Tiene de todo |
El hecho de que una actividad o profesión se convierta prosaicamente en un medio de vida, en la posibilidad de un sustento, no debe ser motivo para que sea tomado resignadamente, casi como un castigo, o como el peaje obligado que se debe tributar por esa tan rutinaria como difícil tarea de la subsistencia. Es menester, casi imprescindible, poner gusto y amor en la obra. Y, si es posible, un poco de sano orgullo. Algo que sirva para convenir en este tan simple como sabio razonamiento: hago lo que me gusta y si ello me sirve para vivir, pues, mucho mejor. Tan optimista versión del quehacer diario depara, asimismo, otra importante consecuencia: nos regala la satisfacción de la vida y el convertir este valle de lágrimas en una permanente fiesta del espíritu. Y eso resulta, naturalmente, muy bueno. Jaime Machín fue un hombre afiliado a esa filosofía. Fundador, junto con sus hermanos, de un Almacén de Ramos Generales, que abriera sus puertas el 7 de agosto de 1926, inició, luego independientemente, una larga y fecunda vida comercial, cimentando un prestigio que trascendió, incluso, los límites del pueblo. El comercio que había sido adquirido a los hermanos Medina, estaba emplazado en Canelones, en el número 148, de la vieja numeración urbana de la calle José Batlle y Ordóñez en la esquina que ésta forma con Héctor Miranda. En medio del pórtico que seguía al mostrador y en el cual se acomodaban en ordenado desorden la más amplia cantidad y variedad de mercaderías, la imagen de un gallo dorado daba marco a una frase que implicaba toda una admonición: "Cuando éste cantará -crédito se le abrirá..." Jaime Machín estaba realmente orgulloso de su comercio. No era de extrañar que en aquella sociedad canaria de la década del veinte, donde se conocía vida y milagros de todos y cada uno de los vecinos, se comentara la pasión casi obsesiva del comerciante por satisfacer la demanda de sus clientes por más inusual que fuera el artículo en cuestión. Demás estaría decir casi, que se había establecido una secreta conspiración por intentar una compra en su comercio y obtener como respuesta, un muy poco frecuente: "Disculpe, no me queda..." o, "lo siento, he vendido el último". Acaso inconscientemente, o con el pretexto de encontrar alguna situación divertida en un panorama tan tranquilo y sosegado, Modesto y Pilín se habían integrado a este juego y vivían barajando la posibilidad de saber de un producto que faltara de las bien surtidas existencias del Almacén de Ramos Generales de Jaime Machín, para reclamárselo y disfrutar de su impotencia en poder servirlos. Se vivía por aquellos años, el ocaso de la capa, una prenda masculina elegante y abrigada, recibida sin duda de la conquista hispánica, que alcanzara preferencia y popularidad. Las prendas lucían, con particular distinción, dos grandes botones dorados, con figuras en relieve, que mediante una pequeña cadena metálica unían, a la altura del cuello, los extremos de aquellos. Como prácticamente ya no quedaban ejemplares de tal vestimenta, los amigos se confabularon en el plan: irían al comercio a comprar botones de capa sabiendo que era casi imposible que los hubiera. Rumiando anticipadamente la satisfacción por el seguro desconsuelo del comerciante, imposibilitado de cumplimentar un pedido, se dirigieron a la tardecita al almacén. Tomaron unas cañitas en la trastienda -el comercio no contaba con despacho de bebidas habilitado- y cuando se venían, al descuido, como reparando, en actitud estudiada... un involuntario olvido, Modesto le dice al dueño de casa: "Estoy precisando unos botones para capa. No sé si te quedan". El comerciante captó la intención. Fue hacia las estanterías, revolvió unos tarros, sacó unos cuantos botones que frotó contra su pantalón como para que recobraran brillos perdidos y, en el mismo tono de voz, bajo y monocorde, de siempre, le dijo: "Tengo de dos tipos. Con dragones o con leones. No sé cuál te viene mejor..." Modesto ni chistó. Pagó el importe de la adquisición innecesaria y salió del almacén renegando, esta vez convencido, total y definitivamente, que a Jaime Machín no se le podía ganar ninguna. La anécdota registra una segunda instancia tan veraz como la anterior. No hace mucho tiempo, al narrarle a un muy querido amigo estos hechos tan típicos de Canelones, me dijo: "Vamos a ver si esa casa es fiel a su tradición. Me regalaron un mortero de piedra y he recorrido todo Montevideo, en procura de conseguir la correspondiente mano. Preguntá si ahí existen". Algo receloso me apersoné a Jaime Machín (hijo) a cargo del almacén desde 1956. Cual no sería mi sorpresa al comprobar que tenían en existencia dos tipos de mano para morteros: lustradas o en madera natural. Disfruté del hallazgo como lo hubiera hecho el legendario fundador del almacén. Al fin de cuentas, lo que se hereda no se roba. El almacén de Ramos Generales de Jaime Machín, sigue teniendo de todo... |
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