El teatro de Florencio Sánchez |
Se
ha dicho frecuentemente, un poco en todos los tonos, pero siempre con la
seguridad que se da a lo que no admite discusión, que Florencio Sánchez
es el fundador del teatro nacional. Los que así se pronuncian, entienden
sin duda rendir el más alto homenaje de admiración al gran dramaturgo; y
aun cuando no ignoran, seguramente, que muchos otros ingenios han escrito
para el teatro antes que aquél nos diera sus robustas creaciones, no
vacilan en borrar así, de una plumada, toda una tradición literaria que,
si no ofrece obras de la categoría y originalidad, de Barranca Abajo o
La Gringa, por ejemplo, no es tan despreciable o torpe como para
anularla por completo y condenarla a despiadado olvido. Si refiriéndonos
al género novelístico nos es permitido asegurar que antes de Eduardo
Acevedo Díaz no cuenta la historia literaria del Uruguay con autores que
realizaran obra perdurable, — porque es evidente que los pocos literatos
que abordaron el género lo hicieron sin mayores arrestos, remedando a los
malos novelistas extranjeros y dando ejemplo de una ramplonería
desesperante, — al hablar de nuestro teatro para sentar igual absoluta
en favor de Florencio Sánchez, se comete la más palmaria de las
injusticias y se desnaturaliza por completo la verdad. Yo no creo que para
celebrar la grandeza de Sánchez sea necesario denigrar a sus
predecesores. No me parece digno tampoco cimentar su pedestal sobre una
hecatombe de cadáveres. Florencio Sánchez — ya lo veremos luego — es
grande de toda grandeza por sí mismo, sin necesidad de rebajar y anular a
nadie; es grande y admirable porque escribió una serie de dramas
vigorosos, palpítamela de realidad, profundamente sentidos, animados
siempre por un pensamiento libre, y no porque los otros no hayan entendido
el teatro como él lo entendió.
Y
si acaso se pretende significar, al presentárnoslo como el fundador del
teatro nacional, que es el primero en el proceso evolutivo de nuestra
dramaturgia porque ninguno fue como él tan revolucionario al acomodar sus
creaciones a la ideología moderna, a los gustos y preferencias dominantes
en su época, no se atiende debidamente a que, con semejante criterio,
siempre nos será dado negar a los escritores del pasado para enaltecer a
nuestros contemporáneos, y que por tal modo, temprano o más tarde, al
alborear otras normas teatrales, arrojaremos también al desván de los
trastos viejos toda esa obra de Sánchez que hoy admiramos y aplaudimos.
Ya en este primer tercio del siglo XX, el teatro realista, el de tesis, el
simbólico y el mismo teatro delicuescente han venido muy a menos; tanto,
que forman legión las personas que se muestran indiferentes a todo el
repertorio moderno francés, en el que sin embargo, son cumbres los
nombres ilustres de Paul Hervieu, Maurice Donnay, Henri Bataille, François
de Curel, Porto Riche, y a todo el repertorio italiano en el que
descuellan
Las
ideas, al igual de los hombrea, no surgen a luz por generación espontánea;
cada una es fruto necesario de una idea anterior y promesa segura de la
idea futura. En la cadena de la vida, no es dable imaginar un eslabón
suelto, que la realidad ostensible y formal de la misma está en que el último
es la consecuencia obligada de los anteriores. Si no hubieran nacido antes
que nosotros los que nos enseñaron el alfabeto y la gramática no nos sería
dado escribir hoy estas enormidades que solemos escribir.
La
historia del teatro en el Uruguay, antes de la aparición de Florencio Sánchez,
no es tan magra o desmedrada como se pretende decir. Cierto que su cuna
fue humildísima, y que en esa pobre cuna — como en todas las cunas, por
lo demás — se oyeron balbuceos. Pero, en este punto, digámonos también,
que no aparecen mejor dotados los infantes de otras literaturas. Nadie
nace a la vida hecho hombre barbado y es condición del aprender a caminar
dar tropezones y aun el irse de bruces. Si convertimos nuestros ojos a las
grandes literaturas de fin del siglo XVIII y comienzos del XIX en Francia
y en España, no son por cierto los ingenios que florecieron en la época
de Napoleón y durante los reinados de Carlos II y Carlos III, los que
pueden humillar a estos buenos antecesores nuestros, sujetos, más que por
los hierros del coloniaje, por los de la cultura ultramarina que nos
llegaba en lentos bajeles entre un capitán y un misionero y sobradas
gentes de rompe y rasga. ¿Qué autores dramáticos privaban en ese
entonces en Francia, — en esa misma Francia que lució en el siglo de
oro de sus letras ante el asombro del mundo, los genios deslumbradores de
Corneille, de Racine, de Molière? Un señor que se llamaba Bouilly, el
autor de El Abate de l´Epée; un Pigault - Lebrun, el autor de La
huérfana de Bruselas; un Lancival, un Jouy, un Arnault, un Picard, un
Etienne, un Ronchón de Chabannes, etc.,—nombres, como veis, poco menos
que ignorados de las más minuciosas historias literarias. ¿Qué obras
eran las que, entre los años 1773 y 1844, arrebataban al público parisién
y se celebraban tales que obras maestras? Los encalambrinados melodramas
de Gilberto de Pixérécourt, El perro de Montargis, El Monasterio
abandonado o La maldición paterna, Latude, Víctor o el Niño del
bosque, Calina o el hijo del misterio (aquélla, con 900
representaciones; esta última, con 1.000). ¿Que artífices españoles,
en esos mismos tiempos, reemplazaban a los preclaros de los siglos de oro,
a Lope de Vega y Tirso, a Calderón y Moreto? Ni siquiera los que con su
talento procuraban salvar la tradición o amoldarse a las corrientes
francesas, en aquel siglo de decadencia y miseria literaria, es
decir, los Cadahalso, los Jovellanos, los Meléndez Valdés, los Alvarez
Cienfuegos, los Ignacio López de Ayala o loa dos Moratín; los autores y
las obras que arrebataban al publico español y conquistaban todos los
escenarios eran éstos que probablemente ustedes no han oído nombrar
nunca o que han olvidado con justísimo acierto: don Mexía de la Cerda,
autor de Doña Inés de Castro; don José Cañizares, autor de El
anillo de Gijes, obra de magia, llena de trucos y sorpresas; Alté y
Gurena, el de El Conde Cominges, enredo de lances amorosos y
estocadas; José Concha, el de El
honor más combatido o las crueldades de Nerón,
cuyo título basta; Comella, Fermín del Rey, Sotomayor, Lacalle, etc.,
etc. Como se advierte, no eran estos modelos franceses y españolea —
ajenos totalmente a la buena literatura, — los más recomendables y
adecuados para educar el gusto de los escritores de por acá. ¿Qué podían
aprender nuestros buenos criollos de las obras que se representaban en los
De esta historia lamentable La fábula es
terminada; Pueblos libréis!... de
un tirano Ved la imagen
descifrada. Otras
veces, periódicos como El Observador Mercantil, que veía la luz
en Montevideo allá por el año 1828, (el cual, no obstante su título era
el que consagraba más espacio a la poesía y la dramática), se rebelaba
indignado contra tales producciones, y haciendo crítica muy bien fundada
acerca de aquel disparate intitulado El diablo predicador, que los
actores españoles Joaquín Culebras y Juan Diez porfiaban en montar en
escena, escribía: «¿por qué los empresarios no arrojan esa obra al
fuego y se atreven aun a representarla, insultando la moral, el buen
gusto, el decoro y últimamente a la civilización del país?» Pero,
estos reclamos y críticas constituían la excepción, y el público en
general, y con él, autores y cómicos, seguían embelesados con El
diablo predicador, El anillo de Gijes y La Charpa más vengativa y guapo
Baltasaret que venían representándose desde su estreno en Montevideo
en 1811.
Las
primeras obras de nuestro teatro fueron loas, monólogos, melodramas
hechos al gusto de la época y según los moldes importados de la caduca
literatura predominante entonces en la metrópoli. Así aparece, como
pieza primigenia en nuestros anales, el intitulado drama en 2 actos y en
verso del presbítero Don Juan Francisco Martínez, La lealtad más
acendrada y Buenos Aires vengada, cuya representación fue dispuesta
por el Cabildo de Montevideo para solemnizar el heroísmo con que
combatieron sus habitantes, a órdenes de Liniers, en el rescate de la
ciudad hermana, cautiva de los ingleses en 1806. En esta obra, ampulosa,
declamatoria, de corte clásico, actúan como personajes una Ninfa
representando a Montevideo y otra a la ciudad de Buenos Aires; aparecen
otros simbolizando al «ilustre» Cabildo, al Comercio y a los Hacendados;
y no faltan, naturalmente, ni el dios Marte, protector de España, y el
dios Neptuno, protector de Inglaterra. La escena representa una «vistosa»
selva, y en medio de la selva, aunque parezca mentira, se alza un Trono.
La obra está escrita en octosílabos, salvo algunos pasajes de aparato en
que el numen del poeta echa mano del endecasílabo para sacar al retortero
toda la mitología y los héroes griegos y romanos: Júpiter, Juno,
Vulcano, Hércules, Aquiles, César, Viriato, Scipión, etc. Y de trecho
en trecho, para subrayar la postración de una Ninfa o dar más entono a
la heroica voz de la otra, el libreto exige una música lúgubre o una música
marcial, manidos efectos que debían serlo de mucha emotividad para el
sencillo corazón de nuestros remotos antecesores.
