Un
gran escritor americano, Emerson, dice que todo hombre que ha elevado su
espíritu a la región de las ideas absolutas, bañando su inteligencia en
las ondas de la luz divina, no puede descender hasta la miseria de la
vida vulgar sin que le asedie y domine la constante nostalgia de aquella
belleza eterna con la cual durante un momento estuvo en contacto. En un
momento cruel de su existencia —y eso aconteció tempranamente, cuando
comenzaba la ruda lucha del escritor consciente de su propio valer—.
Henrik Ibsen hubo de padecer las injusticias de los hombres y soportar
la amargura que apareja su incomprensión. Luchando como un endemoniado
para hacer visible su luz interior, lanzaba sus primeras concepciones a
la consideración de la crítica sabia de Noruega y Dinamarca; pero la
sabia crítica, obstinadamente, se resistía a admitir un pensamiento que
no aparecía definido y que, por lo contrario, se dispersaba en buscas y
tanteos por sendas intransitables y un si es no es fantasmagóricas. En
vez, otro escritor joven, sin mayores luchas y esfuerzos, de un solo
golpe, con la publicación de su Synnoeve había conquistado la nombradía.
— Bjoernstjerne Bjoernson era reputado tal que un astro de primera
magnitud y preferido a Ibsen; en Dinamarca sobre todo, según nos lo
recuerda Brandes, se le consideraba como el más grande hombre de Noruega
y un poco como el anunciador de una nueva era literaria. En lo más
íntimo de su entraña sufrió el pospuesto este fallo que iba afirmándose
con el correr del tiempo, y entonces, aislándose más y más —ya era,
ideológicamente, un solitario—, dio en reflexionar sobre ese terrible
malentendido que parece existir, desde toda la profundidad del tiempo,
entre el hombre y la vida. Filósofo antes que nada (es extraordinario
que aún haya muchos estudiosos graves que le nieguen esta
característica), alguna vez en sus hondas meditaciones subió a la esfera
de las ideas absolutas, y allí, en un momento milagroso de comprensión
intuitiva, vislumbró la ley suprema que rige la vida del ser humano
sobre la tierra. Acaso la percepción no fue todo lo precisa que un
curioso investigador, uno de esos sabios de ciencia experimental que nos
ha traído la nueva filosofía, desearía para fundamentar su verdad —que
en las regiones de la abstracción, como en los sueños de nuestra vida
fisiológica, las imágenes, las concepciones y los principios se
envuelven en tinieblas para disimular sus formas, hacer impreciso su
contorno y apagar su realidad en flotantes vagarosidades—; pero un
destello de la suprema conciencia, una lumbrarada vertiginosa de la
verdad, llegó a vestir al meditabundo. Desde entonces, vuelto a su celda
de estudioso, confundido otra vez con la muchedumbre de hormigas humanas
que se ajetrean en su ciudad, teniendo ante sí la prosa del vivir
cuotidiano, experimentó como un mal interior, quemante y continuo,
aquella nostalgia de que nos habla Emerson. Y, a la vez, sonámbulo
espectral sobre la tierra irredenta, triste desterrado de aquella patria
celeste donde concibió su primera idea de salvación, se empeñó en
traducir al vulgar idioma, para sus hermanos, la verdad revelada.
Va el hombre por el surco de la vida a tropezones, cayendo aquí,
alzándose maltrecho tras la caída para reemprender su marcha, chocando
más allá contra insalvable obstáculo, porfiando a veces por vencerlo, a
veces también dejándose caer desanimado al borde del camino. Y ninguno
acierta con la razón de su dolor o de su fracaso. A éste, le domina una
tara de su propio organismo; a aquél le atarazan los prejuicios del
mundo. Al uno le rige una extraña voluntad; al otro la fuerza misteriosa
que le viene de sus antepasados; a otros y otros más, una ley, un vicio,
una costumbre, una envidia o el aplauso, la maldad o el éxito, un
miraje, una ambición, una desesperanza, un arrebato rojo. Y el hombre
tropieza y cae; mas no sabe por qué ha caído; — y el hombre triunfa y
pone la mano sobre una conquista, que a veces le disminuye, y no sabe
por qué ha triunfado. Ciegos para todo lo que no sea la realidad
inmediata, el logro de un deseo mezquino, el hombre no alcanza la
finalidad para la cual ha sido creado porque se desconoce a sí mismo.
Ignora su personalidad. Ve la vida y no sabe imponer su yo. Es esclavo
porque no tiene conciencia de sí mismo. Es un mero animal, como
cualquiera de los de la escala zoológica, que come, duerme, ama
físicamente, algunas veces sueña, y vuelve, con el nuevo sol, a comer y
a dormir, y a repetir los mismos gestos del día anterior, los mismos
actos de todos los días y de todos los años, hasta que al cabo, vencido
su plazo, sin fuerzas, maltrecho, viejo, sin haber realizado un gran
acto definitivo y liberador, se acuesta en el surco, que ha ahondado con
su dolor, para dormir definitivamente el último sueño. El ser humano no
se ha encontrado, y debido a ello no ha sido feliz sobre la tierra.
Alrededor de este pensamiento ha girado sin segundo la especulación
espiritual de Henrik Ibsen.
Todas las proyecciones, que, lo mismo que tentáculos de un pulpo, de él
se han desprendido, para hacernos ver la abulia del uno, la cobardía del
otro, el egoísmo, el arrebato, la locura del de más allá, o la necedad,
la imprudencia, la impotente aspiración o el vuelo caudal de aquellos
otros, le han interesado vez a vez en el desarrollo de su labor, en los
vaivenes de su búsqueda; mas siempre, constantemente, de la entraña más
honda de sus grandes poemas dramáticos, se alza la preocupación
fundamental de su espíritu: lograr que el hombre sea dueño de sí mismo,
vale decir, de su destino, afirmando su personalidad ante la vida, para
disfrutarla plenamente, para gozarla intensamente.
A semejanza de los grandes genios revolucionarios —no existe revolución
social en las masas que antes no haya sido concebida en el crisol del
alma de un vidente o de un profeta—, Ibsen, cuyo pensamiento osado y
vagaroso refleja todo el universo, ve las cosas al través de un prisma
invariable, a pesar de la gradual evolución de sus ideas literarias.
Romántico primero —el idealismo está en la juventud tanto como en las
verdades primarias—; luego realista combativo —la verdad es la
afirmación de los seres fuertes y viriles—; más tarde neo-místico, y un
poco después todavía, soberbio simbolista, el dramaturgo más grande de
este fin de siglo ha explorado la nebulosa de las ideas abstrusas, que
preocupan a los racionalistas modernos, y por toda ella ha paseado la
luz de su cristal inquisitivo. A la vez, y diga lo que quiera Alberto
Woff, Ibsen se nos ha revelado un verdadero moralista, no un teórico de
sentencias ni un maestro de catecismos, sino un moralista práctico que
persigue un ideal esencialmente humano con la fe y el empuje de las
almas revolucionarias. Toda su obra de los últimos años, esa que se ha
dado en llamar "teatro de ideas", lleva el sello indeleble de una
predicación. Así como así, el gran problema de la libertad humana y el
de la fatalidad, el de la herencia psicológica y el más abstruso y
escondido del pesimismo que fatalmente emana de la propia vida —en
cuanto exégesis filosóficas—; la noción de la familia y de los derechos
de la mujer, la de la democracia y la libertad del individuo —en cuanto
investigaciones de orden sociológico—, no son cosas, evidentemente, que
entretengan y produzcan el singular deleite de las cosas meramente
artísticas en los espíritus hechos a las modalidades del teatro
contemporáneo —a los juegos y escarceos de Scribe y Pailleron, de Augier
y Sardou—. El mismo Alejandro Dumas (hijo), con su tendencia y piezas
"de especie de predicador laico o de maestro ex-cathedra, el dramaturgo
que en estos tiempos más obstinadamente se ha empeñado en tutelar la
institución de la familia —creyendo, como cree, y así lo ha expresado en
La famille moderne, que el mal no tiene remedio, que el sentimiento
familiar se disgrega y que así como el hombre, respondiendo a la ley de
evolución, se libertó de los lazos de la inteligencia, en breve se
libertará de los del corazón, para ser "individuo", nada más, en medio
de la sociedad—; Alejandro Dumas, digo, no vale como moralista lo que el
eximio creador de Brand: que no es dado confundir al que sólo ve lo
exterior del problema con el que va a hurgar en su entraña misma, a fin
de arrancarle su verdad. Ibsen, a quien se ha negado visión filosófica,
sin duda porque se tiene por filosofía el "¡mátala!" de La femme de
Claude, es único en el atrevimiento y la decisión con que plantea el
problema moral y lo resuelve en contra de la moral establecida. Tiende
tan alto el vuelo, que sus concepciones nos angustian y desorientan. El
portazo con que Nora sale al final de su terrible drama conyugal tiene
que resonar en todas las conciencias, aun las más sojuzgadas por
prejuicios seculares, como un llamado a la justicia inmanente.
Pobres visionarios sujetos al yugo mezquino de la vida, los hombres de
esta edad se agitan inquietos, cansados, sin sensaciones, ora en busca
de las verdades de orden teológico, ora en procura de la fuente que ha
de refrescar sus abrasados labios con el límpido raudal del misticismo;
pero, incapaces de una resolución, faltos de fe en la virtud de la
energía propia, incapaces de desligarse de los lazos del prejuicio y la
tradición, no saben construirse su verdad, ni se atreven a soñar
siquiera un ideal distinto de regeneración. Entonces aparece allá en el
Norte, en las regiones húmedas y frías de los países sin sol, un hombre
extraordinario, especie de Mesías bifronte que tuviera la combatividad y
heroísmo de Sigfrido y el carácter de redentor de Parsifal. De sus
labios puros brota una moral límpida como chorro de fuente; y al propio
tiempo, del fanal de sus ojos, encendidos tras los cristales de aumento,
surgen rayos que rememoran las cóleras de Isaías. Habla a su pueblo,
habla a la humanidad con la palabra de los pastores profetas,
sencillamente, narrándole historias retoñadas en símbolos, como aquéllos
exornaban las suyas de parábolas para urgir a las inteligencias en la
comprensión. El hombre servil, el pueblo fariseo, se ríe de este hijo
luminoso de la Sabiduría, y rasga su manto, y para agraviarle más, le
arroja el lodo de la calle, su lodo, al rostro. No importa. El
visionario, el que tiene fe en la persistencia de la gota de agua que
cae, continúa impertérrito su prédica, rasgado el manto y enlodada la
faz, en medio de sus discípulos, entre sus escogidos, narrando a los
hombres de buena voluntad las visiones de su alma sonámbula. Aspira a la
redención del hombre. Sueña con el hombre perfecto, integral. Quiere
despertar en él la luz que le iluminará, que le hará fuerte, animoso,
dueño de su destino. Y para ilustrar su pensamiento —tal como a los
niños se les enriquece el texto con policromadas estampas— narra el
predicador la historia extraordinaria de aquel Peer Gynt, abúlico y
anodino, insignificante y fracasado, que ni siquiera va al Infierno
porque ni siquiera fue malo.
