Perro en jaque

 
En Canelones, como no podía ser de otra forma, se vivió la fiebre del ajedrez en las primeras décadas del siglo. Este juego, nacido en la India allá por el siglo VI, se perfeccionó cinco o seis centurias después adoptando las formas actuales. Según dice la historia parece ser que fue el invento de un joven brahmán, Lahur Sessa, para contrarrestar la permanente angustia y desazón que la pérdida de un hijo, en cruenta batalla, le había provocado a Iadava, un monarca tan justo como generoso.
Es historia muy difundida que el rey, que componía sobre los sesenta y cuatro cuadrados del tablero intrincadas contiendas bélicas, quiso recompensar a su vasallo quien, apremiado, aceptó que se le pagara con granos de trigo: uno por el primer cuadro, doblándose las cantidades en los sucesivos. La sonrisa del monarca se vio oscurecida cuando sus visires le anunciaron que, sembrando todos los campos del país, no producirían en doscientos años una cantidad de granos suficientes para corresponder al petitorio del joven brahmán.
El juego cobró rápida difusión, primero en las cortes y luego en otros lugares, prevaleciendo en los círculos más refinados de mayor poderío económico. Al Uruguay llegó con la inmigración. Hispánicos e italiano trajeron consigo su afición por el ajedrez. No en vano el ingreso a Europa del juego-ciencia se había efectuado en el siglo IX, precisamente, por España e Italia.
La naturaleza del entretenimiento y su particular forma de practicarlo le confieren características muy especiales: una rigurosa concentración intelectual; un profundo desprecio por el tiempo y la seguridad de guardar el más absoluto mutismo. Hay quienes sostienen que es una aberración para la sociabilidad. Planteada la partida, los que antes eran amigos comienzan por distanciarse por mesa, tablero y piezas. Luego afectan los cinco sentidos al juego, no tienen noción de lo que pasa alrededor y no solo no oyen si alguien les habla sino que ni siquiera conversan entre sí. Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de los juegos de naipes es un entretenimiento especial para sordomudos.
Los espectadores deben guardar asimismo, rotundo silencio. Un saludo, un gesto, el más pequeño comentario puede provocar la airada reacción de los contenedores y el desprecio de todos. El aislamiento y concentración es tal que corre la anécdota de que en un campeonato internacional, que duró tres días, se encontraban, entre los espectadores, dos hermanos que hacía mucho tiempo no se veían. Al concluir la partida estaban casualmente juntos. Al verse se abrazaron efusivamente y uno de ellos se preguntó: "¿Tú por aquí? ¿Desde cuándo? "Desde ayer por la mañana", contestó el otro.
No debe sorprender que, dado el entorno y los detalles tan particulares del juego se llegue a otra conclusión: el ajedrez es para gente bien educada, fina, elegante, lo que le hace reñir con actitudes desaforadas, impropias, intempestivas. No se conciben gestos, gritos, comentarios fuera de tono ni cualquier manifestación de un "hinchismo" grosero y ofensivo.
Se acepta el resultado de la suerte, habilidad o inteligencia, con absoluta naturalidad, como la consecuencia lógica de una partida en la que, si no se dan tablas o empate, alguien debe ser el triunfador.
Y nada más.
Don José, importante personalidad de Canelones, cuyo apellido y posición omitimos para no rozar su augusta memoria, jugaba al ajedrez. No muy bien, en honor a la verdad. No era infrecuente que muchos jóvenes, mentalmente ágiles y diestros, le infirieran estrepitosas derrotas. Como buen ajedrecista, nuestro personaje asumía una actitud serena y ponderada. Felicitaba a su ocasional contrario, hablaba de la competencia y de lo relativo de los resultados -"meros accidentes"- y luego de algunas otras frases convencionales tomaba su bastón y sombrero saludando con efusividad a los presentes y, con gesto gallardo, cruzaba la plaza rumbo a su domicilio. Nunca un gesto de contrariedad; jamás una palabra altisonante. Aquel hombre constituía la imagen auténtica del gentleman, impasible y flemático.
Sin embargo tan singular personaje no escapaba a la sentencia criolla, casi axiomática: "no hay cañada sin desagüe". Se supo, de fuente muy fidedigna, el final de estas historias. Cuando Don José llegaba, el ruido que provocaba la apertura del zaguán hacía que acudiera a saludarle alegremente, el perrito de la casa. Apoyaba el bastón contra la pared, se recogía el pantalón para actuar con mayor comodidad, se acomodaba como para no errarle y de un soberano puntapié levantaba al cuzco dos o tres metros del piso. Ante los gritos y aullidos, la señora, ya acostumbrada a estos percances, decía a su doméstica:
"María: ponga la mesa que llegó el señor."

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