A
esta obra inicial, de humilde concepción, que quiere ser donosa con su clásica
vestimenta, subsigue, en riguroso orden cronológico, Idamia o la reunión
inesperada, comedia en 5 actos de Luis Ambrosio Morante, estrenada en
Montevideo en 1803. Morante era un viejo actor, peruano de nacionalidad,
que anduvo rodando toda su vida por los escenarios de las dos capitales
del Plata y que tradujo numerosas obras del repertorio extranjero y nos
dio varias otras de su propio peculio. Todas esas obras (las propias, Idamia,
El hijo del Sud, Cornelia Bosorquia, y las traducidas, Turcaret, La
clemencia de Tito, El comerciante de Smirna de Champfort, El visir
y el zapatero de Damasco de Figault - Lebrun), respondían
a loe cánones en uso y sólo merecen ser recordadas como documentos
ilustrativos.
Después
de Morante, hay que mencionar a Bartolomé Hidalgo, nuestro primer poeta
criollo, — el ingenio que tuvo el valor de mezclar a la austera prosa
española los vocablos y locuciones agrestes del terruño nativo. Es autor
de un «Unipersonal» o monólogo intitulado Sentimientos de un
patriota, con que, allá por el ano 1816, se traduce el espíritu de
independencia y el repudio de la dominación colonial.
Hacia
el año 1828, se representa un sainete criollo con el título de El
brasilero fanfarrón y la batalla de Ituzaingó, cuyo autor, con muy
buen acuerdo — pues la obreja es detestable y no cifra su empeño sino
en hacer burla de loa soldados que se habían adueñado de nuestro
territorio — se oculta en el anonimato, firmando su obra como de «Un
autor uruguayo». Tras este engendro, aparece Fillán de Manuel
Araucho, monologo que los curiosos pueden hallar en el volumen de poesías
Un paso en el Pindó. Luego, nos encontramos con la tragedia Argia,
del argentino Juan Cruz Varela, inspirada en la Antígona de
Alfieri, que, aunque datada en 1824, sólo se dio a conocer a nuestro público
en el mes de enero del año 1831 por la celebrada actriz Matilde
Diez. Al año siguiente, Joaquín Culebras, incorporado a nuestro medio y
respondiendo al espíritu de la nueva nacionalidad, nos ofrece su loa
intitulada La contienda de los Dioses por el Estado Oriental, que
aparece publicada anónimamente por la imprenta de la Caridad, y en la
que, siguiendo los moldes clásicos, dialogan Jove, Marle, Astrea, la Paz,
la Fortuna. Sigue a esta loa, en 1835, lo obra en 3 actos y en verso de
Carlos G. Villademoros, denominada Los Treinta y Tres, de
asunto patriótico, en la que intervienen personajes históricos, Juan
Antonio Lavalleja, Manuel Oribe, Pablo Zufriateguy, Trápani, Laguna,
etc., — obra de escasísimo interés, pues que todo en ella se reduce a
breves incidencias comentadas en largas tiradas de versos endecasílabos,
como ser el encuentro de Gómez, que va perseguido por una guerrilla
brasileña, con Lavalleja; el desembarco de los cruzados en la playa de la
Agraciada, donde prestan su célebre juramento; y unos tiros en el último
acto, con los que el espectador se entera que las fuerzas de Laguna han
fraternizado con los libertadores. También el vate argentino José Mármol,
refugiado en Montevideo allá por el año 1842, durante la tiranía de
Rosas, estrenó aquí su drama en 5 actos y en verso El Poeta, con
éxito un tanto precario: es obra de escaso interés teatral y
sobradamente prosaica. Y con la obra de un autor que se cela tras el pseudónimo
de «Un joven oriental», intitulada La victoria de Cagancha, representada
en 1843 (en cuyo espectáculo, según nos refiero el periódico de la época
El Constitucional, le fue ofrecido un ramo de flores a la esposa
del Presidente de la República, doña Bernardina Fragoso de Rivera, en
medio de grandes ovaciones), puede cerrarse esta primera etapa de nuestro
teatro, que, como se advierte, no tiene mayor relieve y significación.
Abre
la segunda etapa — en que a mi juicio ha
de ser subdividida la historia de nuestro
teatro, si atendemos a los nuevos rumbos que
le imprimen el sentimiento de la
nacionalidad y las pasiones políticas, — El
Charrúa, drama en 5 actos y en verso
del coronel don Pedro P. Bermúdez. Es una
obra de aliento, muy fácilmente
versificada, un tanto difusa en su
arquitectura, poemática o romántica, de
acuerdo a las nuevas corrientes literarias
que ya en aquella fecha nos llegaban de
Francia. Intervienen en el drama Juan Ortiz
de Zarate, el capitán Carvallo, los
caciques charrúas Zapicán, Abayubá,
Urambiá, Magaluna, y la joven india
Lirompeya, por cuyo amor suspiran el
capitán español y el indio Abayubá. Pero
esta obra, llena de buenas intenciones, vale
más por su versificación que por su
dramaticidad, bastante lenta. Sigue a
Bermúdez, don Francisco Xavier de Acha,
autor de un juguete cómico, Bromas
caseras y de los dramas Una víctima
de Rosas, La fusión (escrita para
celebrar la paz del año 1851) y Como
empieza acaba, estrenada en el Teatro de
San Felipe en 1877. Esta última obra, de un
romanticismo rabioso, de una trama
verdaderamente novelesca, gustó sobremanera
en su época; pero fuerza es decirnos que
aquélla era la época en que privaba la
cursilería de Camprodón. El poeta Heraclio
C. Fajardo, compone La Indígena, melodrama
tomado de la Atala de Chateaubriand;
y en 1856, escribe su drama Camila
O'Gorman, dividido en 6 cuadros,
explotando el célebre episodio de la época
de Rosas. Obra de un exacerbado romanticismo
también, encierra incidencias dramáticas
como no podían menos de serlo dado el
asunto. No falta el héroe simpático, que
lo es Lázaro, ni el traidor de
miradas oblicuas e intenciones perversas,
llamado Ganón: lo que falta, tal vez, es un
poco de verdad histórica, ya que parece
cosa averiguada que Manuelita, la hija del
tirano argentino, no intercedió para evitar
que Camila y el sacerdote apóstata fueran
fusilados. Subsiguen otros autores y otras
obras ignorados u olvidados por los que
escriben historias literarias y fabrican
antologías entre nosotros, por ejemplo:
Manuel Méndez Injundia, que compuso una
pieza dramática en un acto en 1852,
intitulada Tras os Montes: Alejandro
Magariños Cervantes, más conocido como
poeta y novelista, que hizo representar en
el Teatro Principal de la Victoria, de
Buenos Aires, el 3 de octubre de 1856, su
drama en 5 actos y en verso Amor y
Patria; M. R. Tristany, autor del drama
histórico en 4 actos Un corazón
español, estrenado en el Teatro Solís
el 26 de octubre de 1858; José A. Tavolara,
que escribió la comedia en 3 actos Cosas
de todos los días, llevada a la escena
en el Solís también, el 30 de setiembre de
1858; Antonio Díaz (hijo), que hizo
representar El capitán Albornoz, 3
actos, en el Teatro de San Felipe y Santiago
el 8 de noviembre de 1860; y Julio C. Buero,
que en el año 1864 nos dio un acto en verso
rotulado El que no está hecho a bragas. No
es posible dejar de mencionar aquí al
doctor don José Pedro Ramírez, ilustre
jurisconsulto y político de nota, que en
sus años mozos, allá por 1859, escribió
una obra en 3 actos Espinas de la
orfandad; y a Fermín Ferreira y
Artigas, poeta y bohemio empedernido, que
estrenó en 1860 en el Teatro Solís una
pieza en un acto denominada Donde las
dan, las toman. También el doctor don
José Cándido Bustamante, otro varón
consular como el doctor Ramírez, tuvo en su
juventud amenos tratos con las musas:
compuso el juguete cómico en un acto y en
verso Un celoso como hay muchos; y
reincidió luego entrenando en el Teatro de
San Felipe, en el año 1876, un drama en 4
actos y en prosa, titulado La mujer
abandonada. Todas estas obras aparecen
llenas de defectos técnicos, reveladores de
inexperiencia; pero se recomiendan por su
buena escritura. Es también en esa época
que aparece Eduardo Guillermo Gordon, un
verdadero enamorado del teatro, al que
consagró varios años de su vida. Entre sus
numerosas producciones, pueden mencionarse: Desengaños
de la vida, 3 actos; Amor, Esperanza
y Fe, 3 actos; Deudas sagradas, 3
actos; La Patria, 1 acto; La fe
del alma, 3 actos, su mejor éxito,
estrenada en el San Felipe en 1866, y El
lujo de la miseria, 3 actos, estrenada
en el mismo teatro diez años más tarde, es
decir, en 1876. Posteriormente a Gordon,
surge como dramaturgo Washington P.