¿Quién es ese Peer Gynt? Los hombres impresionistas y los doctos que se
documentan en los textos venerables, dicen que es un fantasma nebuloso,
un tipo de concepción arbitraria, creado por la fantasía nórdica, algo
así como esos seres míticos y esos personajes rudimentarios de los Sagas
y de los poemas gaélicos de Ossián. Ser sin realidad alguna,
completamente artificioso, no traduce más que el capricho de una
imaginación incoherente y desorbitada. ¡Error manifiesto! ¡Protervo
error, que denuncia la más triste incomprensión! Peer Gynt es el poema
de la humanidad; su protagonista es el hombre, el hombre total, todos
los hombres en uno. Claro está que acostumbrados a ver o examinar a los
hombres aisladamente, conocemos al hombre-sensual, al hombre-ambicioso,
al hombre-sabio, como conocemos a sus contrapuestos, al hombre-tímido,
al hombre-necio, al hombre-ignorante; pero, como también una tradición
milenaria nos ha adiestrado en la concepción única de cada tipo humano,
no conocemos ni concebimos el tipo múltiple, polimorfo, suma y compendio
de todos los bimanos que se pasean sobre la tierra: de ahí esa negación
de humanidad. No obstante; ¿qué ser más ampliamente, más universalmente
humano que Peer Gynt? Todas las virtudes del hombre, todos los vicios
del hombre están en él omnipresentes. Busca el Amor, y como es necio
—tal que los hombres—, roba la joven desposada a su marido para
satisfacer un capricho sensual, y tiembla ante una niña inocente que
lleva un libro de misa en la mano. Ama a su anciana madre y deja que su
alma caiga en el infierno por no saber hacer lo que debiera en tal
ocasión: le cuenta un cuento absurdo en vez de ir a buscar el cura. Va a
América, trabaja —en un comercio poco limpio, vendiendo esclavos—, y
cuando conquista la Fortuna, la pierde en África por no saber contener
su lengua. Es ambicioso, aspira a casarse con la hija del Rey de la
Montaña, la mujer vestida de verde. Es cobarde, a la vez, porque huye
cuando le dicen que para hacer posible ese matrimonio debe permitir que
le salten un ojo. Es sabio: la vista del desierto le inspira la idea de
un canal; pero es pueril al mismo tiempo: se entretiene pirueteando con
unos monos. Peer Gynt no sabe lo que busca, no sabe lo que quiere, no
sabe de dónde viene ni a dónde va: es un hombre. No se conoce siquiera a
sí mismo: es como todos los hombres.
Ahora, como Henrik Ibsen no ha pretendido ofrecernos tan sólo un
ser-símbolo, que diga y acometa todas las tonterías que cometen y dicen
por lo general los seres humanos, —con lo cual, en el fondo, sólo nos
hubiera dado una especulación realista—, sino que ha deseado, al propio
tiempo, aleccionarnos moralmente, en cada acción o gesto de su personaje
insinúa una idea y en cada una de sus palabras una intención. Toda la
historia, pues, cobra un sentido filosófico, que la transforma.
Releámosla, pues, ateniéndonos a esa interpretación. ¿Quién es Peer Gynt?
Es, sencillamente, la conciencia del hombre buscándose a sí mismo,
luchando con el mundo que le rodea para demostrarse su vitalidad,
tratando de marchar al dominio tangible de la dicha. No nos detengamos a
observar el personaje cuando narra a su madre Aase, proyectos j
aventuras extraordinarias, que la aterrorizan; estudiémosle en su
agitada existencia, desde el momento en que roba al marido la recién
casada hasta el instante supremo en que el desdichado, para librarse del
obrero del Gran Fundidor de almas, llama a la puerta de Solveig buscando
una prueba de su personalidad: es toda una existencia de "ratee", según
dice el mismo Obrero Fundidor, una existencia vacía, completamente
inútil, llena de vacilaciones, de triunfos y fracasos, de mentidas
esperanzas y de amargas realidades. Peer Gynt, corriendo tras la pura e
ideal Solveig, se anula muy luego corriendo tras la hija del rey de los
gnomos; buscando el placer en Argelia, encuentra el dolor de perder toda
su fortuna, que le roban sus propios amigos; y siendo enviado de Alá
entre la tribu donde le condujo un caballo árabe encontrado al acaso
logrando las voluptuosidades del amor de la bayadera Anitra, vuelve,
obedeciendo a su genio vagabundo y a su carácter tornadizo, a ser un ser
insignificante que retorna a Noruega en un navio donde un viejo sabio,
tan raro como maniático, le importuna ofreciéndole comprar su cadáver
para investigar su personalidad; —y en estas tristes y sucesivas
desilusiones de sus ensueños fantásticos, de su sed de oro, de su
ambición de poder, el mísero ve huir constantemente de su lado su
libertad y la promesa dulcísima de una felicidad nueva para cada minuto
nuevo.
Y he aquí cómo aparece una nueva noción psicológica en la prédica de
nuestro filósofo. "Es necesario querer, dice Brand, querer lo imposible,
querer hasta la muerte!". La frase no puede ser más clara y
aleccionadora. ¿Por qué ha sido vencido Peer Gynt? Porque ha sido un
enfermo de la voluntad, un abúlico; un hombre —como tantos hombres
existen en la realidad, en los grandes períodos de la decadencia de las
sociedades sobre todo—, que se ha dispersado en sus actividades, que no
ha tenido un norte seguro en su acción, que no ha puesto fe en ninguna
de sus múltiples iniciativas. La voluntad humana es el gran secreto del
triunfo humano. No pueden ir adelante, no pueden ser realizadores y
fecundos, los seres irresolutos, los que todo lo fían a la improvisación
o a la ayuda ajena. Mucho menos pueden ser vistos como tipos perfectos,
como elementos útiles, los seres que no creen en sí mismos, que dudan
del éxito que persiguen, que no saben poner una energía indomable en su
labor. "Es necesario querer, querer lo imposible, querer hasta la
muerte!". ¿Puede brindársenos una máxima que mejor sirva a la educación
del carácter? Y ésa es la enseñanza de Brand; la filosofía que construye
un hombre; la verdad primaria que procura la reconstrucción de toda la
sociedad. Y ésa es la lección, también, que emana de los Pretendientes a
la corona, donde vemos al jarl Skule, el hombre irresoluto, el
pensamiento inconstante, la conciencia sin energía y sin confianza en sí
misma, vencido por el rey Hakon, la voluntad firme, el hombre de una
pieza, el que quiere siempre, aun cuando no pueda todavía.
Así va esbozándose, con rasgos profundos e inolvidables, aquella
concepción metafísica del superhombre que Ibsen ensoñó desde sus
primeras meditaciones. Un orgulloso individualismo estigmatiza toda su
especulación filosófica. Frente a la sociedad, que por mil modos y
caminos procura ahogar la personalidad de cada uno de sus integrantes,
coloca al hombre, que debe poseer su yo, que debe ser dueño de su vida,
que tiene que ejecutar su obra para su propio bien y el de los demás. No
más seres anónimos, no más individuos del montón, no más carneros de
Panurgo que saltan porque uno ha saltado, aunque ese salto sea el de la
muerte. Es necesario concluir con lo preestablecido, con lo tradicional,
con lo rutinario, con lo que atenta contra la libertad y la inteligencia
de los hombres conscientes. Todo ese ejército de fantasmas,
inconscientes o hipócritas, que constituye las Columnas de la sociedad
—funcionarios regidos por el escalafón y la disciplina, cobardes regidos
por el prejuicio o el qué dirán, hipócritas que aceptan la ley, no por
convencimiento sino para medrar, ignorantes que hacen lo que ven hacer a
los otros—, debe ser destruido y aniquilado para erguir sobre la montaña
de sus despojos al héroe, al conquistador, al hombre! Oíd el verbo
augural de Stockmann: "—La mayoría jamás tiene razón; os lo repito:
¡jamás! Esa es una de aquellas mentiras sociales contra las que debe
rebelarse el hombre libre en sus actos y en sus pensamientos. ¿Quiénes
son los que constituyen la mayoría de los habitantes de un país? ¿Son
las personas inteligentes o los imbéciles? Supongo "que estaremos de
acuerdo en que hay imbéciles en todas partes, y que forman en cualquier
parte también una mayoría aplastante. Pero ¡qué diablos! esto no podrá
ser nunca una buena razón para que los imbéciles gobiernen a los
inteligentes
El individualismo confina aquí con el anarquismo. Esa desintegración de
la entidad "individuo" asume trazas de endiosamiento. El ser perfecto,
fuerte, voluntarioso y libre, no responde sino a los dictados de su
conciencia. Si para salvar inmune su "yo" debe violar una ley, una
práctica social, una costumbre, no debe vacilar: violándola encontrará
al cabo su felicidad. Esta pauta de conducta, aplicada al amor —o si se
quiere, a los usos que reglan las relaciones entre los dos sexos—,
importa nada menos que la redención de la mujer. ¿Por qué la mujer ha
tenido siempre una condición de esclava en las sociedades? Porque en
todos los tiempos y bajo todos los climas ha sido un mero instrumento de
placer. Ha cautivado al hombre por el sensualismo, y se le ha entregado;
no le ha vencido, imponiéndosele por la afirmación de su personalidad
humana. Ved la enseñanza que fluye de esas dos grandes, de esas dos
admirables obras Casa de muñecas y Los aparecidos. Son dos historias
modernas, dos cuadros palpitantes de vida, que nos cogen y dominan por
su humanidad. No hay en ellas presunción de simbolismos ni cosa que lo
valga. Esta vez, el Maestro ha sido explícito y transparente como el más
decidido escritor realista. Prosiguiendo su prédica filosófica, nos ha
mostrado la condición de inferioridad y de desamparo moral en que se
encuentra dentro del matrimonio. Mas para llegar a su finalidad, el
autor no ha tenido más cuidado que presentarnos escuetamente los
ejemplos. En Casa de Muñecas, vemos a la bella mitad del género humano,
a uno de esos seres que todos llaman como Torvaldo "alondra",
"estornino", "locuela", transformarse de súbito en mujer, en verdadera
mujer, consciente de sus deberes y derechos —por lo menos, despertada a
la vida de su personalidad—; y en Los Aparecidos, hallamos a la mujer,
ya aleccionada por la vida, ejercitando aquellos derechos en el seno del
hogar.
Nora es una criatura fundamentalmente buena, sencilla, soñadora, un
tanto aturdida y no poco despreocupada de su yo. Está casada con
Torvaldo, un hombre honrado, de principios, cuya austeridad no consiente
el mal ni la mentira. Este matrimonio vive feliz y tranquilo, poniendo
cara serena a las amarguras corrientes de la vida. Los primeros años de
la vida conyugal están condensados en la conversación que sostiene Nora
con la señora Linda, una antigua amiga; son años de estrechez, de
miseria, de trabajos sin cuento. Torvaldo tiene que trabajar, durante
algunos meses, durante veinte horas diarias para poder vivir. Esto le
acarrea una enfermedad, y los médicos declaran que le es necesario hacer
un viaje a Italia, para restablecerse. ¡Un viaje a Italia! ¡Friolera! Un
viaje a Italia cuesta mucho dinero, y los Helmer no lo tienen. ¿Qué
hacer? En la cabecita de la muñeca surge de pronto una idea, y no bien
la ha concebido ya la está poniendo en práctica. Va en busca de un
usurero y le pide prestados mil doscientos escudos. Con dicha suma
verifícase el viaje, y algún tiempo después Torvaldo vuelve a su patria
restablecido. Puede trabajar otra vez. Consigue un empleo en un banco.
La felicidad parece sonreír sobre el modesto hogar de los Helmer. Nora,
la muñeca, está contentísima. Y aquí viene lo terrible.
Torvaldo no conoce el verdadero origen del oro que facilitó su viaje a
Italia. La esposa, a fin de evitar su enojo, ha fraguado una piadosa
mentira: le ha dicho que esa suma le fue dada por su papá. Pero la
verdad es que Nora tomó el dinero a Krogstat, un pillo rematado, sin
alma y sin vergüenza; y lo peor es que en este préstamo media una fianza
nula dada por la aturdida mujer. Nora Helmer no pretende valerse de este
fraude, tan sólo utilizado para lograr el dinero que debía devolverle la
salud a su esposo, y la prueba de ello es que va amortiguando la deuda y
pagando sus intereses con las rudas economías y los más rudos trabajos a
que se somete. Si tiene que vestirse, gasta la mitad de lo habitual en
un traje medianejo; lo demás lo entrega a Krogstat. Todo el dinero que
consigue cosiendo por la noche, agostando su salud, va a parar a manos
del usurero. Pero la deuda no se liquida jamás; siempre aparece terrible
a los ojos de Nora, que trata de ocultarla a su marido.
