Cuando yo nací, Helena,
los poetas de París
se ahorcaban mirándote a los ojos.
Cuando yo crecí, Helena,
tu te encerraste en una casa grande
con un marchito ramo
y un polvoriento ajuar.
Y sonaron a tumba tus paseos
por los corredores solitarios.
Cuando yo fui hombre, Helena,
ya eras sólo un gris daguerrotipo
que plumereaba la mucama albina.
Cuando yo sea viejo, Helena,
y oficie de rector,
y tenga gafas,
y mueva en tic senil
mi calavera;
cuando tu mundo, Helena,
sea una muestra
del museo de cosas
insensibles,
como los abanicos y las modas,
y las hojas del libro de retratos;
junto a las cartas de amor
y los periódicos,
y las verjas que huyeron del verano.
Cuando yo haya muerto, Helena,
y silben trenes muchos más veloces
y amontonen casa sobre casa,
y se cubran de máquinas las selvas
y se apaguen los últimos jardines
y el dios de los veranos haya muerto.
Y muerto el dios,
no existan más muchachas
ni el vino en la hora del almuerzo,
ni el olor de durazno en la persiana,
ni las sábanas blancas en la siesta,
ni el perro que corría por el monte,
ni el niño que contaba las estrellas.
Un mundo así. Distante y sin
la clara mañana del camino
sin el humo subiendo por el valle,
sin pastor, sin caminos, sin lucero.
Un mundo sin tu sombra, Helena,
un mundo,
una piedra redonda dando vuelta,
un sonido en el aire y nada, nada,
un sonido nomás, débil, cayendo. |