, creador de un mundo en que se reflejaban todas las fases de la existencia y al que nadie niega esa gloria que parece realizar en algunos pocos seres —al decir de Rodó— la promesa tentadora del Paraíso: "Seréis como dioses".

 

Armando D. PIROTTO (Especial para EL DÍA)
Suplemento dominical “Huecograbado” de El Día s/f

 

Esto que acaba de leer fue recopilado por mi en diarios de la época, obtenido en un archivo particular, en el año 1981. Fue procesado digitalizandolo para poder editarlo en Letras Uruguay, en sus inicios, año 2003.

 

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