En estas condiciones, Torvaldo, nombrado director de un Banco, va a
despedir de sus oficinas a un mal empleado. Ese mal empleado no es otro
que Krogstat, el cual, para conjurar la tormenta que se le viene encima,
entrevista a la esposa de su jefe y le dice: "Me van a quitar un modesto
empleo que tengo en el Banco, y Vd. sola es capaz de interceder por mí.
Yo se lo pido a Vd., yo se lo suplico, y en caso necesario hasta
llegaría a exigírselo. Vd., señora, tiene un grave compromiso conmigo.
Vd. recordará que, cuando la enfermedad de su esposo, fue a pedirme una
suma de dinero que yo le entregué previa una fianza de su padre. Pero
esa fianza es falsa: su padre había muerto en la época en que se me
suscribió el recibo. Así, pues, Vd. ha cometido un delito que penan los
códigos y la moral... Si usted no me salva ahora, su esposo lo sabrá
todo. . .".
Nora, espantada ante la inesperada catástrofe que se le viene encima,
accede al requerimiento del desalmado sujeto y procura disuadir a su
esposo de su idea de despedirlo del Banco. Pero, ya lo hemos dicho:
Torvaldo es un rígido, un moralista sin facetas. Sabe que Krogstat es un
pillastre, que hasta el momento con turbios manejos ha podido eludir la
sanción de la justicia; y sabe, además, que es "un mal empleado". Su
decisión está tomada y no hay consideración alguna que pueda hacerle
volver sobre ella. Desatiende, pues, los ruegos de su esposa y Krogstat
es despedido. Entonces se produce la catástrofe para la pobre muñeca.
Krogstat envía a Torvaldo una carta refiriéndole la historia del
préstamo de dinero hecho a Nora. Torvaldo, aplastado por aquella
revelación, atento sólo a la idea de que su mujer le ha mentido, sin
comprender, sin querer comprender el móvil de la generosa y punible
acción de ésta, se yergue implacable contra ella, acusándola de haberlo
deshonrado. "—Yo te quiero mucho —le dice en medio de su arrebato—; pero
no hasta el extremo de sacrificarte mi honor".
En ese segundo trágico, todo el castillo encantado de las ilusiones de
la desdichada muñeca rueda por tierra. La realidad brutal deslumhra sus
ojos azorados. Algo más fiero y amargo que el espanto le aprieta el
corazón. Y los pensamientos —los pensamientos que nunca habían molestado
su cabecita de pájaro—, empiezan a despertar uno tras otro, a urgiría, a
iluminarla, a enseñarle la miseria de lo que tuvo antes por hermoso.
¿Cómo? ¿Entonces, aquel amor, aquel gran amor en el que cifró la
felicidad de su vida, es cosa tan pequeñita y deleznable que el primer
turbión de la vida arrambla con él y le destruye? Aquel vínculo que le
unió a su esposo, por el que constituyeron un hogar, y tuvieron hijos, y
se entrelazaron sus almas, ¿es cosa tan baladí y frágil que puede
romperle un simple error de conducta, la irreflexión de un momento, un
propósito equivocadamente realizado? ¿Es que la persona con quien se ha
fundido la propia existencia, se trueca en un extraño cuando se exalta
su amor propio? ¿No existe una disculpa para la equivocación engendrada
en el deseo de salvar una vida, la vida del ser que más se ama? ¿Su
Torvaldo, el hombre electo, el hombre respetado, el compañero de su
alma, no era otra cosa que un burgués, uno de esos tantos del montón,
amamantados en el prejuicio, crecidos en la moral hecha, incapaces de un
gesto de liberación? ¿Y su cariño, el de él, era cosa tan superficial y
hueca que no era capaz de avalorar los sacrificios, acaso la locura, que
su cariño, el de ella, cometiera para devolverle la salud? ¡Ah! la pobre
Nora, la mísera Nora, siente que su alma se quiebra, que su pensamiento
se aleja del hombre a quien entregara su amor y su vida. El velo que
cubría sus ojos se desgarra y ante ella sólo ve a un extraño. Aquel
hombre que no la comprende, ¿puede ser su esposo? Ella misma, que
despierta de un mentido ensueño, ¿puede continuar en la mentira de un
amor que no existe? ¿Cuál es su deber ahora? ¿Qué debe hacer para
alcanzar la verdad? La muñequita, que jamás había pensado por cuenta
propia, tendrá que hacerlo ahora en lo sucesivo; mas, para ello es
necesario, ante todo, que se rehaga, que descubra su propio yo.
Entonces, no vacila más; en un amplio gesto de liberación, abre la
puerta y abandona el hogar conyugal. Nora va hacia lo desconocido para
averiguar su verdad.
La voluntad nace súbitamente en esta desdichada a la que un zarpazo de
la vida convierte en mujer. ¿Qué hace Nora? Lo que ha hecho Brand, lo
que pretendía hacer Peer Gynt, buscar la felicidad. No la ha hallado
junto a Torvaldo. "—No he sido dichosa —le dice en cierto momento—; he
sido alegre, he ahí todo. Tu amabilidad me gustó siempre; pero en el
fondo, esta casa sólo ha podido servirme de salón de recreo en el cual
he sido mujer-muñeca, a la manera como fui niña-muñeca en casa de papá".
Es preciso que ahora recomponga su yo para ser alguien: así sabrá, no
por lo que diga la moral del mundo, sino su propia conciencia, si una
mujer tiene el derecho de salvar a su padre agonizante o a su marido
enfermo. Cuando sea capaz de averiguarlo por sí misma, acaso entonces
esté en camino de ser feliz.
La rebeldía de Nora, que no se resigna a la mentira de la afectividad
sentimental, que no acepta un vínculo hipócrita para regir su destino,
parece justificada por la dolorosa experiencia que ha recogido la señora
Alving de su propia resignación. Todos conocéis Los Aparecidos; es, tal
vez, una de las obras más difundidas y celebradas de Henrik Ibsen. Pero
es, sin el "tal vez", aquella que menos ha sido comprendida por la
generalidad del público. La figura de Qswaldo, encarnada siempre por un
primer actor, que encuentra en ese papel abundantes motivos de
lucimiento personal, asume el rol de protagonista, cuando en realidad
Oswaldo, en el profundo drama del gran autor noruego, es y debe ser una
figura secundaria. El protagonista de Los Aparecidos, la figura escénica
que verdaderamente debe serlo, es Elena Alving. Pero como esta obra
honda, combativa y de un sentido trascendental luce dos acciones
concordes y paralelas —una exterior, emotiva y angustiante, que es la
que se ve de inmediato y la que se apodera enseguida de los
espectadores, y otra, interior, que se desarrolla en el alma de la
señora Alving, poco accesible a la comprensión de las masas porque es de
elevado orden espiritual y no se manifiesta sino por las reacciones, no
siempre muy visibles, de aquélla—, todos prestan su atención a lo que en
el teatro atrae y sojuzga de momento, el efecto escénico. Ese desdichado
Oswaldo que paga en su carne propia los vicios y desórdenes de su
genitor; cuya miseria física se nos entra por los ojos; cuya declinación
mental, lo mismo que una lámpara que va extinguiéndose, seguimos paso a
paso, es, para todos cuantos ven o leen Los Aparecidos con el espíritu
superficial de los que consideran las obras de la literatura obras de
mero pasatiempo, el personaje central de la obra. Sin embargo, sin
necesidad de mucha penetración y agudeza, cualquiera puede decirse que
por algo Henrik Ibsen intituló su drama Los Aparecidos; y que si de
aparecidos o fantasmas se trata, en alguna parte de la obra han de
hacerse presentes. No obstante, el público, la gran mayoría del público,
se empecina en no ver otra cosa que la "espinitis" que va convirtiendo
en un pingajo humano al infeliz Oswaldo. Es que el espectador no ve en
ningún momento ante las candilejas las apariciones a que se refiere el
título. Ninguna tramoya escénica denuncia la presencia de seres
sobrenaturales. Por las tablas no pasan y discurren sino personas de
carne y hueso —la señora Alving, su hijo Oswaldo, el pastor Manders,
Regina y su presunto padre Engstrand. ¿Dónde, pues, están esos
fantasmas? Están, sencillamente, en el espíritu conturbado de la
protagonista: es ella la única que los ve; ella es la única que se
angustia con su presencia.
Es que el drama de la señora Alving es un drama interior —no por oculto
y silencioso, menos terrible y doloroso que esos otros que estallan de
repente a la luz del día e impresionan a las gentes con su realidad
brutal—. El drama de la triste Elena Alving —el que ignora el mismo
pastor que la asiste con su consejo—, son esos veinte años de matrimonio
que ha tenido que padecer al lado del padre de Oswaldo, soportando su
miseria moral, sus degradaciones, sus vicios; teniendo que sentarse con
él a la mesa de la orgía para retenerle en la casa; obligada a
acompañarlo al lecho perdido borracho; constreñida al fin a soportar
bajo el techo de su propia casa a la criada que su marido se ha dado por
amante y con la cual tiene aquella muchacha Regina, que la esposa se ve
obligada a criar y educar. El drama de la mísera Elena Alving son esos
veinte años de padecer en silencio la afrenta y el agravio que le impone
su marido, ocultando a todo el mundo, hasta a los más íntimos amigos, la
depravación del esposo, a fin de que el mundo no arroje su desprecio y
su sanción sobre el hogar, a fin de que el deshonor no mancille más
tarde la frente inocente del hijo. Y, como si todo ello no fuese
bastante, la desdichada mujer ha tenido a la vez que tomar las riendas
de la casa, vigilar los negocios abandonados por su hombre, cuidar sus
intereses, empeñarse en que el curso regular de la vida no sufra
desmedro alguno, denunciador del derrumbe.
Y ese drama amargo, cruel, cien veces renovado, que ha afligido su
existencia, que ha marchitado su juventud, sin gloria y sin el asomo
siquiera de una esperanza, ahora, una vez más, desaparecido el esposo,
se renueva para la señora Alving en la misma existencia de su hijo
Oswaldo. Minado el organismo de éste por la herencia, por aquella sangre
viciada que le dio su padre, se va lenta, progresiva y fatalmente al
derrumbe total. La ataxia entorpece sus miembros juveniles; la idiotez
va asentándosele en el cerebro, como se advierte ya en su labio colgante
y en su mirada inexpresiva. Todos los esfuerzos y cuidados de la madre
resultan inútiles: el hijo inocente purga las faltas del genitor. Y poco
a poco también, va cayendo en sus aberraciones, en sus torpezas, en sus
vicios. Bebe, se manifiesta sensual, proclama intemperantemente la
alegría del vivir. Ya, desde el final del primer acto, quedamos
aleccionados. Es una escena breve y honda, que no se alcanza en toda su
trágica significación. Regina, la muchacha criada en el hogar, acaba de
entrar en una habitación, y tras ella, ha salido también Oswaldo. En
escena sólo quedan la señora Alving y el pastor Manders tratando el
asunto de la fundación de un asilo que aquélla desea construir en
memoria de su esposo, para silenciar cualquier sospecha del mundo. De
pronto, desde el interior, llega un extraño rumor: rueda una silla y se
oye la voz sofocada de Regina que dice: "—Estáis loco, Oswaldo... Vamos,
dejadme". — El pastor se vuelve, sin comprender: "—¿Qué quiere decir
esto?, ¿qué pasa?". — Pero, si Manders, ajeno a todo, no sabe lo que
sucede, allá dentro en el comedor, la pobre señora Alving, en vez, ha
comprendido perfectamente. Sus ojos se dilatan; el corazón le da un
vuelco; en sus labios el espanto pone estas terribles palabras: "—Son
los espectros del invernadero que vuelven...".