Bermúdez, con su obra Artigas, que
muchos años después de escrita, en el de
1898, los Podestá estrenaron en Montevideo.
Es una obra criolla, en 4 actos, cada uno de
ellos dividido en cuadros, escrita en versos
sonoros y fluidos, bien desarrollada, en la
que ciertas dicciones criollas encajan con
verdadera fortuna en la elocución netamente
española. En una historia seria de nuestra
literatura, esta obra del inspirado poeta
del Anatema ha de figurar dignamente.
Omitirla u olvidarla, importa la más odiosa
de las injusticias. Y aquí cerraremos la
segunda etapa de nuestra dramaturgia
recordando los nombres de cuatro
triunfadores, que, aun cuando a la fecha se
nos antojen anticuados, acusan en su
producción valores que no es permitido
desconocer. Son ellos, Estanislao Pérez
Nieto, el autor de Apariencias y
realidades, 3 actos en verso, estrenados
en el Teatro Cibils en 1877; Rafael
Fragueiro, el admirable e injustamente
olvidado poeta heiniano de Recuerdos
Viejos, que siendo un niño aun
escribió su tragedia Lucrecia Romana; Ricardo
Passano, actor y poeta, de cuya abundante
producción señalamos como su más sonado
triunfo La serenata de Schubert; y
Orosmán Moratorio, padre, que consagró las
mejores horas de su existencia al teatro,
legándonos abultado repertorio, del cual
entresacamos los siguientes títulos: Cora,
En el año 2.000, La carraspera y la tos,
María, Cadenas rotas, El baile de ña
Toribia, Un trozo de Aída, Culpa y Castigo,
Juan Soldao, La flor del pago, Por la
Patria, Pollera y chiripá. Ya
en este punto, comienza la tercera etapa en
que considero debe ser dividida la historia
de nuestro teatro; y ya aquí también se
descubre de modo indudable la temeraria
injusticia de los que pretenden anular la
labor fecunda y hermosa de los dramaturgos
nacionales que precedieron a Florencio
Sánchez. Basta mencionar los nombres
esclarecidos de Alfredo Duhau, Andrés A.
Demarchi, Mateo Magariños Solsona, Nicolás
Granada y Samuel Blixen para destruir la
afirmación que acusamos al comenzar este
rápido bosquejo. Obras de tan fina
estructura como Un duelo v Honorio
Blanchard, de Alfredo Duhau; obras de la
enjundia y dramaticidad de Quien planta
en tierra ajena, de Magariños Solsona;
obras de la significación delicado
esteticismo de El enemigo y Dea
Morfina, de Andrés A. Demarchi; obras
de la modernidad y elegante estructura de Un
cuento del tío Marcelo, Frente a la muerte,
Otoño, Invierno y Ajena, de
Samuel Blixen; obras, en fin, de aguda
observación, perfecta naturalidad y fino
gracejo como La Estatua, Al campo, Las
flores del muerto, La gaviota y El
trofeo, de Nicolás Granada, son
suficientes por si mismas a evidenciar que
el teatro nacional era una realidad que
existía antes del día 13 de agosto de
1903, fecha en que el gran Florencio
estrenó su primer obra M'hijo el Dotor. Y
habría aún que recordar, para ser
estrictamente exactos, que antes de la
aparición de Sánchez, se cumplió en
nuestras letras una cuarta etapa con los
denominados «dramas criollos», en los que
se ilustraron los nombres de Elías Regules,
Orosmán Moratorio, Francisco Pisano,
Benjamín Fernández y Medina, Abdón
Aróstegui, Enrique De María, Javier de
Viana, el Viejo Pancho, Eduardo Fació
Hébequer, etc. Y habría que agregar —
puesto que con la denominación de «teatro
nacional» se abarca no sólo al teatro
uruguayo, sino también al argentino, —
habría que agregar, repito, que allende el
Plata, allá en Buenos Aires, antes que
Florencio Sánchez, escribieron entre muchos
otros, David Peña, Martín Coronado,
Martiniano Leguizamón, Roberto Payró,
José León Pagano, Gregorio de Laferrére,
Enrique García Velloso, etc., etc. Obras de
la categoría y teatralidad de Canción
trágica, Sobre las ruinas, Calandria, La
piedra del escándalo, Jesús Nazareno,
Caín, Jettatore, Almas que luchan, Nirvana,
etc., certifican que el teatro argentino
tenía ya, antes de 1903, sólida y perfecta
cimentación. Ahora,
si se quiere decir que nuestro gran
Florencio culminó la obra de sus
predecesores y llevó la escena nacional a
un extremo de realización artística, entre
nosotros no alcanzado todavía hasta que él
nos ofreció sus cuatro grandes obras
maestras La Gringa, Barranca abajo, En
familia y Los muertos, dígase así, en
buena hora, y se dirá una verdad
incontrovertible. Por el rápido bosquejo
que acabo de hacer del desarrollo de nuestro
teatro, se habrá visto que nuestros
escritores rindieron tributo, primero, a los
modelos clásicos importados por los
conquistadores; luego, a la influencia
melodramática de los franceses; más tarde
al lirismo poético que propiciaba el
sentimiento de la independencia
recientemente conquistada; por último, a
las corrientes indomeñables del
romanticismo que, desde 1830 en adelante,
rigieron las letras, transformaron las
costumbres y los hombres y hasta el curso de
las mismas ideas. Para escribir sus dramas y
comedias, nuestros literatos no observaban
la vida ni atendían a la realidad;
respondiendo a su disciplina puramente
libresca, trataban los asuntos recogidos de
los patrones europeos o los ideaban según
los cánones preestablecidos. Cuidaban con
particular delectación del verso, pues que
eran, antes que nada, poetas, sacrificando a
su sonoridad y a sus metáforas el interés
del argumento, la lógica escénica, y, lo
que más importa, la acción dramática,
elemento básico, sin el cual no existe
teatro. Y sí, por raro caso, convertían
sus ojos alrededor para recoger de la
realidad circundante un tipo o un suceso, de
seguida, con su falsa concepción del arte,
influenciados por el escritor extranjero
preferido — éste, por Víctor Hugo; el
otro, por Alfieri; algunos, por Sardou o
Dumas; los más avanzados, por Ibsen,
Sudermann o Braceo, — transformaban la
comedia de costumbres o el drama de
caracteres en una pieza literaria, sin
emoción, sin vida, sin efectiva
teatralidad. Pues bien; Florencio Sánchez,
muchacho de pocas lecturas, de paupérrimo
bagaje literario, pero rudamente aleccionado
por la vida, muy observador y bien apegado
al medio en que adiestró su corazón y su
inteligencia, llega a su hora para romper
con todos aquellos viejos moldes y decir lo
que le brota espontáneamente del alma. No
repite a nadie; no sigue éste o aquel
modelo; no ha aprendido la técnica teatral;
no procura hacer literatura, ni siquiera se
inquieta de escribir correctamente: animado
por su fuego interior, respondiendo a muy
íntimas convicciones, sincero y llano,
vidente y genial, nos da, nos ofrece con la
dadivosidad de un potentado y la ingenuidad
de un niño, los frutos maduros de su
observación, la verdad que ha incubado su
espíritu, el ensueño que ha germinado en
su pensamiento. Es el dramaturgo nato. Yo
creo que nadie hablará mejor de Florencio
Sánchez que su propia obra. Ni el más
sesudo crítico ni el más acendrado
admirador nos pintarán las cardinales de su
espíritu como nos las revelan sus mismas
creaciones. Toda esa obra varonil y hermosa,
encumbrada y bravía, honestamente pensada,
sentida soberbiamente; toda esa obra que
vibra tal que un corazón, cruzada de
sollozos, entenebrecida de miserias,
vibrante de protestas y rebeldías, nos dice
lo que era su autor, las directrices de su
pensamiento, el ideal que albergó su
conciencia, sus amores, sus gustos, sus
repugnancias, sus odios. Sí, sus odios
también; porque, no obstante la bondad de
su carácter, Sánchez odió con toda la
fuerza de su alma los prejuicios sociales,
la ley atrabiliaria, la moral acomodaticia.
En cambio, amó con transportes de soñador
al hombre libre, sano y fuerte; amó a los
humildes, a los miserables, a los
desheredados, porque, en el fondo, se
sintió su hermano y supo hacer suyos su
pequeñez y su dolor. Nacido de una humilde
familia criolla; criado en un medio de
estrecheces pecuniarias; teniendo ante los
ojos constantemente, en sus correrías por
el mundo, el espectáculo de las luchas,
fracasos y torpezas de esas obscuras larvas
que se ajetrean en el suburbio ciudadano,
experimentó desde muy joven el sentimiento
de su solidaridad con ellas. No ambicionó
nunca mezclarse al mundo dorado. No sintió
el atractivo de las comodidades y el lujo.