El público no ha visto tampoco los espectros, porque ninguna sombra,
ningún truco escénico los trae ante las candilejas. Pero la señora
Alving, allá, en el fondo de sus recuerdos, en lo más hondo de su
memoria, donde la creía sepultada para siempre, ve alzarse la abominable
escena que sorprendiera un día en su hogar: el chambelán Alving, su
marido, persiguiendo a su criada Juana para abrazarla. ¡Son los
espectros que vuelven, Manders!
Y así, una y otra vez. Para retener a su hijo en casa, la madre se
sienta a su mesa y bebe champagne con él —tal, como años antes lo
hiciera con su esposo—. Para arrancarle a su dolor, a su desesperación
(visto que Oswaldo no ignora el mal que le acecha), a punto está la
atormentada mujer de consentir en el incesto. Ya no sabe lo que hace, ni
lo que debe hacer. Flagelada con tan repetidas pruebas, vencida por una
realidad brutal que contraría todas sus previsiones, rota, deshecha, sin
conciencia ya, vacila, se extravía, ignora el bien y el mal. Es un alma
en derrota. Es una desesperación que no acierta con el recurso que
salva. Es una madre enloquecida que, en el último extremo, no sabe si
debe brindar la muerte al ser a quien diera la vida.
Oswaldo, en un postrer lampo de su inteligencia razonadora, ha
comprendido que se hunde rápidamente en la noche profunda de la
demencia. Entonces, para tener la certeza de que no vivirá esa
existencia lamentable y trágica del reblandecimiento cerebral, arranca a
su madre la promesa de liberarle mediante la inyección de un veneno. Y
apenas ha esbozado este deseo supremo, cuando llega la ocasión de poner
a prueba a la infeliz mujer. Es el final aterrador del drama:
"OSWALDO. — ¡El sol!... ¡El sol!. . .
"ELENA. — (Levantándose de un salto, desesperada, llevándose las manos a
la cabeza y gritando): —¡No puedo! (En voz baja y rápida). ¡No puedo!...
¡Jamás! (Súbitamente). Pero, ¿dónde están? (los polvos de morfina). —
(Registra precipitadamente el bolsillo de Oswaldo). ¡Aquí! (Retrocede
algunos pasos y exclama): ¡No, no, no!. .. ¡Sí!. . . ¡No, no! (Permanece
a algunos pasos de su hijo, con las manos crispadas en el pelo y
mirándole fijamente, muda de terror).
"OSWALDO. (Siempre inmóvil en una butaca). — ¡El sol!... ¡El sol!...".
Así termina la obra. ¿Ha cumplido la señora Alving con su deber? Su
personalidad, como a Nora, se le escapa en el momento decisivo. Todo su
inmenso sacrificio ha sido inútil, y el arrepentimiento de haberlo hecho
debe morderle ahora, más que nunca, el corazón. La ley de los hombres y
la ley divina, que acatara su conciencia cristiana, le han engañado.
¿Tenía, entonces, razón el pastor Manders cuando le decía: "Buscar la
felicidad en esta vida, he ahí el verdadero espíritu de rebelión"?
También busca la felicidad aquella soñadora Elida, de La dama del mar,
en una lucha atroz consigo misma —tanto más atroz cuanto la oposición,
en su caso, no le viene de fuera, sino de su alucinante deseo de lo
desconocido. Criatura humana como Nora y como la señora Alving, tiene,
por sobre ellas, algo de nebuloso, de atormentado, de fatal, que la hace
hasta cierto punto incomprensible para la mentalidad latina. Elida, tal
que Hedda Gabler, es una de esas criaturas que el genio de Ibsen ha
parado sobre los coturnos para darnos, sobre nuestros escenarios
modernos, la sensación inaudita de las enormes figuras esquilianas. Sus
contradicciones, sus actos inmotivados, sus palabras que suenan como
voces incomprensibles, nos confunden y desorientan a los que estamos
hechos a los caracteres bien definidos, a las situaciones gobernadas por
la más rigurosa lógica y a las frases concretas y expresivas. La niebla
que las envuelve las trueca, por instantes, en sombras irreales, en
creaciones visionarias, en verdaderos fantasmas incorpóreos. No
obstante, si bien se las observa, muy luego se advierte que todo lo que
ofrecen de irreal e incomprensible, deriva de la idea que en ellas ha
encarnado la filosofía del inmenso dramaturgo.
Apartando todas las incidencias de la obra; podando el profuso
dialogado; eliminando las figuras secundarias de Boleta e Hilda, las
hijas del primer matrimonio de Wangel, y, sobre todo, reduciendo la
acción a los tres personajes esenciales, con su verdadero y único
conflicto, La dama del mar puede sintetizarse así: Elida, casada con el
doctor Wangel, guarda en el fondo de su pensamiento el recuerdo de un
hombre venido del seno del mar, con quien comprometiera su corazón en
uno de esos mirajes juveniles, y que más tarde se alejó, sobre el mar,
llevándose su fe y su ilusión. Desde entonces, dentro de la normalidad
de la vida, quebrando siempre la monotonía burguesa de su hogar
ordenado, la imagen del ausente provoca la inquietud espiritual de esta
mujer. Elida tiene un alma aventurera, sedienta de espacio, que en sus
horas solas sueña con la inmensidad libre del mar. Encadenada a la
tierra por los vínculos ideados por los hombres en forma de leyes, de
costumbres y de prejuicios, se liberta a sí misma ensoñando aventuras y
viajes lejanos, hacia horizontes desconocidos. Tiene en respeto y
consideración a su marido; advierte el cariñoso cuidado con que éste la
rodea; no puede lamentarse de una existencia llevada con método, según
las normas corrientes en una honesta familia; — pero, en el fondo, Elida
no es feliz, porque una fuerza interior la impulsa constantemente hacia
el más allá, hacia lo ignoto, hacia el misterio. Así, el día en que
bruscamente aparece en su jardín el Extranjero, que viene a reclamar el
cumplimiento de la fe jurada, el ansia de romper los lazos que la
retienen para irse sobre la inmensidad del mar, hacia la felicidad
desconocida, avasalla todo su ser. Wangel, que ama a su mujer, procura
arrojar al intruso; mas no cuenta con la voluntad de Elida. — "Wangel
—le dice en medio de su exaltación—, déjame hablarte delante de él. Tú
quieres y puedes retenerme aquí, puesto que dispones de fuerza y de
medios. Pero mi alma, mis pensamientos, todas mis inclinaciones, todos
mis ardientes deseos, eso no lograrás encadenarlo. Mi alma buscará y
perseguirá ese misterio, ese mundo desconocido, para el cual nací y cuyo
acceso me has cerrado tú". — Wangel no es un ser vulgar, no obstante su
vida hogareña; no es una inteligencia cerrada, a pesar de sus
disciplinas universitarias. Comprende la tragedia interior de su esposa
y comprende también que el amor no se logra con el código de los hombres
en la mano. Su acento, profundamente humano, replica: "—Bien veo, Elida,
que te alejas cada vez más de mí. El deseo de lo infinito, del ideal
irrealizable, acabará por sumergir tu alma en las profundidades sombrías
de la noche". — Entonces Elida, sugestionada por su ensueño, murmura,
tal como se alza una plegaria: "—Siento cernerse sobre mí unas grandes
alas negras y silenciosas". — Wangel admite entonces la irrevocabilidad
de aquella decisión, que trunca su propia felicidad: "—Basta, Elida: no
hay más que una salvación para ti. Por lo tanto, anulo nuestro vínculo.
Ahora, elige tu camino. Eres libre".
El Extranjero se adelanta, para cobrar su conquista; pero al
adelantarse, queda en plena luz. El sortilegio que emana de lo ignorado,
se rompe. El misterio de lo inalcanzable, está al alcance de la mano.
Wangel ha pronunciado la palabra exacta que debía pronunciar ante la
soñadora: "Eres libre; escoge tu camino". Y la soñadora despierta.
Elida despierta y se recobra. Aquella furia de ideal, aquel misterio
desconocido que la atraía, se han venido al suelo, lo mismo que
espejismos del desierto. Es lo que ella misma dice a su esposo,
refiriéndose al Extraño: "Ya no me atrae ni me espanta. He tenido la
posibilidad de contemplarlo y de penetrar en su seno. Por eso he podido
renunciar a él".
Vemos, pues, que la figura de Elida no es tan abstrusa e incomprensible
como ha pretendido que lo sea la crítica francesa —tan comprensiva, por
lo demás, para las literaturas extranjeras—. Un examen sereno y atinado
de su psiquis nos la presenta, no obstante su inquietud espiritual, como
muy humana y muy mujer. Mucho más complicada y neurótica nos resulta, a
la verdad, Hedda Gabler.
Hedda Gabler, carácter voluntarioso y áspero, casi masculino, es al
propio tiempo, por su versatilidad, y disimulo, por sus refinamientos
sutiles de esteta, bien femenino. No conoce, en su vida actuante y
afectiva, ni la compasión ni la piedad: lo mismo que se burla del
sombrero de la vieja tía Julia Tesman, con igual indiferencia le entrega
a Alberto Loevborg una de las pistolas de su padre el coronel Gabler
para que se pegue un tiro. No ama a su marido, pero le es fiel. Ama, en
cambio, a Loevborg y lo anula, quemando el manuscrito de su gran obra,
que haría su nombre inmortal. Ha soñado con ser la ninfa Egeria de algún
gran hombre y le ha tocado en suerte un marido mediocre; un buen hombre,
honrado y trabajador, ingenuo y sencillo, incapaz de luchar y de
realizar: cuando el asesor Brack le dice que para obtener el cargo a que
aspira tendrá que obtenerlo por concurso con Loevborg, se achica y
desespera; y cuando éste le anuncia que no se presentará a la disputa,
loco de alegría va a comunicárselo a su mujer, quien lo envuelve en una
sonrisa de desprecio. Hedda Gabler ha soñado con encender un espíritu,
iluminarlo en la creación de una gran obra, ser como la madre de un
monumento de belleza; y en tanto que su amiga del colegio, la señorita
Rysing, hoy la señora Thea Elysted, logra inspirar a su antiguo
enamorado Alberto Loevborg aquella grande y hermosa obra, que pierde una
noche de orgía y que Hedda arroja al fuego con delectación enfermiza,
ella, Hedda Gabler, no consigue sino fracasar en todos sus propósitos.
Recordad aquella dolorosísima confesión, hecha de amargura y de
despecho, que se le escapa cuando Brack le anuncia que Loevborg se ha
suicidado, no de un tiro en el pecho —bellamente, como lo anhelaba Hedda—,
sino de un tiro en el bajo vientre: "¡El colmo! Lo bajo y lo ridículo
envuelven como una maldición cuanto tocan mis manos". Vive en la
abominación de la fealdad y tiene que soportar la estrechez burguesa de
su hogar. Tiene gustos refinadísimos e ideas quintaesenciadas (es algo
así como un Des Esseintes femenino), y, sin embargo, cuando flirtea con
el empedernido solterón Brack, le arroja burlonamente al rostro frases
zolianas como ésta: "Usted pretende ser el único gallo del gallinero".
Su inquietud sobrepasa la de Elida, porque ni ella misma sabe lo que
busca o lo que desea. Oíd la conversación que mantiene con Brack, el
adorador porfiado que desearía, como él mismo dice, "formar el
triángulo":
BRACK. — ¿Y no está usted hoy satisfecha de haber formado este nido?
HEDDA. (Con gesto despreciativo). — En esta casa me parece que todo
huele a colada o a compota casera. Debe ser tía Julia quien lo ha
introducido aquí.
BRACK. (Sonriendo). — No lo crea usted. Debe proceder de la difunta
esposa del consejero Falk.
HEDDA. —- Sí. Se siente aquí la muerte y sugiere el olor de las flores
después de un baile. (Cruza las manos en la nuca y apoyando la espalda
en la silla mira fijamente al asesor). Usted, querido asesor, no puede
imaginar el mortal fastidio que me espera en esta casa.
BRACK. — ¿La vida no tiene para usted ningún objetivo?
HEDDA. — Un objetivo poco seductor, ¿no es eso?
BRACK. — Aunque así fuese.
HEDDA. — Un objetivo... un objetivo... A veces pienso.. .
(Interrumpiéndose). Pero no; es imposible también...
BRACK. — Siga usted. Diga.
HEDDA. — ¿Si indujese a Tesman a meterse en política?
BRACK. (Sonriendo). — No creo que la política sea su fuerte.
HEDDA. — Claro que no. Pero, ¿si le indujese a ello?
BRACK. — ¿Y qué resolvería usted?
HEDDA. — Es que me aburro soberanamente. (Después de una corta pausa). ¿Usted no cree posible que Tesman pudiese
llegar a ser Ministro de Estado?
BRACK. — Aunque tuviese capacidad para ello, necesitaría para
conseguirlo ser rico.
HEDDA. (Levantándose, con impaciencia). — ¡Siempre la riqueza! ¡Y yo
estoy condenada a esta miserable manera de vivir! (Atravesando el
salón). ¡Oh, es ridícula la vida!, ¡es ridícula!
BRACK. — El mal estriba en usted misma.
HEDDA. — ¿Qué quiere usted decir?
BRACK. — Que no ha hallado usted nunca nada que la haya estimulado de
veras.
HEDDA. — ¿Nada verdaderamente serió, no es cierto?
BRACK. — Sí. Pero su situación puede aún cambiar.
HEDDA. — ¿Se refiere usted a la miserable plaza de profesor que han
ofrecido a Tesman? Crea usted que no me preocupo de ello.
BRACK. — No, no me refería a eso. Quería decir si adquiriese usted otros
deberes, lo que podríamos llamar en estilo elevado, graves
responsabilidades... (Sonriendo). En una palabra, deberes nuevos.
HEDDA. (Seriamente). — ¡Oh, no! ¡Eso nunca!
BRACK. — Dentro de un año o
más tarde quizás no opinará usted lo mismo.
HEDDA. (Secamente). — Señor asesor, no siento la vocación de lo que
usted dice. ¡Hablarme de deberes a mí!
Pues bien; esta mujer, que se rebela así ante la sola idea de la
maternidad; esta mujer, que algunos años antes flirteaba con Alberto
Loevborg, y con perversa curiosidad, con una audacia impropia de una
joven soltera le incitaba a narrarle sus aventuras amorosas, su vida
disipada, complaciéndose en esa especie de sensualismo espiritual que
comporta una confidencia atrevida entre hombre y mujer; esta mujer, que
desprecia a su marido, que se burla de su hogar, que en el fondo
continúa enamorada de Loevborg, rechaza altivamente los avances de éste
cuando viene una vez de visita a su casa:
ALBERTO. — ¿No puedo tutearla ni hallándonos solos?
HEDDA. — No. Tutéeme usted de pensamiento; pero no quiero oírlo.
ALBERTO. — Ya comprendo. Eso ofendería su amor por Tesman, ¿verdad?
HEDDA. (Lanzándole una mirada y sonriendo). — ¿Mi amor? ¡No me haga
usted reír!
ALBERTO. — ¿De modo que no le ama usted?
HEDDA. — Ni le amo, ni le seré infiel.
Se argüirá, tal vez, que Hedda no ha experimentado nunca el aguijón de
la carne; que no ha querido a Loevborg sino como quieren las "demi-vierges",
cerebralmente. Pues no; ella misma se encarga de confesar que aquella
vez en que Loevborg, traspasando los lindes de la amistad amorosa, quiso
abusar de su fuerza y convertirla en su amante, siendo rechazado por
Hedda varonilmente, con una de las pistolas de su padre el coronel
Gabler, ella misma nos confiesa que esa vez fue cobarde, no por el hecho
de no haber apretado el gatillo, sino por el hecho de no haberse
entregado al hombre que deseaba, despreciando los prejuicios del mundo.
Hedda Gabler, es, en suma, una depravada mental; pero es también, a sus
horas, una mujer: si odia a Thea Elysted es porque ésta ha tenido el
coraje de abandonar su hogar, su marido, para seguir a Alberto Loevborg;
porque se ha convertido en su hada inspiradora; porque le pertenece
materialmente. Sus celos resultan verdaderamente femeninos: ved con qué
arte sutil le arranca a aquélla su secreto, cómo se crispa de despecho
cuando Thea la entera de que Loevborg se ha corregido de sus vicios
desde que la conoce, y con qué disimulo felino y con qué alegría salvaje
pone ella misma una copa en manos del desdichado para hacerle tomar otra
vez el pliegue de su vicio. Y es a la vez una heroína de folletín
romántico, no obstante todo el escepticismo de que hace gala. Recordad
su muerte. ¿Se mata acaso Hedda Gabler por el temor de que se descubra
que fue ella misma quien prestó el arma a Loevborg para que se
suicidara? No; esto sería infantil: un carácter como el suyo, se ríe de
la justicia, como se ríe de las costumbres y prejuicios sociales. Hedda
Gabler se pega un tiro porque muerto su amor, su único amor, ya no
espera nada en la vida. Ha querido acompañar en la muerte al que ha
empujado con su mano a morir.
No
existe en toda la obra de Henrik Ibsen una criatura femenina tan
interesante como esta endiablada Hedda Gabler. Compuesta de cien piezas,
las más de ellas antagónicas o contradictorias, cada acto, cada gesto,
cada palabra en ella es algo que nos sorprende, que nos choca y
atemoriza. Las luces de su espíritu selecto nos mueven a admiración; sus
dolores hondos despiertan nuestra simpatía; mas, al propio tiempo, sus
arranques despiadados y sus perversidades morales nos desconciertan y
atribulan. No sabemos si compadecerla o condenarla. No nos atreveríamos
a fallar si es una víctima o una victimaría. Ella misma, por lo demás,
no podría darnos la razón de ser de su personalidad. Pero, no es el tipo
inverosímil, estrafalario y nebuloso que algunos se han empeñado en ver,
para darse tono de agudos y zahones. Hedda Gabler es, sencillamente, una
"détraqué", como hay tantas, sobre todo en las sociedades refinadas y en
las épocas de pesimismo y decadencia. Es una soñadora que no ha podido
poner de acuerdo sus ansias espirituales con la prosaica realidad. Es un
manojo de nervios manejando un cerebro desorbitado por la doble manía
del esteticismo y de la originalidad. El afán de vivir en belleza y el
de hacer lo que no hacen los demás, crean ese estado de refinamiento
enfermizo que los neurópatas conocen perfectamente.
En cuanto al drama en sí, constituye una excepción en la obra total de
Henrik Ibsen. Responde, evidentemente, a aquel movimiento de la
literatura, precursor del "decadentismo", que se afanaba en ofrecernos
esos tipos de excepción, esos caracteres voluntariosos que
desencadenaban, no a su alrededor, sino en su propio "yo", en su
interior, verdaderas catástrofes morales. La preocupación de "hacer
distinto" a lo que hacen los demás, es bien visible en la obra Hedda
Gabler: el rasgo original, el detalle sorprendente, el propósito de
"sugerir cosas", tienen aquí una deliberación manifiesta. Para
atestiguarlo, bastaría citar la escena final del drama. Después de su
conversación con Brack, Hedda Gabler ha decidido su suerte: va a
matarse. Mientras su marido y Thea ponen mano a la tarea de reconstruir
la destruida obra de Loevborg, ella se aproxima a la mesa escritorio, y
disimulándola bajo un montón de papeles, recoge de allí la pistola con
que pondrá fin a su existencia. Mas he aquí que Hedda, antes de
arrojarse a la tiniebla eterna, se sienta al piano y ejecuta en él un
trozo musical de un movimiento endiablado. No es, por cierto, el
instante más a propósito para hacer música: para nuestra sensibilidad
latina, hay algo de funambulesco y macabro en ese gesto insólito. Ante
el misterio de la muerte que va a presentarse por un acto voluntario,
cualquier expresión de dolor, de desesperanza o de sañudo arrebato
parece más normal y lógica. En vez, Hedda ejecuta su vals de una alegría
desenfrenada. ¿Es una burla a los que deja empeñados en rehacer una
gloria extraviada? ;Es un sarcasmo contra el propio destino? ¿O es tan
sólo el estigma de su neurosis, que justifica así el gesto fatal? Sea lo
que fuere, para nosotros, espectadores, no puede ser menos que una
interrogante —la misma que ponemos al pie de las historias de Des
Esseintes, de Huysmans y de la Salomé, de Osear Wilde, por ejemplo.
En Hedda Gabler no hay, pues, problema ni simbolismo; es una obra
moderna, casi realista, de un sentido altamente humano. Los que se
afanan en descubrir escondidas intenciones y en señalar obscuras
filosofías, pierden lastimosamente su tiempo. El genial creador, que
tantos tipos femeninos de singular relieve nos ha legado, no ha tenido
en vista, al perfilarnos su Hedda, más que estudiar esa figura, muy
moderna, de la intelectual exacerbada por una sensibilidad
extraordinaria y de la rebelde intoxicada de feminismo actuante.
Con sus vigorosos dramas Un enemigo del pueblo, El constructor
Solness, El pato silvestre y Romersholm, Ibsen vuelve
a su prédica moral y a sus formas constructivas de sugerente simbolismo.
Dígase lo que se quiera, el símbolo artístico no es cosa que contraste
tanto, como se dice, con nuestra mentalidad latina. Si detrás de esas
figuras o imágenes que se levantan ante nosotros en medio de una niebla,
deformadas, ampulosas, a las veces incoherentes y en algunas chocantes,
se oculta un pensamiento abstruso o una enseñanza grave, nuestro
espíritu no deja de penetrarlo con complacencia, porque nosotros
también, al par de los hombres del norte, y acaso un poquito más que
ellos, somos accesibles a lo misterioso, y nos complacemos en el
ensueño, y gustamos de las ideas que se nos dan vestidas con flotantes
tules o transparentadas en la turbia luminosidad de los fondos
submarinos. Los seres o personajes que se nos representan, por lo que
dicen relación a su exterioridad, conservan su estructura humana; se
mueven, gesticulan y hablan según lo hacemos los demás seres humanos en
la vida de todos los días; pero, además, vibra en ellos, dentro de
ellos, una intención que, si no muy bien definida, no deja de solicitar
nuestra atención e inquietar nuestra conciencia. Comprendemos,
intuitivamente, que poseen algo más que su encarnadura humana; sentimos
que en ellos radica una fuerza desconocida, que de ellos se expande un
pensamiento combativo, que su virtud fundamental consiste en atesorar
una representación. No siempre una idea es tangible por sí misma;
existen casos en que se nos revela por sus apariencias, y otros aún por
sus efectos sobre la realidad. El arte, entonces, no está en ser
concreto y definido, sino, justamente, en ser impreciso y sonámbulo.