Desgarbado, inelegante, todo en ángulos,
roqueño, vestía como cualquier trabajador
en traje dominguero. Sus revueltas crenchas
de indio, sus pantalones rodilludos y
deshilachados, hasta el hábito aquel que
poseía de guardar el pañuelo en el puño
de la camisa, revelaban su esquivez hacia
las modas de salón y su repudio de los
maniquíes elegantes. Frecuentaba los bars,
tugurios y fondas de los barrios marineros;
reía con los «canillitas» vendedores de
periódicos y se abrazaba con los cocheros
de plaza; no tenía a menos alternar con
picaros, truhanes, mendigos y hasta con
rateros. Era tal que un Gorki criollo. Y,
como Gorki también (el Gorki revolucionario
que admiramos, durante nuestros años mozos,
en sus primeros libros), proclama las ideas
ácratas que ha cosechado frecuentando los
autores puestos en auge por la «Biblioteca
Sempere»: Kropotkine, Prudhon, Grave,
Bakounine, Reclus, etc. Estas preferencias
espirituales, que responden racialmente al
imperativo de su propia naturaleza y a las
solicitaciones del medio en que se crió, le
conducen como de la mano a tratar en sus
obras, de preferencia y con particular
deleite, asuntos en los que están mezclados
las pobres gentes, los derrotados de la
vida. El maloliente tugurio, el sórdido
cafetín, el conventillo cosmopolita, el
cubil de la meretriz, todos los sitios que
apestan a dolor y miseria, manchados por la
humedad, sin sol, sin aire, sin el encanto
de la gracia o el aroma de la pulcritud,
tienen en nuestro dramaturgo bohemio el
pintor más prolijo y justo, más premioso y
enamorado. Todos los tipos del hampa, con
sus lacras y sus vicios; todas las humildes
gentes, con su pobreza y desesperanza,
confundidos en los turbios círculos
dantescos de la vida cruel, encuentran en
Florencio Sánchez un observador concienzudo
que sabe poner encima de sus harapos una
sonrisa de piedad y sobre sus llagas
purulentas el bálsamo de su amor. Por eso,
le veremos tratar con un sentimiento
profundo de comprensión a Lisandro, el
borracho envilecido de Los Muertos;
a Jorge, el triste padre de En
familia, derrotado por el juego,
haragán, sin conciencia, abúlico, que
llega hasta a robar a su propio hijo; a la
pobre costurerita de La pobre gente que
agota su salud junto a la máquina de coser
bajo la luz de una lámpara de kerosén; al
desamparado Canillita, el pobre niño
que rueda solo por las calles y los antros
sombríos con la luz azul del diamante de su
alma; a la opaca mujerzuela de La Tigra hundida
en su ciénaga, sobre la cual titila el
sentimiento de la maternidad como un lejano
perfume desconocido; — y por eso, en
contraposición, le vemos decaer en su
pintura y mostrársenos menos humano, cuando
aborda medios sociales más elevados y
pretende burilar tipos cultos y refinados;
el Ernesto de El Pasado, mocito culto
cuyo noviazgo se rompe por una pretérita
historia de amor de su madre con el señor
Arce, padre de la novia; el señor Díaz, de
Nuestros hijos, teórico de la
máxima «la maternidad nunca es un
delito»; el Roberto de Los derechos
de la salud, predicador laico de ideas
avancistas a quien la felicidad, las
comodidades y una complexión robusta
convierten en un egoísta dorado, etc., etc. Entre
tanto, Florencio Sánchez que había
actuado, siendo casi un niño, en la
revolución de 1897 como soldado del partido
«blanco», al que perteneciera más que por
convicción por tradiciones de familia, ve
culminar aquella su gesta romántica con un
terrible desengaño: sus jefes, los
prohombres en los que había encarnado toda
su ideología de adolescente, suscriben la
paz, pactando con el adversario. Entonces,
irritado, lleno de dolor, mordido por el
más cruel de los desengaños, clama contra
el caudillaje cerril, reniega de la
política casera que sólo mira al medro
personal y convierte sus ojos y su voluntad
al anarquismo científico, que no busca los
bienes materiales, sino que se nutre de
ideas. Justamente, por aquellos mismos
años, se había fundado en Montevideo el
denominado «Centro Internacional de
Estudios Sociales», en el que llevaban la
batuta algunas agitadores españoles e
italianos expulsados de Buenos Aires. Las
ideas libertarias predicadas por los
oradores y folletos del «Centro» (que
entonces parecían extraordinarias en
nuestro pacato ambiente aldeano), hallaron
fácil arraigo en la contextura
temperamental de nuestro dramaturgo, y
fácil cosa es descubrirlas en las obras en
que un prurito de tesis fluye de toda la
acción del drama, como, por ejemplo, en M'hijo
el Dotar, Nuestros hijos, Los derechos de la
salud. Sánchez
fue un apóstol y un rebelde. Un apóstol
para los míseros, a los que pintó en
cuadros de un realismo perfecto poniendo al
desnudo las llagas y pústulas que los
corroen, — no para envilecerlos,
naturalmente, sino para despertar nuestra
conciencia, para hacernos aquilatar las
tremendas injusticias de la vida, los
enormes errores de la ley, que una sociedad
más buena y más humana debe corregir. Y
fue un rebelde, porque ante los defensores
de esas mismas injusticias de la ley y de la
vida, supo siempre encontrar en lo más
recóndito de su ser, la palabra justa que
condena y que redime. Atendiendo a esta
génesis creacionista, los dramas de
Sánchez pueden ser clasificados en dos
categorías bien delimitadas: los del
apóstol y los del rebelde; los dramas
«costumbristas» y los dramas de «tesis».
Entre los primeros, están La Gringa,
Barranca Abajo, En familia, Los Muertos, El
Pasado, Moneda falsa; entre los
segundos, están Nuestros hijos, Los
derechos de la salud y un poco también
su obra primigenia M'hijo el Dotor. Todos
estos dramas son valientes de pensamiento y
ricos en documentación; todos por su
naturalidad, recia arquitectura y
emotividad, descubren la garra del artífice
que los ha compuesto; todos, en su hora,
levantaron en peso la platea de los teatros
en que fueron estrenados; — pero si a mí
se me exigiera, entre todos ellos, un juicio
de preferencias, no vacilaría un momento en
escoger La Gringa, — inmediatamente
después Barranca abajo; y en
seguida, pocos tramos más lejos, no muchos
por cierto, En familia y Los Muertos. Los
dramas costumbristas de Sánchez son
rotundos y definitivos. Son trozos de vida
palpitantes transportados a la escena. Son
cuadros de color, perfectos. Todos aúllan
un grito humano, doloroso y acongojante, que
nos traspasa el corazón. Tienen,
fundamentalmente, los dos resortes básicos
de la dramaturgia: interés y pasión. Actos
breves, crudos, tajantes, casi
esquemáticos: no contienen sino lo
esencial. Parecen esos croquis o manchas de
color con que el pintor sorprende la
realidad en sus paseos y excursiones y en
los que pone, a veces, más que en sus telas
definitivas y bien trabajadas, el alma de un
paisaje acordada a su propia alma. Aquel
gran intuitivo, que no frecuentó más que
la escuela primaria, que se ensayó en el
arte de escribir zurciendo crónicas
policiales en «La Razón», cuando dirigía
este periódico montevideano el doctor
Carlos María Ramírez, que no atesoraba
mayor acopio de lecturas que las que podían
ofrecerle un libro prestado o una revista
cogida en la redacción, sabía más, pero
muchísimo más, que muchos críticos y
literatos atiborrados de reglas retoricas.
Poseía el «Don» del teatro. Así como
otros, ante un espectáculo de la naturaleza
sienten su poesía y se manifiestan como
poetas, traduciéndolo en imágenes y
acordados ritmos; así como otros también
ante un suceso de la vida real ven su
fábula y enredo y lo encauzan, mediante
descripciones, dialogados y comentarios, en
las páginas de una novela, así a su turno,
Florencio Sánchez, dramaturgo nato, veía
esos mismos espectáculos y cuadros
escénicamente, — quiere decirse, en
movimiento, sonoros de palabras, erizados de
gestos, animados, encendidos, vivos. En
su cerebración, no existía nada de
pictórico, nada de descriptivo:
transportaba el cuadro al teatro desprovisto
de los elementos narrativos propios de la
novela, y de todos los elementos líricos,
propios de la poesía. Del asunto, —
argumento o trabazón de sucesos, —
recogía únicamente lo que era acción,
acción premiosa, movimentada, conducente al
fin perseguido y no a otra cosa; y de lo que
era adorno, palabrerío, tomaba lo esencial
y característico, nada más. Sabía lo que
interesa al espectador y lo que le fatiga o
aburre; lo que es dialogado necesario e
ineludible y lo que es inútil literatura.
Conocía los caminos por los que se llega al
corazón del público y los que nos le
apartan por no responder a la ley
sociológica de la simpatía de que nos
habla Guyau. Y sabía, sobre todo, hacer
hablar a sus personajes: colocaba en sus
bocas la frase habitual, las palabras
apropiadas a su condición, los giros
típicos de la gramática del pueblo, —
que si no son culteranos, pintan y definen
ideas y sentimientos con una justeza y
colorido sorprendentes. Y, con todo esto,
jamás fue chocarrero ni vulgarote; nunca
descendió al compadrazgo, a pesar de haber
retratado con tanta exactitud los tipos del
suburbio. «Sánchez no tiene estilo» —
escribió uno de sus detractores. Yo creo,
por lo contrario, que Sánchez es el más
personal de nuestros dramaturgos; el que
puede vanagloriarse de poseer un estilo
propio. Una página suya es inconfundible.