Así, cada concepción suma a su verismo necesario, el ensueño o la visión
del artífice creador. Así también, en medio del torbellino de esa vida
sobrehumana, entre esas figuras desconcertantes que se llaman Solness,
Gregorio, Brendel, el doctor Stockmann, que arrancan de su ignorancia o
de su mediocridad a los débiles, a los timoratos, a los esclavos del
prejuicio y de la moral preestablecida, mézclase la enseñanza del
Maestro, sugestión de su especulación filosófica. En esos dramas rudos,
casi primitivos, no obstante su modernidad; en esas historias que se
desenvuelven como en un escenario de fiebre o de demencia, los hombres
parecen abstracciones, girones de ideas mal definidas, voluntades que
aturden; y las mujeres, a su vez, se yerguen más terribles aún, porque,
además de aquellas características, son extrañas, misteriosas,
neuróticas o enfermizas, incomprensibles a veces tal que esfinges,
siempre voluntariosas y fatales lo mismo que deidades griegas. Unos y
otras, experimentan inusitado afán de moverse, de viajar, de echar patas
arriba al mundo; de herir las creencias que no armonicen con las suyas;
de destrozar los más sólidos vínculos sociales; de transgredir la ley
que es pauta para la acción de los demás humanos. Parecen poseídos, tal
es su grandeza; parecen vértigos, dadas sus acciones; parecen
tempestades, por los acentos con que manifiestan su carácter y su
voluntad.
Un enemigo del pueblo es una de las más bellas obras de Ibsen
—por lo menos, una de las más honradas, de las más conmovedoramente
hermosas. Es la historia vulgar de un hombre, el doctor Tomás Stockmann,
que, soñando con el bienestar de su pueblo y obedeciendo tan sólo a su
carácter independiente, noble y generoso, revela que las aguas del
Establecimiento de Baños de la localidad son perniciosas para la salud,
debido a los microbios que contienen. Pero el burgomaestre, que es al
mismo tiempo presidente de la sociedad de dicho Establecimiento, y
hermano del doctor Stockmann —hombre malo, autoritario y envidioso del
saber de éste—, se propone anularlo. Va a verlo y le pide que se desdiga
de las afirmaciones que ha hecho o que de lo contrario será separado de
su cargo de médico del Establecimiento. Stockmann se niega a tal
declaración.
BURGOMAESTRE. (A Catalina). — Cuñada, Vd., que es sin duda la
persona más razonable de esta casa, emplee todo el influjo que tiene
sobre su marido y procure hacerle comprender cuáles serán las
consecuencias de su conducta para su familia y para. . .
STOCKMANN. — ¡Mi familia no tiene que mirar a nadie más que a mí!
BURG. — Para su familia, digo, y para la ciudad en que vive.
STOCK. — Yo soy el que quiero el verdadero bien de la ciudad. Yo quiero
descubrir las faltas que tarde o temprano saldrán a luz. ¡Oh! Ahora va a
verse si yo amo a mi pueblo natal.
BURG.
— ¡Amarlo tú! ¡Tú, que por una ciega baladronada quieres suprimir su
principal fuente de riqueza!
STOCK. — ¡Esa fuente está envenenada! ¡Te has vuelto loco! Aquí
respiramos inmundicias y putrefacción! Nuestra joven sociedad se
alimenta de la riqueza ajena mediante una odiosa mentira!
BURG. — ¡Ilusiones! ¡Quimeras, por no decir una cosa peor! El hombre que
lanza insinuaciones tan ofensivas contra su pueblo es un enemigo de la
sociedad.
Aquí está compendiado todo el drama: los actos subsiguientes no son otra
cosa que el desarrollo de este diálogo entre los dos hermanos. Por una
parte, Stockmann, buscando la salud y engrandecimiento de su pueblo, y
por la otra su hermano Pedro y con éste todo el pueblo, atacándolo hasta
hundirlo por completo. Y al final, cuando todos lo han silbado y le han
arrojado piedras a los vidrios de su casa, después de verse humillado y
abandonado por todo el mundo, ofendidos sus hijos, él y su familia, sin
techo donde albergarse, todavía este hombre fuerte tiene una frase de
triunfo que nos le muestra como un Dios.
STOCK. (Bajando la. voz). — Acabo de hacer un gran
descubrimiento.
CATALINA. — ¿Otro?
STOCK. — Sí, sí, positivo. (En tono confidencial, atrayéndolos hacia
sí). Helo aquí: El hombre más poderoso del mundo es el que se
encuentra solo.
El doctor Stockmann es un hombre honrado puesto enfrente de la
hipocresía social, de los intereses creados que fijan y regulan las
leyes de orden público. La tempestad que él mismo desencadena sobre su
cabeza, proviene del concepto que este hombre solo y luchador tiene de
su deber. Acomodándose al paso de la caravana, silenciando su
descubrimiento, puede vivir tranquilo, considerado y feliz en medio de
sus conciudadanos; pero, dueño de una personalidad, independiente entre
el rebaño de especuladores e inmorales que son sus vecinos, dícese que
su deber está en el concepto superior de la solidaridad humana; que su
verdad, la que ha descubierto, la debe a los demás; — y desde ese punto
y hora, rompe con el burgomaestre, con los accionistas de la empresa
comercial, con todos los que viven del turismo y especulan a costa de la
salud pública. Es un Quijote que obliga a reverencia.
Con la historia de Solness, entramos en otro simbolismo más difuso y
acaso más sugestivo. Aquí, ya no nos hallamos en presencia de un esclavo
del deber, — de un sujeto que puede eludir el fracaso y el castigo
acomodándose a la moral del medio en que actúa; aquí estamos ante lo
irremediable, ante lo que fatalmente tiene que ser así y no de otro
modo. El mismo genial artífice lo expresa muy bien en una conversación
que mantiene con el doctor Herdal: "Ha de llegar el momento de la caída.
Lo veo; lo siento que se aproxima. Muy pronto alguno comenzará a decirme
que debo retirarme. Y en seguida todos los demás me gritarán: "¡dadnos
sitio!, ¡el sitio!, ¡el sitio!". — Ya lo veréis, doctor. Muy en breve la
juventud vendrá a golpear en mi puerta!". — "Y bien; ¿y después?"
—pregunta el doctor Herdal—. Y el constructor replica con profunda
verdad: "Y después, doctor, todo habrá concluido para el constructor
Solness".
La
Juventud, en efecto, que ya le desampara, después de conquistada la
gloria, está acechándole. Como si en ese instante, la realidad quisiera
confirmar sus palabras proféticas, unos rápidos golpecitos resuenan en
la puerta. Solness va a abrir y entra una muchacha. Es aquella misma
Hilde Wangel de espíritu rebelde y de corazón aventurero que ya
conocimos en La dama del mar. Esta joven viene ahora a desempeñar
en el nuevo drama un papel capitalísimo. Acaso, observada
superficialmente, con nuestros ojos hechos a las realidades del mundo,
nos parezca uno de esos tipos tan comunes en las literaturas nórdicas
—el tipo de la "estudianta"—. En las obras de los escritores rusos
también se la encuentra, exhibiendo sus teorías avanzadas y sus
costumbres casi masculinas. Es una muchacha que viaja sola, que habla
con los hombres sin producir sensación de feminidad, que ante las demás
mujeres se produce como una rebelde o una "declassée". Pero, estudiada
íntimamente, teniendo en cuenta lo que ha poco decíamos sobre los
personajes simbólicos, su figura adquiere un relieve particular y un
interés altísimo. Las palabras, entonces de Hilde, que de otra suerte
parecen sin sentido, toman una significación: lo trivial se vuelve
profundo; lo ilógico se torna perfectamente lógico; lo que es
incoherente o inexplicable según las normas comunes de la vida social,
asume una evidencia demostrativa tan certera que vamos, al través del
dialogado de la obra, como por una escala de mil peldaños ascendiendo,
ascendiendo continuamente, hasta alcanzar la verdad que el creador quiso
celar en su representación ideológica. Por tal modo, ya no vemos en
Hilde la atrevida jovenzuela, llena de ideas revolucionarias, que
escandaliza con sus teorías y sus actos a las buenas señoras burguesas,
dueñas de casa, excelentes madres de familia, que cuidan la puchera
sobre la lumbre y rumorean su libro de misa todos los domingos, en el
templo; sino al ser inmaterial, el espíritu o fantasma de la juventud,
que viene, tal como lo pronosticara el mismo constructor Solness, a
advertirle que su hora ha sonado ya. Oíd su conversación con éste, desde
que entra en escena; no puede ser más ilustrativa. Cada palabra adquiere
un sentido distinto al que le prestamos en nuestras conversaciones
vulgares; cada afirmación de Hilde, sobre hechos al parecer de la
realidad vivida, tiene una elogación profunda que se remite al
pensamiento generador del drama. Hilde comienza a recordar a Solness su
visita a Lissanger en ocasión de la inauguración de la torre que allí
construyera, diez años atrás, cuando ella era muy niña aún, y él un
constructor ya célebre. Las referencias a aquella estada de Solness en
Lissanger —la ceremonia de la inauguración, el banquete celebrado en su
honor, su visita a la casa de Wangel, su padre—, consignan hechos
realmente sucedidos, y en este punto nos es dado considerar a los dos
interlocutores como dos seres de carne y hueso. Mas he aquí que tras ese
cambio de frases, evocadoras de sucesos pasados, algunos ya olvidados
por la memoria de Solness, pero todos bien puntualizados por el espíritu
juvenil de Hilde, se va tejiendo una sutil madeja de sugestiones que se
refieren no a hechos acaecidos, sino a hechos futuros, que fatalmente
han de producirse, porque así lo quiere el destino del constructor.
Hilde evoca el momento en que Solness, ante la expectativa angustiosa de
todos los habitantes de Lissanger trepó a su torre y allá, en lo más
alto de ella, siguiendo una vieja tradición, colocó su corona, sin una
vacilación, desafiando el vértigo, riéndose de la muerte. Ella estaba
allí, con las niñas de las escuelas públicas, vestida de blanco,
tremolando su pequeña banderita. Admiraba al héroe que subía tan alto,
que se mostraba por encima de todos los que rodeaban la torre, y le oía
cantar entretanto.
—¿Cantar?, ¿yo he cantado? —observa maravillado Solness.
—Sí, usted cantó —contesta Hilde.
—Jamás en mi vida he podido cantar una nota —afirma el constructor.
—Sin embargo, usted cantó esa vez. Parecía que sonaban unas arpas allá
arriba.
Solness no recuerda haber cantado nunca, y menos que en lo alto de su
torre tañeran las arpas celestes; pero Hilde afirma, y en su afirmación
se advierte más que la comprobación de un hecho, un deseo íntimo que se
procura sugerir. Hilde ha venido a reclamar a Solness el cumplimiento de
la promesa de regalarle un reino que le hiciera en aquella oportunidad,
y es, evidentemente, a la nueva torre que ha de edificar para ella a la
que debemos referir aquella sugestión.
Entretanto, la joven continúa evocando sus recuerdos:
—Usted me tomó entre sus brazos y me besó, señor constructor Solness.
—¿Yo? —exclama Solness, levantándose asombrado.
—Sí, Vd. Me estrechó con ambos brazos, me doblegó hacia atrás y me besó,
me besó muchas veces.
—¡Mi
querida señorita Wangel!
—¿Espero que no querrá Vd. negarlo?
—¡Oh!, lo niego absolutamente!
—¡Ah, sí? —dice ella, mirándolo irónicamente; y va a recostarse contra
la estufa, donde permanece silenciosa y enojada.
Solness se aproxima despacio a Hilde y la llama:
—Señorita Wangel?
Ella no le contesta.
—No se esté Vd. así, inmóvil, como una estatua.
—Y después, tocándola en el brazo: —Lo que acaba de contar debe haberlo
soñado. Oiga Vd....
Hilde hace un movimiento de impaciencia con el brazo.
—Y, sin embargo... —exclama Solness como si una idea le asaltara
súbitamente. —Espere, espere...
Aquí hay algo de misterioso. ..
Hilde está siempre muda e inmóvil. Solness murmura a media voz.
—Debo haber pensado todo esto. Debo haberlo querido, deseado. ¿Y no
sería, entonces, por combinación...? ¡Pero, sí. Entonces yo lo he hecho!