Tiene el estilo apropiado a los seres y
cuadros que nos presenta, tamizado de modo
imperceptible por su talento o su instintivo
buen gusto. En ese lenguaje de las obras de
Sánchez está el padrón del lenguaje de
teatro, vale decir, se establece la armonía
perfecta entre el común decir de la
conversación diaria y la parte de
literatura que consiente dicho género
literario. Los que no poseen la justa
medida, incurren en el insoportable
«lunfardismo» de los sainetes maleantes o
en la cursilería rebuscada de las
pseudo-comedias de salón. Por
esto mismo que digo, considero que valen
más las obras costumbristas de Sánchez que
las dos últimas de tesis que escribió. En
estas últimas se descubre el deliberado
propósito de acomodar los acontecimientos
del entramado dramático a la idea que se
procura demostrar; y se ve también el
esfuerzo del dialogado, que suena a
peroración universitaria, que se exorna con
una retórica frondosa e irreal. Son dramas
bien construidos, interesantes, emotivos, no
cabe duda, — porque Sánchez, seguro de
sí mismo y de su arte, a todo asunto que
tocaba lo encendía con el soplo de su
pasión; — pero, ni las agrias rebeldías
de Mecha y de su padre en Nuestros hijos,
ni las dolientes protestas de Luisa y
los largos discursos de Roberto en Los derechos
de la salud, nos conmueven más ni nos
llegan tan hondo, como el mudo dolor del
viejo Zoilo ante el derrumbe de su hogar, en
Barranca Abajo, o como esa lucha
silenciosa, pero no menos tenaz y formidable
— lucha verdaderamente épica — entre la
rutina y el progreso, entre el criollo
irreductible y el inmigrante trabajador, que
constituye el estupendo símbolo de La
Gringa. Es
que Sánchez, por su mismo temperamento, era
lo que en aquella época de la eclosión de
su obra se denominaba un «naturalista».
Agudo observador, antes que imaginativo, no
era muy ducho en inventar una fábula para
asunto de su drama; prefería cogerla y
copiarla del natural. Hurgaba mejor en la
psiquis de un tipo social que no en la
entraña de los problemas morales que les
hacía sustentar. Cada vez que intentó la
suerte, vio malogrado su empeño, porque no
le asistían las virtudes generatrices y
comunicativas de un Ibsen, por ejemplo, para
construir una moral e imponerla, ni la
dialéctica un si es no es sofística, pero
bien equilibrada, de un Dumas hijo, para
encarnar en un personaje una tesis.
Cualquiera puede advertir de seguida la
inferioridad de Mercedes Díaz — la
heroína de Nuestros hijos — ante
la enorme figura de Nora — la protagonista
de Casa de muñeca. Cualquiera
también, sin ser un experto crítico,
descubre que el doctorcito insuflado de
Universidad, aquel pobre Julio que se alza
contra su padre el viejo gaucho Olegario y
seduce a la inocente Jesusa en M'hijo el
dotor, proclamando su superioridad y
desentendiéndose de sus deberes — sin
hacerse cargo que el hombre verdaderamente
superior, para serlo, no necesita
empequeñecer y humillar a los demás, —
es una figura un tanto hueca y descolorida
ante la vigorosa contextura (no muy
convincente en su ideología, por lo
demás), del Claudio Ruper de La femme de
Claude, — o aun, ante el protagonista
de Le père Lebonnard, con quien más
fácilmente puede ser comparado, puesto que
es en este drama de Jean Aicard que se
inspiró, evidentemente, Florencio Sánchez
para componer su obra Nuestros hijos, sustentando
la tesis contraria a la planteada en aquel
drama del celebrado autor de Roí de
Camargue. Sánchez, en efecto, no
poseía las facultades de invención
novelística de los románticos, ni era muy
experto tampoco en esas experiencias
psíquicas tan caras a Paul Bourget y sus
secuaces, que descubren la razón eficiente
de un carácter, de un hábito, de una
pasión. En cambio, era un verdadero
observador, un enamorado de la realidad, un
apóstol de la justicia. Con la fidelidad de
la lente de la cámara fotográfica,
recogía los rasgos que dan personalidad y
relieve a un sujeto; todos los detalles que
caracterizan y pintan un cuadro o una
escena. Guiado, entonces, así, por su
observación y por su hondo respeto de la
verdad, fue insensiblemente hacia el
naturalismo literario, en auge por la
prédica y el ejemplo de Emilio Zola, y dio
suelta a todas las concepciones de su mente.
Sus dramas campesinos (M'hijo el dotor,
La Gringa, Barranca abajo), sus dramas
ciudadanos (Los Muertos, En familia,
Marta Gruñí, Moneda falsa), sus obras
más ligeras, sainetes, comedias y zarzuelas
(Canillita, El Conventillo, Mano santa,
La pobre gente, La Tigra, Los Curdas), evidencian
con su fidelísima pintura de ambiente y su
exacta reproducción de los tipos, aquellas
cualidades del espíritu de nuestro
dramaturgo. En vez, El pasado, Nuestros
hijos, Los derechos de la salud, procurando
reproducir figuras y ambientes sociales que
el autor no había frecuentado y que sólo
conocía al través de vagas lecturas e
impresiones de segunda mano, no viven ni
alientan sino por la luz, bastante
convencional, de la tesis que se trata de
sustentar o defender. Y
al lado de esas características, y acaso
como su derivación lógica o su
consecuencia obligada, cabe señalar la nota
pesimista, — verdadero «Deus ex-machina»
del teatro de Sánchez. El misterioso
«ananké» que se cierne sobre la vida del
pobre viejo Zoilo, gravita sobre Lisandro,
sobre Cantalicio, sobre todos los seres de El
Pasado (Rosario, la madre culpable y
dolorida, Ernesto, la víctima de los
prejuicios, José Antonio, el repudiado por
haberse casado con una criada); pesa ¡sobre
todas las criaturas de En familia (Jorge,
el padre vicioso y sin conciencia, Eduardo,
el hijo haragán, Tomasito, el muchacho
ratero, Laura y Emilia, las cabecitas
huecas). Y más que pesar, gravita sobre el
pobre señor Díaz, que lleva clavada en el
alma la infidelidad de su esposa, y sobre la
triste Luisa, minada por la tisis, que ha de
soportar en su postrer instante el
cruelísimo espectáculo del triunfo de la
salud y del amor al sorprender, a las
primeras luces del día, reposando juntos, a
Roberto y a Renata, su esposo y su hermana.
Toda la tristeza y amargura de la vida
están omnipresentes en el teatro de
Sánchez. Las palabras terribles del Eclesiastés,
aquella sombría enseñanza filosófica
que deriva del versículo: «Vanitas
vanitatum et omnia vanitas», rodando los
siglos, pasó al través del espíritu
atormentado de Leopardi, se hizo carne de
doctrina en los libros de Schopenhauer,
llegó al alma contemporánea para iluminar
con espectrales blandones toda la literatura
romántica, dándonos el mal de Werther, la
tristeza de Lara, la desesperanza de Rolla,
el desencanto afligente de Rene. Y cuando, a
su turno, el naturalismo literario se impuso
a las letras, aquel inmenso clamor de
desesperanza que había venido cruzando las
edades para proclamar la miseria de la vida
y la suprema vanidad de las cosas, encontró
acordes más profundos y exactos, en los
cuadros miserandos de la realidad que nos
ponían ante los ojos Dostoyevski y Gorki;
en las vidas lamentables de esos seres
maculados por el alcohol, por el hambre, por
la enfermedad, la prostitución o la
miseria, — tales que el Coupeau de L´Assommoir,
la Germinie Lacerteux de los
Goncourt, el turbio y derrotado Don Pier
Caruso de Roberto Bracco, aquella
conmovedora Boule-de-Suif de
Maupassant, el Osvaldo de Los Aparecidos,
el incestuoso y bárbaro Nikita del
lúgubre drama de Tolstoi La potencia de
las tinieblas, el desdichado Juan José
de Joaquín Dicenta, la corrompida Pina de La
Lupa de Giovanni Verga, el atormentado
Claudio Larcher de Physiologie de Vamour
moderne, etc., etc. Toda esta cohorte de
piltrafas humanas entenebrecidos con tintas
rembranescas, llegaron, por las artes de la
observación y el análisis empleados por
novelistas y dramaturgos de la escuela
naturalista, a descubrirnos las horrendas
llagas de la crápula, la incurable miseria
de los derrotados de la existencia; y fue
entonces, como nunca, el imperio del
pesimismo en la literatura, el triunfo de la
famosa máxima nacida un día, hace siglos,
a orillas del Ganges: «El mal, es la
vida.» Florencio
Sánchez, hombre de su tiempo al cabo,
rindió también parias a esa filosofía
desesperanzada. Todo su teatro es un teatro
sombrío, doloroso, amargo; un teatro
cruzado de rayos vengadores; un teatro que
nos representa el duelo trágico de la
mísera larva humana con el formidable e
invencible destino. Si alguna figura, dulce
y apacible, cruza el fangal de la lidia
incruenta, de inmediato asume la etérea
representación de un fantasma entre el
turbión de seres adoloridos y sangrantes:
así la amorosa madre de M'hijo el Dolor,
el soñador Quijote de En familia, la
sacrificada Luisa de Los derechos de la
salud. Pero
éstas son las excepciones. Lo común, lo
general es lo otro. Puesto a reproducir la
vida, Sánchez penetra en su sentido y se
desentiende de toda la parte de felicidad
que entraña. Esa en su obra, es cruel y
lamentable. Todas las fuerzas y acechanzas
de la naturaleza están contra el hombre: el
hambre, el frío, la miseria, las
enfermedades, los desengaños, el dolor.