Hilde vuelve un poco la cabeza, y sin mirarlo:
—Con que lo admite Vd. ahora? —pregunta.
—Sí, todo lo que Vd. quiera.
—¿Que me estrechó entre sus brazos?
—Sí.
—¿Que me echó hacia atrás?
—Muy
hacia atrás.
—¿Y me besó?
—Sí, lo hice.
Hilde se encara entonces a él, radiante de alegría, y empieza a exigirle
la construcción del reino prometido. Entretanto, Solness se ha sentado
en una poltrona, y mientras la mira fijamente, una idea se va precisando
entre las sombras de su cerebro.
—Es extraño! —dice—. —Cuanto más lo pienso, tanto más me parece que este
año me he torturado...
—¿Por qué? —interroga Hilde.
—Por recordarme una cosa ya cumplida y que me parecía haberla olvidado.
Pero no he sido capaz de recordar nunca qué cosa podía ser.
Solness se levanta lentamente.
—Me ha hecho un gran bien su venida.
—¿De veras? —contesta Hilde, mirándole con mirada profunda.
—Sí; me sentía tan abandonado, tan privado de ayuda... — y luego, más
bajo: —Le diré: comienzo a temer horriblemente a la juventud. La
juventud vendrá a golpear mi puerta.
—Se la abre Vd.
—No, no! La juventud es... la expiación. Ella marcha adelante, militando
bajo una nueva bandera. Hilde se levanta a su vez, y con voz que
tiembla.
—¿Puedo serle útil en algo, constructor? —pregunta.
—¡Oh! Ciertamente; ahora puede serme útil, porque Vd. misma, me parece,
viene con una nueva bandera. Juventud contra juventud.
Entonces Solness, bajo la mirada magnética de aquella mujer que parece
la encarnación de su numen, se siente renacer con la nueva savia que
corre por sus venas, y en un minuto supremo tiene la visión de la obra
colosal que escalaría los cielos para mostrar al orbe asombrado la
locura soberbia de su genio. Y la idea irradia en su cerebro, le
deslumbra, le obsesiona, le embriaga sin dejarle un punto de reposo.
Empieza la construcción de su torre, conmoviéndolo todo, sin volver la
vista atrás, siempre arrastrado por una fuerza indómita y extraña. Por
fin, la termina.
—Hay que subir a ella, a colgar la corona —le dice Hilde—; y él, que
sufre horrorosamente el vértigo, no vacila tampoco. En medio de una
multitud frenética, Halvard Solness empieza a escalar su torre gigante,
y sube, sube siempre, sube más todavía. Ya está arriba, pero su espíritu
de alucinado, desposado al espíritu de Hilde, quiere avanzar aún.
Empieza entonces el ensueño, y ella, desde abajo, escucha los cantos del
arpa divina que atraen a su constructor. ¡Oh! ¡Cuan grande es él ahora!
¡Al cabo le ve libre! Y los cantos celestes continúan allá arriba,
besando la frente de Solness. El quiere subir más, comparecer ante el
mismo Dios creador de los orbes, y en esta apoteosis triunfal de su
altiva soberbia, en este delirio supremo de su pensamiento de inspirado,
su alma vuela más alto, abandona la mísera envoltura carnal...
Un cuerpo ha caído de lo alto de la torre. Se oyen voces que dicen:
—Está muerto el constructor.
—Se ha destrozado el cráneo.
—Sí —ruge Hilde, con salvaje ternura—; pero ha llegado a la cima y yo he
sentido los cantos de allá arriba y los sones del arpa...
¿Ha triunfado Halvard Solness? Se ha libertado de la vida terrenal, de
la envidia y maldad de las gentes, de las pequeñeces afectivas del
mundo, de su esposa Alina, de Ragnar Brovik. Fuerte en su último ensueño
de ambición y de gloria, se ha desposado con el espíritu de Hilde, la
eterna juventud, y ha subido allá a lo alto, como cuando era muchacho,
realizador y voluntarioso. Pero, para lograr este postrer triunfo, para
afirmar su libertad frente al curso implacable de la vida que avanza
siempre, ha tenido que arrojarse en brazos de la muerte.
Ibsen, apóstol y filósofo, nos ha enseñado que la alegría de vivir
plenamente la vida, sólo puede alcanzarse mediante el cumplimiento del
deber, el culto de la verdad y la exaltación de la propia personalidad.
Pero, he aquí que en su exégesis moral, contemplando ciertos dolores
irremediables de la criatura humana, ha podido comprobar, al mismo
tiempo, que la mentira suele ser necesaria y hasta imprescindible para
algunos —para aquéllos que no tienen una contextura de rebeldes o de
luchadores—. Y he ahí como, en medio de su prédica generosa, de su
exaltada defensa de la verdad y el bien, surge esa nota de desconsolado
pesimismo que hallamos, más que en Peer Gynt, y en Los
Aparecidos, en esas tremendas creaciones que son El pato
silvestre y Romersholm.
El asunto de la primera de esas dos obras puede resumirse así: Werle y
Ekdal son dos socios que parecen el anverso y reverso de una misma
medalla: éste es un hombre honrado, bueno y sencillo, mientras que aquél
es un pillo en toda la extensión de la palabra. No es de extrañar,
siendo esto así, que cuando la quiebra de su casa comercial, Werle salga
libre de culpa y pena, y su consocio Ekdal, sea condenado por fraudes y
trampuliñas de que ni aún tenía la más ligera sospecha. Quedan, pues,
ambos socios colocados en opuesta situación: el uno, rico, disfrutando
del dinero que ha sustraído, bien visto en la sociedad y haciéndose
espejo de honradez a los ojos de su hijo primogénito Gregers; el otro,
pobre, recogido piadosamente por Hialmar el fotógrafo, su buen hijo,
destrozado por la vergüenza y el dolor que trata de olvidar bebiendo
hasta embriagarse.
Werle tiene en su casa una hermosa mujer, Gina, a la que convierte en su
querida; pero cansado de ella muy luego y deseando romper unas
relaciones que le son ya tan pesadas como comprometedoras, trata de
hacerlo del mejor modo posible, sacando de ello alguna utilidad. El
consocio de Ekdal no es hombre que pierda ninguna situación que pueda
traerle algún provecho, y al mismo tiempo se preocupa de parecer siempre
y en cualquier momento un hombre caritativo y generoso. A los socorros
de dinero —del dinero que ha robado a la razón social a que pertenecía y
cuya sustracción trajo la condena de su ex consocio— con que ayuda a
Ekdal y a su hijo, al cual le abre una casa de fotografía, agrega ahora
un más alto donativo todavía: ofrece al joven Hialmar la mano de la
hermosa Gina, su querida. El joven, que ignora los lazos que unen a esta
perversa mujer con el ex socio de su padre, y que no le disgusta la
mujer, queda encantado de la propuesta y más reconocido aún a su
protector. El matrimonio se efectúa, y el honrado Werle aparece
nuevamente como el ángel salvador de la familia Ekdal.
Pero aquí es donde empieza a desarrollarse el verdadero drama. El hijo
de Werle es un hombre pundonoroso, recto, incapaz de tolerar una
villanía, una especie de Alcestes del Norte, según la feliz expresión de
Charles Maurras. Dotado de un espíritu libre e independiente, con ideas
morales tan severas como elementales, y subyugado sobre todo por un afán
que él juzga altamente humanitario, que le lleva a interesarse por todos
los males ajenos, remediándolos y corrigiéndolos en la medida de sus
fuerzas y facultades, el joven Gregers, que conoce las faltas de su
padre y las lleva sobre su conciencia como una imborrable marca de
fuego, y que conoce igualmente la condición que en su hogar tenía
aquella mujer convertida ahora, por una nueva infamia de Werle, en la
esposa de Hialmar, trata de velar por la ventura de los Ekdal y por
satisfacer la deuda de que se juzga deudor. Y ahora verán cómo realiza
sus propósitos.
Gregers juzga que Hialmar, ignorante de la mancha de su esposa y
arrastrando consigo esa vergüenza, es el ser más infortunado de la
creación. Al revés de lo que dice cierto adagio popular —ojos que no
ven, corazón que no siente—, Hialmar, según Gregers, es un desventurado
cuyo mayor dolor es el mito de su felicidad. Hecha esta idea, no cabe
otra solución que revelar al joven fotógrafo la verdad horrible de su
posición, y así él, después de la confesión que le hará su esposa y
después de perdonarla debidamente, como no dejará de hacerlo según
cumple a un hombre de las prendas morales que a él le distinguen, puede
volver a ser feliz, encontrando la paz de un hogar honrado y tranquilo.
Gregers —que no es malo, según queda dicho, antes, por lo contrario, se
nos presenta en la obra como un carácter recto— cree que las cosas no
pueden pasar de otra manera que como él las ha pensado, precisamente
porque ése es su modo de pensar, su norma de conducta, y porque él, en
iguales condiciones, no se conduciría de otra manera. Así es que no
vacila un punto, y su terrible revelación va, a la inversa de lo que él
esperaba obtener, a tronchar para siempre la vida y la felicidad del
desventurado Hialmar.
Entretanto, Hialmar y Gina han tenido una hija, la bella Hedwig, un
ángel rubio que lleva en sus ojos la limpidez y el color del cielo;
muchacha noble, buena, generosa y esclava de su honor, a la manera de
Gregers. También es cierto que es su hermana, pues es hija de Gina y
Werle. Ella es la eterna afrenta de su padre postizo; la prueba palpable
del baldón de la esposa de Hialmar. La pobre niña ha sorprendido su
triste historia, conoce el crimen que le dio la vida, ve el dolor
inmenso e incurable de aquel hombre honrado que tenía por su padre y
cuyo cariño ha endulzado todas las horas de su infancia, siente luego
que ella es una perpetua afrenta bajo aquel techo, el estigma infamante
que hace derramar llanto amarguísimo a Hialmar, y en su alma pura y
generosa, en su corazón noble y recto, nace la voluntad de reivindicar
para sí sola toda la falta cometida y de castigar, al mismo tiempo, a
los culpables, recompensando al inocente. Pero, ¿cómo lograrlo?, ¿de qué
medios valerse?
Súbitamente una idea infantil como su corazón atraviesa su cerebro. El
viejo Ekdal tiene en su habitación un pato silvestre que antaño le
regaló su ex socio el miserable Werle: este animalito es el encanto de
la joven Hedwig. Ella se ha encariñado con él, y la sola idea de
perderle le angustia el corazón. Pues bien; Hedwig no encuentra otro
medio para lavar la falta de que a sí misma se acusa, que matar al pobre
pato. Así quitará de en medio aquel presente venido de un infame y se
lavará del pecado de ser el eterno baldón del mísero hogar. Y ya no
reflexiona más: coge un arma y va a hacer fuego sobre el pato silvestre.
Pero en el momento supremo de cumplir su obra, otra idea ha cruzado por
su cerebro. No, no; la muerte del animalillo no basta a justificar el
crimen cometido; la imagen del crimen de Werle y Gina es ella misma, y
ella estará siempre allí, bajo aquel techo, para ser la afrenta del
pobre Hialmar. Un segundo ha bastado para trocar una idea infantil en
una idea trágica, y Hedwig, la hermosa joven de rubios cabellos y de
ojos azules como el cielo, volviendo el arma contra sí misma, se da la
muerte.
Si la verdad, inoportunamente revelada al que no es capaz de soportar la
crueldad vivísima de su luz, provoca semejante tragedia en un hogar
humilde, de pobres gentes burguesas, hechas a la moral estrecha que rige
nuestras sociedades, tampoco da la dicha a los hombres superiores cuando
una noción abstracta de la felicidad nos afirma que ésta no se alcanza
si no es por medio de una conciencia pura. Entonces, como en el caso
anterior, a la revelación que nos hace tocar el fondo de las miserias
humanas, subsigue la inevitable tragedia.