Para subsistir, el hombre ha de lidiar su
lucha de cada día; para lograr una hora de
reposo, ha de penar sobre el surco días
enteros. Pero, lo terrible, lo abominable es
que el mísero gladiador no ha de
enfrentarse tan sólo a los rigores de la
naturaleza; la suprema razón de su
subsistir radica en su lucha con los otros
hombres, sus hermanos. Así transcurren sus
años sobre la tierra, flageladas las
carnes, entenebrecida la conciencia, muerto
el corazón. Cuando al cabo arriba a la
meta, se sienta al borde del camino: se cree
triunfador, y está vencido. Una pálida
mujer de ojos hueros y manto de noche, que
ha estado aguardándole, impasible y muda,
en aquella prevista encrucijada, coloca su
mano de piedra sobre su hombro. Y el hombre,
que creyó haber alcanzado la meta del
camino, sólo es ya un montón de polvo más
en medio del camino. Luchas, ensueños,
conquistas, rivalidades, gloria, fortuna,
todo ha sido una abominable mentira: la
única verdad es ese supremo dolor de la
desaparición total, que trunca el
espectáculo feérico de la luz y sepulta un
alma en el abismo de la tiniebla eterna. Y
esa es la filosofía que trasciende de ese
teatro acongojante. Dijérase que el
dramaturgo no pone en marcha la columna de
sus ideas sino ante los espectros del Dolor
o de la Injusticia social. Barranca abajo
nos denuncia que se destruye más
fácilmente el hogar de un hombre que el
nido de un pájaro cuando la familia se
disgrega respondiendo a venales o torpes
miserias del corazón. En familia nos
presenta el cuadro de otro hogar deshecho
por los vicios y torpezas de sus miembros.
Los Muertos nos coloca ante los ojos
el lamentable espectáculo de la
degradación de un ser humano por el
alcohol. Nuestros hijos constituye
una airada protesta contra la moral que
infama a la mujer que no supo encadenar su
instinto. El Pasado es otro alegato
contra el prejuicio social que hace
responsables a los hijos de las culpas de
sus padres. Los derechos de la salud es
el triunfo del egoísmo sobre el amor, de la
fuerza sobre la debilidad, de la realidad
sobre el ensueño. Y todo esto será verdad,
así, en la vida; pero ¿es que la vida no
tiene también otro sentido que el trágico
ni brinda otros frutos que los amargos del
dolor? ¿No existe en su ancho campo un
glorioso amanecer para las almas exultantes
y varoniles? ¿No brinda cármenes floridos
como otros tantos reposorios para los que
saben de las virtudes del trabajo, de la
energía y del ensueño? ¿No guarda una
hora triunfal para el que ha sabido cultivar
el árbol de la propia personalidad a fin de
manifestarse en madura cosecha de opimos
frutos? En la vida no existen únicamente
seres perversos o egoístas; también los
hay buenos y puros. En la vida no existen
tan sólo malas mujeres; también las hay
honestas y nobles, capaces de un sacrificio
y de un renunciamiento. Y en la vida, a
veces, florece el rosal de una esperanza,
suprema razón de ser de esa pobre
hormiguilla que es el hombre en medio de la
creación. ¿No fueron soñadores y locos
— torres de barro coronadas por la
cabellera en llamas de un fanal —
Cristóbal Colón y Galileo, Pasteur y
Franklin, Giordano Bruno y Servet, Ricardo
Wagner y Víctor Hugo? En la vida suele
arder la lámpara de una profunda amistad,
inextinguible al través de la noche eterna;
en la vida puede alzarse el mármol venusto
de una novia, que aclara la senda que
recorremos; en la vida, para los
reconcentrados y meditativos, siempre se
halla un libro que nos aísla de la
vulgaridad circundante y nos enriquece el
espíritu con los tesoros acumulados por los
que fueron antes que nosotros sobre la
tierra. Y hay, también, en el altar del
alma, la imagen santa de una madre, ante la
que, si padecemos, nos consolamos; si somos
indignos o miserables, nos erguimos
purificados; si estamos muertos, volvemos a
resucitar a la luz de la conciencia. Y hay,
en fin, para los corazones blancos de los
creyentes y místicos, la alegría de
esperar en Dios. Pero,
no se muda el alma como se muda el traje.
Los que nacieron asistidos por el hada buena
de la felicidad, llevarán siempre entre los
labios el gajo en flor de una sonrisa; los
que vinieron al mundo atravesado el pecho
por una espina, tendrán constantemente en
los ojos la mortecina luz de una luna
enferma. Florencio Sánchez, fruto del
dolor, crecido entre el dolor, aleccionado
por el dolor, nutrió su corazón con la
amargura del eléboro. Su pre-conciencia,
convencida ab-initio que el dolor priva
sobre la felicidad en la vida, no pudo
iluminarse con la alegría de una sonrisa:
el rictus con que se asomó a los labios
tuvo el espasmo de un sollozo. Entonces, en
medio de su noche creadora, todo su teatro
fue un ululante clamor. No
obstante, en medio de esa profunda tiniebla
del dolor humano, brilla un claro y
milagroso rayo de sol. Entre esas obras
terribles y acusadoras, hay una obra serena,
límpida, caldeada de optimismo, nunciatoria
de un porvenir mejor, de una conquista
nueva: La Gringa. La
Gringa es un oasis espiritual en medio
de esa tremenda pampa que nos reproduce la
vida del hombre sobre la tierra. En una hora
de gracia, en un minuto genial de
inspiración, Sánchez ha vislumbrado, en
medio de las tinieblas que le cercaban, una
ruta de sol, — el verdadero camino de
Damasco de los afligidos viandantes.
Entonces, con un aletazo formidable de
cóndor, escala las alturas inaccesibles, y,
desde allí, tal que un profeta o un
visionario, dice su palabra reveladora, su
gran palabra de redención. La
Gringa es la contienda entre el pasado y
el porvenir, entre la rutina y el progreso,
o, si se quiere, porque es lo más
ostensible en el drama, entre la barbarie y
la civilización, — representada aquélla
por el viejo Cantalicio, criollo apegado a
su terruño, a sus tradiciones, a sus
ñoñas ideas; y representada ésta
por Nicola, un inmigrante piamontés, rudo y
trabajador, que lleva en el pecho la ola de
voluntad de los conquistadores y entre sus
brazos fuertes el porvenir del mundo. El
viejo Cantalicio, bueno, noblote, sencillo,
odia con un odio inveterado al «gringo»,
es decir, al extranjero que ha venido a
meterle arado a los campos vírgenes, «tan
lindos con su verde gramilla»; a derribar
los ombúes, «ese gran árbol tan mansito y
tan criollo»; a poblar de haciendas
refinadas los potreros y galpones, — en
una palabra, a hacerse dueño de una tierra
ajena. El italiano Nicola, por su lado, no
odia ni tiene malquerencia a nadie: es un
pobre hombre, sencillo y rudo también, a
quien la necesidad o el ansia de nuevos
horizontes han echado de su tierra y que se
ha venido solo, solo con sus dos brazos de
labrador, a asentar su hogar en esta otra
desconocida. Así, mientras el criollo,
entregado a sus viejas costumbres, va
declinando insensiblemente, su rival crece y
crece merced a su actividad y su constancia.
El uno toma mate, juega a la taba, se
apasiona por las riñas de gallos, defiende
su «marca» en las carreras del «pago»;
el otro no sabe más que trabajar.
Cantalicio, tallado a la antigua, ha tenido
abierta de par en par la puerta de su casa,
en los buenos días de su prosperidad, al
primer recién llegado. Para comer un asado,
sacrificaba una vaca; para mantener su ocio
y el de los allegados y puesteros que
vivían a su alrededor, fue consumiendo su
fortuna. Tiene el orgullo de su raza y de su
estirpe. Habla lo mismo que un señor
feudal: —«Toda esa pampa de aquel lao del
pueblo cerca del chañarito — le dice a un
paisano — ha sido nuestra, de los
González, de los viejos González.
Cordobeses del tiempo 'e la independencia,
mi amigo!... Y un día un pedazo, otro día
otro, se lo han ido agarrando esos
«naciones» pa meter el arao... Una pena,
amigazo; romper esos campos en que venía
así la gramilla, que era un gusto...» —
Nicola, entre tanto, no juega ni bebe en el
boliche rural, asentado en una revuelta del
camino para apeadero de haraganes y
viciosos; él sólo sabe trabajar y
economizar las monedas conquistadas con su
sudor. Su mujer, sus hijas, se levantan a
las dos de la madrugada; al salir el sol,
toda la peonada está en sus puestos de
labor; él está un poco en todos lados,
vigila, dirige, arrima el hombro. No conoce
los días de fiesta; los domingos,
solamente, descansa entre los suyos,
hablando naturalmente de sus proyectos y
trabajos. Como en sus largos años de
continuado esfuerzo ha reunido un buen
montón de plata, es ahora acreedor del
criollo ocioso y divertido. Cantalicio ha
concluido por hipotecar su campo y ya ni
siquiera puede abonar los intereses. Un día
se llega hasta la chacra de don Nicola para
decirle que no le puede pagar. —Entregúeme
el campito y se gana los intereses, —
propone don Nicola. — De todos modos si
usted no me puede pagar hoy, menos podrá
hacerlo mañana cuando aumente su deuda. —Y
si a mí se me antoja no pagarle ni
entregarle el campo, ni hoy ni nunca? —
replica airado Cantalicio. —Ah!
no! Con la hipoteca non se scherza, caro
amico, — arguye bonachonamente el
italiano. —¿Que
no? ¡Ya vas a ver! -— contesta el
criollo. — Conozco un procurador que te va
a meter cada esquerzo!... ¿De modo que no
me espera? —No
me conviene. —¿Ultima
palabra? Bueno. Proteste, demande y haga lo
que quiera. Yo no pago ni entrego el campo.
Está dicho. Naturalmente,
el obcecado Cantalicio pierde el pleito y es
obligado a entregar el campo. Después
vendrá el lamentarse contra la justicia que
protege al extranjero invasor y desampara al
hijo del terruño, sin otro título mejor
que el de haber nacido en él. La
contienda entre la energía de la creación
y la abulia del ocioso, entre la virtud del
ahorro y el mal del despilfarro y la
imprevisión, ha sido fallada. Triunfa el
hombre nuevo y se hunde en la sombra el
hombre viejo, apegado a su tradición y a
sus vicios. La
Gringa, a raíz de su estreno en Buenos
Aires, fue combatida un poco acremente por
algún espíritu cicatero que no vio en su
simbolismo educador sino la parte de
crítica acerba que puede mover nuestra
sentimentalidad aldeana. Se acusó la obra
de antipatriótica; se la denominó
antiargentina. Para demostrarlo, se adujo
que en ella se rebajaba al criollo, al
elemento nativo, para endiosar en cambio al
extranjero, al «gringo». No se vio, o no
quiso verse, que al lado del viejo
Cantalicio (encarnación del gaucho de
tiempos pretéritos, de la rutina, de un
régimen social agonizante), está su hijo
Próspero, hijo del terruño también, tan
buen criollo como su padre, (encarnación, a
su vez, de los tiempos nuevos, de ese otro
tipo étnico creado por nuestra campaña ya
civilizada), hombre empeñoso y trabajador,
honrado y noble; y que al lado de don
Nicola, el inmigrante, italiano de pura
cepa, que no piensa más que amontonar
moneda sobre moneda por las artes de su
propio esfuerzo y laboriosidad, está su
hija Victoria, la «gringa», nacida
también en el terruño, criolla por lo
tanto a pesar de la sangre extranjera que
lleva en sus venas, muchacha que no se
preocupa del dinero puesto que acepta un
novio pobre. Estos
retoños de los dos viejos rivales, se aman
a hurtadillas y concluyen al cabo por
unirse, sin cuidarse, él, Próspero, de los
rencores y prejuicios de su padre, y ella,
Victoria, de las exigencias interesadas del
suyo, — que desearía verla casada con un
hombre pudiente, el constructor que le
edifica la casa, por ejemplo. Y de esos dos
retoños, que se desentienden de las ideas
extremas sustentadas por sus progenitores,
que no se preocupan del pleito entre lo
nativo y lo extraño, entre el pasado y el
presente, entre lo «gaucho» y lo
«gringo» en fin, es que surgirá la raza
del porvenir, la verdadera estirpe nacional,
los seres dominadores y fuertes capaces de
hacer la grandeza de su tierra y de elaborar
su propia felicidad, porque en sus venas
correrá el fuego altivo del indio aborigen
y la energía creacionista del inmigrante
industrioso. El mismo Florencio Sánchez nos
lo dice, en la escena final de su obra, por
boca de uno de sus personajes: «Mire que
linda pareja, — exclama Horacio,
dirigiéndose a Cantalicio; — Hija de
gringos puros... Hijo de criollos puros...
De ahí va a salir la raza fuerte del
porvenir...» ¿Es esta una declamación
contra la argentinidad? ¿Es una defensa de
la superioridad de lo extranjero? ¡No! Es
la comprobación lisa y llana de que el
pasado debe ceder plaza al presente; que la
evolución social, condición del progreso
de los pueblos, elimina aquel tipo
histórico que fue el gaucho — necesario
en la formación de la nacionalidad y en la
conquista del desierto, pero innecesario ya,
y hasta anacrónico, en este otro momento
histórico que vivimos, en el que,
cimentadas las instituciones y abiertos los
inmensos campos a los hombres de trabajo, no
priva el feudalismo de bota de potro, sino
el ganadero, el labrador, el industrial, el
ser humano realizador y fecundo. Como
pintura de ambiente La Gringa es una
soberbia obra maestra. Llena de colorido, de
alegría, de movimiento, recuerda, en su
reproducción de motivos típicamente
criollos, los que en sus telas pictóricas,
con todos los recursos del dibujo y del
color, lograron un Max Liebermann, por
ejemplo, el animador de las escenas
populares de Hamburgo, o un Ettore Tito, el
luminoso poeta de las barcas y pescadores
venecianos. Debido a su prodigioso arte de
sugerencia, Florencio Sánchez nos hace ver
siempre más, muchísimo más, de lo que
expresa su escueto dialogado y sus breves
acotaciones. Todo el acto primero de la
obra, que se desarrolla en la chacra de don
Nicola, en las primeras horas del día, es
de una frescura cautivante. Sin que los
personajes nos lo digan expresamente y sin
necesidad de que el decorado y el juego de
luces nos lo hagan sentir mayormente,
experimentamos la poesía del momento. El
autor consigna en su texto breves
acotaciones para indicar corno van vestidos
los personajes y nos da así, de inmediato,
la sensación de la época del año en que
se desarrolla el cuadro; pone luego en
labios de su personaje unas rápidas frases,
y de inmediato también nos es dado
enterarnos de la hora y el momento. Así,
por esa suma de notitas y brochazos
sucesivos que remedan la manera de los
pintores realistas mencionados antes, vamos
construyendo por nosotros mismos todo el
escenario. Vedlo: «VICTORIA (con traje
tosco de invierno, gruesos botines y la
cabeza envuelta en un rebozo aparece en la
puerta primera izquierda y se detiene en
mitad de la escena, indecisa, como pensando
que olvida algo). — ¡Ah!... (Vuélvese
rápidamente hacia los tarros de plantas y
comienza a destaparlos). — ¡Qué
helada! ¡qué helada!... (Se sopla los
dedos ateridos).» Henos instruidos con
tan simples rasgos de que nos hallamos en
pleno invierno. Enseguida aparece Próspero
y dice el texto: «PROSPERO (saliendo con
una reja de arado en la mano. Lleva también
ropa gruesa, la cara envuelta en un reboso y
los pies retobados con tamangos de cuero de
carnero). — ¡A buena hora pone la
señal!. .. Ya van llegando los peones del
bajo... Se le pegaron las sábanas, ¿eh?
— VICTORIA. — ¡Mejor!... ¿Y a
usted que le importa? — PROSPERO. — ¿A
mí? Nada. ¡Si usted anduviera trabajando
desde las dos de la madrugada y con esta
helada!...» Con estos breves rasgos se va
amasando el cuadro, que muy luego nos
sorprenderá con su fidelísima pintura. Y
esta pintura, más que la de un trozo de
paisaje campesino, es la de una hora, de un
momento vivido de la realidad. Podemos, sin
mayor esfuerzo reconstruir todo el sugerente
escenario. Es el amanecer de un día de
invierno, en el que las figuras de los
personajes, negros de noche aun, comienzan a
moverse en medio de una neblina cenicienta.
El frío muerde las carnes con sus dientes
de vidrio; la humedad de los pastos
trasciende al través del calzado; sobre los
surcos negros de labranza, la helada ha
olvidado su sueño lunar. Allá en lo alto,
las últimas estrellas se deslíen en la
claridad que avanza. Saliendo de la masa de
tinieblas, los árboles, los ranchos, los
hombres recobran su relieve característico
y empiezan a existir. Aquí se diseña el
brocal de un pozo; más allá la empalizada
de un corral; luego, unos útiles de
labranza adosados a la pared, junto a una
puerta. Victoria, diligente y madrugadora,
ceñida la cabeza y el busto por un rebozo
de lana, va por agua. A su turno, Próspero,
no menos madrugador, se le acerca para
ayudarle a tirar del balde y robarle un
beso. Entonces, redondo y enorme, como un
doncel que se apoyara de codos sobre el arco
del horizonte, se asoma el Sol. Los campos
esplenden; la casa se sonrosa en el pretil
de su azotea. Un árbol retoñado de
pájaros se descarga de ellos como de frutos
maduros que arroja al suelo. Despierta el
gallinero; chirria la garrucha; por el campo
que rodea las construcciones empiezan a
diseminarse las blancas ovejas en una
visión de evangelio. Desde el tambo,
quebrando la quietud virginal de la mañana,
se alza el mugido de una vaca, grave,
melancólico, lento, en el que trasciende la
dulzura del heno y la tibieza maternal del
establo. Al fin, entran los hombres y todo
el cuadro se anima, como esas imágenes
inmóviles del cinematógrafo que de golpe
recobran el movimiento bajo el manubrio del
manipulador. No
es menos real y coloreado el cuadro del acto
segundo que nos representa la modesta fonda
pueblerina donde se reúnen los trabajadores
del lugar para distraer su ocio dominguero.