El pastor Rosmer es un hombre inteligente y austero, cuya vida tranquila
en el fondo de un paisaje boscoso idealizado por un torrente, ha sido
conturbada por el suicidio de su esposa Felicia: ésta, sin que se
conozca la causa que la indujera a tan desesperada resolución, se ha
arrojado a aquel torrente desde el puentecillo rústico que lo salta de
un solo brinco desde la punta de la carretera, en una orilla, hasta la
otra, sombreada por un manojo de abetos. Desde entonces, en su solitaria
habitación, rodeado por los retratos de sus antepasados —dignatarios,
pastores y oficiales—, Juan Rosmer vive aislado, en compañía tan sólo de
Rebeca West, ama de llaves que fue de su esposa. El viejo rector Kroll,
su amigo, hombre de convicciones políticas y religiosas arraigadas,
propagandista militante, apasionado e irritable, viene a verle, deseando
fundar un periódico, para pedirle su concurso. Pero Rosmer, que en su
soledad ha meditado mucho y se acrece, además, con la asistencia
espiritual de Rebeca, ha evolucionado bastante en sus ideas y se inclina
ahora hacia una política más liberal y renovadora; razón por la cual
rechaza el cargo de redactor que se le ofrece y descubre lealmente a su
amigo el estado de su espíritu.
Kroll, intolerante e impulsivo, irrítase contra lo que estima una
apostasía de Rosmer, y después de una escena agria, en la que le
reprocha la deserción de los principios de sus mayores, rompe con él,
dejando caer algunas palabras referentes a Rebeca. Rosmer, hombre
reposado y fundamentalmente honesto, no recoge la insinuación,
diciéndose a sí mismo que la verdadera felicidad consiste en tener una
conciencia pura.
Pero el dardo emponzoñado ha quedado clavado en su carne, agregando una
nueva preocupación a la que ya intranquilizaba su espíritu. Rebeca no es
su amante. Jamás una palabra de esas que aproximan los instintos ha sido
pronunciada entre ellos. Nunca un pensamiento que no fuera de elevado
orden moral los ha acercado buscando una conjunción afectiva. Existe,
sí, entre los dos, comunidad espiritual, porque Rebeca, dominadora y
práctica, ha tomado la delantera sobre la conciencia conturbada de
Rosmer. Es su colaboradora y su consejera; es quien le sugiere también
cuanto él mismo cree pensar por cuenta propia. Enamorada en silencio de
Rosmer —ella sí lo está, mas él no lo sospecha—, se ha ganado su
voluntad con finísima habilidad femenina, arrancándole a su credo
tradicionalista para lanzarlo por la senda de las nuevas ideas que
renuevan el mundo. Rosmer, en una palabra, unido en pensamiento a su
compañera de soledad, ha sentido exaltarse su personalidad; mas en todo
ello no asoma, por lo menos conscientemente, ninguna afectividad
amorosa. Las veladas insinuaciones de Kroll, primero, y sus propias
reflexiones después, le hacen ver que en este mundo suspicaz y
malevolente no basta tener la conciencia tranquila: es necesario también
poder vivir tranquilo ante la conciencia de los extraños. Entonces, como
proceden los caracteres de su especie, toma su resolución exabrupto:
—Rebeca, ¿quieres ser mi segunda esposa?
—¿Yo?... ¿Yo, tu mujer? —exclama gozosamente Rebeca.
—Sí; viviremos siempre unidos. Ocuparás el puesto que dejó vacío mi
pobre muerta. Sólo de esta manera podré arrojarla para siempre de mi
mente.
—¿Lo crees posible, Rosmer?
—Debe ser así. No puedo, no quiero soportar las batallas que me esperan,
cargando un cadáver mis espaldas. Ayúdame a quitármelo de encima,
Rebeca: con la libertad, la alegría y la pasión matemos los tristes
recuerdos. Tú serás mi mujer, la sola mujer que yo haya querido.
Entonces ella, dominándose, exclama:
—No, no pensemos en eso; yo no seré jamás tu mujer.
Juan Rosmer siente que una pena inmensa invade su ser, y quiere inquirir
por qué Rebeca, que le ama, no puede ser su mujer "jamás".
—No me lo preguntes —replica ella.
-Hasta que tenga vida, te preguntaré: ¿por qué?
Esta fatídica amenaza con que termina el segundo acto de Romersholm,
se cumple al final de la obra. Rosmer ha averiguado al fin por qué se
suicidó Felicia. La causante de su muerte experimenta la necesidad de
confesarse ante Rosmer y Kroll siquiera para alivianar su conciencia y
hacer saber a aquél cuál ha sido su verdadero pensamiento. "Sí, declara
Rebeca, cuando vine a Romersholm tuve la visión de una nueva era y me
propuse tomar parte en la lucha por la libertad. Sabía que habías sido
discípulo de un filósofo radical, de Ulrico Brendel, y que tu conciencia
respondería a mi reclamo así que yo te hiciera ver la luz. Pero, un
obstáculo se nos atravesaba en el camino: Felicia; Felicia, creyente,
tradicionalista, con todos los derechos de la esposa y del afecto sobre
ti. Entonces, para apartar el obstáculo, para redimirte y crearte a la
nueva vida, sugerí a tu mujer la idea de que tú eras desdichado al lado
suyo; que, por su culpa, no podías buscar otra unión que labraría tu
felicidad. Le hice comprender que yo debía alejarme de aquí, porque,
permaneciendo, entre los dos... En mí no había maldad ni premeditación.
Yo no aspiraba a ser tuya, sino a ser tu alma inspiradora; a triunfar,
yo, por tu mediación, en un medio en el que no podía directamente
actuar. Y Felicia, sobrepasando mi deseo, en vez de apartarse, se
eliminó".
Rosmer ha averiguado, pues, el secreto que le torturaba; pero esta
verdad dolorosa que viene a erguirse ante sus ojos hace ahora imposible
su felicidad. Entre él y Rebeca estará siempre un cadáver. Para ser
felices, es necesario tener una conciencia pura —así lo ha repetido
siempre el buen pastor—; ¿y podría tenerla él después de semejante
descubrimiento? Rosmer no vacila, no tiene un solo instante de duda. Su
decisión es la consecuencia lógica de su moral. Sólo quiere saber si
Rebeca es capaz de un amor como el de Felicia.
—¿Tendrías el coraje de recorrer espontánea, alegremente, como dice
Ulrico Brendel, el mismo camino que recorrió Felicia?
—¿Y si yo tuviera ese coraje?
—Te creería: tornaría a la fe de mi empresa; volvería a creer...
Rebeca se alza. Está pronta a partir. Llegará al puente, le atravesará,
e inclinándose sobre el pasamanos, lo mismo que Felicia, ahogará en el
torrente aquella su vida, sin objeto ya. Pero, al partir, Rosmer está a
su lado.
—Iremos juntos; los esposos no pueden separarse.
—Bien; me acompañarás hasta el principio del puente.
—No, más adelante aún; le atravesaremos juntos. Donde tú vayas, iré yo,
porque ahora puedo osar...
Y así, cogidos de la mano, serenamente, con la firmeza de los que son
dueños de su vida, salen en busca de la muerte, suprema liberadora de
las almas prisioneras en la red de las mentiras sociales.
¡Ah, las mentiras sociales! Ellas son las que encadenan al hombre, las
que anulan toda esperanza de felicidad. Por ello Ibsen las combate
fieramente. Su deseo sería que el ser humano tuviera bastante capacidad
como para no tener que maniatarse a sí mismo con sus códigos de moral y
de legislación. Pero el hombre es imperfecto —egoísta, malo, utilitario
y vicioso—; y entonces otros hombres, que se dicen superiores, han
inventado la sanción que reprime los abusos y tropelías. Así nació el
concepto del deber —que aplasta no sólo a los malos sino a los buenos.
El deber es la anulación de la libertad... Es la fuerza, en el orden
divino, que sojuzga la conciencia, y en el humano, que maniata la
acción. Por esa noción del deber, reprimimos nuestros malos instintos,
nuestras torpes pasiones; pero por ella también, sacrificándonos,
anulamos nuestra personalidad y nos creamos una vida triste, dolorosa y
aborrecible. Bien está que el deber, imperativamente, nos diga: "¡No
matarás!", o bien: "No robarás"; pero, ¿es justo que el deber, por
amparar la vida de relación, y sustentar la sociedad, la familia, el
temor de Dios, etc., nos imponga la ruina de nuestro ser moral? Ved a la
señora Alving, sacrificada a su marido primero y a su hijo después, por
su doble deber de esposa y de madre, impuestos por la religión y por la
ley, anulando su vida, matando su esperanza, sin una hora de alegría,
sin un albor de redención. Heroicamente, la desdichada soporta su
sacrificio; y cuando llega al término de su via crucis, aún le
aguarda un dolor más terrible: no saber ya cuál es su verdadero deber!
No en balde Hilde, aquella avancista del Constructor Solness,
grita contra "el deber": "¡No puedo soportar esa fea, esa odiosa
palabra!". Tal como Napoleón, en su orgullo de amo prepotente, quería
borrar del diccionario la palabra "imposible", Ibsen, en su prédica de
libertador de la conciencia humana, querría destruir el imperativo
categórico del "deber". Porque, lo más aborrecible del caso es que la
noción del deber varía según él sea impuesto en defensa o en contra de
la sociedad. Si la señora Alving abandonara el hogar que mancha el
esposo con sus costumbres disolutas, la sociedad la condenaría, porque
el interés de la sociedad es que no sufra desmedro la institución de la
familia. Pero si el doctor Stockman silenciara su descubrimiento
—permitiendo así que las aguas corrompidas de su ciudad balnearia
siguieran envenenando a los turistas—, la sociedad le absolvería, porque
el interés de todos está en seguir explotando aquel turbio comercio. —
Por ese mismo deber, unida material y espiritualmente a su marido, Nora
comete una ligereza; y lo más cruel del caso, es que el propio
beneficiado, su esposo, la condena. Por ese mismo deber, también, Rosmer,
que podría rehacer su vida al lado de Rebeca, se ve arrastrado a la
muerte: vindica así los manes de su primera esposa, Felicia,
representados simbólicamente en la obra por esos cabellos blancos que
creen ver las gentes sencillas del lugar. Pero, ¿quién sabe, en última
instancia, dónde radica el verdadero deber, el deber que responde a una
idea de moral absoluta? ¿Hace bien o hace mal Gregorio Werle en
descubrir a Hialmar los antecedentes de su mujer? ¿Hace bien o hace mal
la señora Alving al inyectar una dosis de morfina a su hijo caído en
idiotez por reblandecimiento cerebral?
La verdad —la verdad verdadera, valga el pleonasmo—, para Ibsen, no es
la que establecen los hombres para dominar pasiones, regir los actos y
sancionar conductas; esa verdad es la que nosotros mismos nos
construimos, con conciencia pura, cuando sabemos ennoblecer nuestra
vida. Carlota Corday asesinando a Marat es condenable por la ley que ha
dispuesto: "No matarás"; pero es absuelta por los que dicen que salvó a
la revolución de un tirano sanguinario. La verdad no está ni en éste ni
en aquél lado: la verdad está en el fanatismo de la iluminada de Caen,
que encontró la verdad de todo un pueblo, en aquel momento histórico,
dentro de sí misma. Por eso, la verdad de Solness es subir a la torre
sabiendo que el vértigo de que padece le ocasionará la muerte. Por eso,
la verdad de Hedda Gabler es morir, aun cuando sea condenable el
suicidio. Lo absurdo de la moral humana es establecer una verdad común,
aplicable a todos los seres humanos: en la vida, cada uno tiene su
propia verdad.
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