Sobre la elemental geometría que trazan en
el cuadro las líneas del mostrador y el
ejército de botellas alineadas en la
estantería, detonan en las paredes algunos
reclamos de máquinas agrícolas y los
retratos cromados de los reyes de Italia. En
torno de las toscas mesas, grupos
bulliciosos encienden su alegría con el sol
embotellado en un frasco de barbera: los
colonos enfundados en sus rígidos trajes de
pana, juegan a la «murra»; otros, los
criollos, más reposados, leen el diario,
almuerzan o charlan simplemente. El cura del
lugar, hombre sencillote y bueno, cuyas
manos saben del breviario y la azada, y que
en llegando la ocasión coge los pecados de
los hombres para transformarlos en palomas,
ha venido también en su único día de
descanso para organizar con el médico y el
dueño del comercio su habitual partida de
naipes, una bulliciosa y vulgarísima
partidita «a la escoba». Cantos de los
itálicos que añoran la patria lejana;
voces que discuten precios de granos y
forrajes; alguna exclamación restallante de
los que juegan; alguna risa que se va
prendida a las faldas de la moza que sirve a
los parroquianos, como una espina de cardo
azul. Es un cuadro de la realidad que el
dramaturgo ha mirado al través del cristal
de su imaginación; sólo que, como ese
cristal es un prisma, todas las figuras
retratadas han quedado por el mismo modo
encendidas con los fuegos multicolores del
iris. Y
luego, todavía, el dibujo de los
caracteres, hecho con toda sobriedad y
justeza. El viejo Cantalicio, duro e
impenetrable como de madera de ñandubay,
responde a ese tipo ideal del criollo que el
autor se ha placido en pintar: reproduce, en
cierto modo, al Olegario de M'hijo el
Dotor y al Zoilo de Barranca Abajo. Pero,
con ser, al modo de éstos, un hombre
apegado a su terruño, lleno de prejuicios y
de sentimientos primitivos, alienta animado
por el fuego interior de una voluntad que
aquéllos no poseen. No se doblega ante el
rigor de la suerte que se ceba en él (como
cuando, en una espantada del caballo frente
al auto que pasa, rueda al suelo, se rompe
un brazo y tiene que acogerse al rancho del
«gringo» que detesta), ni se inclina ante
la felicidad que llega (como cuando por el
casamiento de su hijo Próspero con
Victoria, le es dada la certeza de que el
campo de sus mayores, perdido para él,
quedará en manos de su descendiente).
«¿Se reconcilia usted con los
«gringos»?, — le pregunta bonachonamente
Horacio, el hermano de la muchacha, al final
del drama. Y el criollo de piedra,
irreductible, contesta: —«¿con los
gringos»? ¡En la perra vida! Con la
«gringuita» y gracias.» No
menos bien caracterizado se halla el
italiano don Nicola. Con cuatro palabras
conocemos sus ideas, sus gustos, sus
sentimientos; penetramos en su corazón;
hurgamos en su ánima. Ved la escena final
del acto primero, en la que su mujer doña
María viene a decirle que ha sorprendido a
Próspero abrazando a la muchacha. El mozo,
llanote y franco, no rehuye la verdad; antes
bien, confiesa que ama a Victoria y que es
su propósito casarse con ella. Don Nicola
se irrita, pero se irrita por el
atrevimiento del muchacho, no porque le
juzgue, siendo pobre, poca cosa para su
hija, que es rica; se irrita porque no le
considera hombre de labor, preparado para la
lucha de la vida. —«Aprenda a trabajar
primero», — le contesta; y en ese
contundente «aprenda a trabajar primero»,
está todo el individuo, está don Nicola de
cuerpo entero. Este tipo, admirablemente
compuesto, tiene aún otras facetas que
denuncian su buen sentido y hasta sus
debilidades. Uno de los peones de la chacra,
irritado contra un animal mañero, lo ha
castigado. Don Nicola que cuida su bien y no
mide diferencias entre hombres y animales
sino por la utilidad que prestan, interpela
al mocetón ásperamente: —«Pero, ¿qué
se ha creído usted? ¿que los animales no
sienten?» — «Vea, don Nicola, —
responde el otro; — le digo que esa yegua
es muy mañera. Esta madrugada, cuando la
até, casi me rompe un balancín a las
patadas.» —«Ma,
por eso no se la castiga, — insiste
Nicola; — ¿se ha pensado que las yeguas
son hombres? ¿y que comprenden las cosas
cuando les pegan?» Victoria,
la protagonista de la obra, es una muchacha
sencillota y buena, sin complicaciones ni
enrevesada psiquis. Es hermana de aquella
encantadora e ingenua Jesusa de M'hijo el
Dotor. Ama sin cálculos a Próspero,
como Jesusa a Julio: ni por un momento le
pasa por la cabeza la disparidad de
situaciones. Ella es rica y su galán es
pobre; pero ¿es que «eso» lo tienen en
cuenta los que sólo responden al mandato
del corazón? También Jesusa es una
campesina humilde, mientras que Julio es un
estirado doctorcito recién salido de la
Universidad; — y tampoco este desnivel
social es fuerte a hacer reflexionar a la
muchacha. Estas criaturas primitivas y sanas
aman con toda la fuerza de su instinto y
hacen la dádiva de su cuerpo con un candor
adorable. La ausencia de todo interés, la
falta de cálculo y reflexión, trueca su
gesto de amorosas rendidas al hombre que
aman, en un acto superior de vida que,
trasuntando el imperativo de la especie,
asume un relieve casi religioso. La
protagonista de La Gringa viene a ser
en la obra el vínculo mediante el cual la
raza extranjera del conquistador se funde en
la raza nativa para crear el tipo social de
los tiempos venideros; pero, lo grande de
Victoria — y el hermosísimo acierto de
Sánchez, — es que la inocente muchacha ni
se da cuenta de ello. Por eso, sin dejar de
ser humano el personaje, sin disminuir un
ápice su realidad vivida, se alza ante
nosotros con la sugestiva dignidad de un
símbolo. Florencio Sánchez ha alcanzado la
realización de una alta idea artística sin
caer una sola vez en la declamación o la
tesis, — recursos manidos de los
dramaturgos que se arrojan a este orden de
especulaciones. Los
demás personajes, hasta los meramente
episódicos, aparecen perfilados con igual
maestría. Una simple frase los retrata; un
gesto, los subraya. La mano firme del
dramaturgo, que no ignora que la palabra es
la revelación de un carácter — como
quien dice, la flor en que materializa el
espíritu humano, — sabe recoger, entre el
turbión de vocablos y de dichos en que se
produce un sujeto, los característicos de
un temperamento, los que son propios de una
condición. Ni el escultor modelando con
ágiles dedos la blanda arcilla, ni el
pintor recurriendo a los colores de su
paleta, logran más justa reproducción de
sus figuras que Florencio Sánchez al trazar
las suyas con la sola virtud de un
sencillísimo dialogado. No
posee, acaso, La Gringa el vigor
dramático y la fuerza emotiva de Barranca
Abajo; no nos presenta tipos tan
reciamente estudiados como los que mueven la
acción interesantísima de En familia; no
aborda el estudio de un mal social como el
denunciado en Los Muertos, para
hacernos ver el envilecimiento de la
criatura humana por el alcohol; no nos
brinda una tesis ni un adoctrinamiento como Nuestros
hijos. Pero, dentro de su placidez
campesina, de su sencilla arquitectura y de
su fábula vulgar, común, de cosa de todos
los días, La Gringa encierra un
drama más agudo y penetrante, un cuadro
más noble y bello, una lección más
proficua y educadora que las obras antes
mencionadas. Sin largos discursos ni sonadas
declamaciones, dice todo lo que tiene que
decir; sin grandes escenas de aparato,
realiza una acción profunda que nos llega a
la conciencia; sin exagerados colores, pinta
caracteres inolvidables y costumbres de una
realidad pasmosa. Es una obra perfecta en su
técnica simplista; hermosa en los mil
particulares de su copia del ambiente; buena
en su trascendencia moral, que vale por todo
un libro de alta sociología. Es una obra
que, como todas las obras verdaderamente
grandes, no conmoverá tal vez al
«gros-public» en la medida que pueden
lograrlo otras de rebuscado efectismo; pero
cuya orientación ideológica no escapa a la
comprensión de los espíritus cultos y
selectos. Es una obra, en fin, como muy
pocas se hallarán en la literatura
universal. Aunque el preclaro ingenio que la
produjo no hubiera escrito aquellas otras
admirables que se han mencionado antes, ella
sola bastaría para hacer perdurar en los
tiempos el nombre de Florencio Sánchez. |
Víctor Pérez Petit
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Año I - Diciembre de 1938 - Nº 12
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