"¡¡Lindo frutillita!!"

 
No se de donde había tomado el mote de "El Canguro" tan poco frecuente por estas latitudes. Quizás se debiera a lo extraño de su andar que parecía querer saltar, permanentemente, sobre sus extremidades inferiores, en una postura que, aunque torpe y desgarbada, reconocía, no obstante, sorprendente agilidad.
Muy pocos sabían de su identidad y, los que le conocían le llamaban Isidro, a secas, con afectado respeto.
Era hombre de siete oficios y se acomodaba sin violencia a las múltiples y variadas posibilidades de mano de obra del pueblo. Tanto carpía los yuyos de un jardín; baldeaba una vereda; acomodaba un viaje de leña de monte u oficiaba alguna mudanza en el carromato de dos ruedas de hierro que, a falta de caballo, tiraba él mismo, tenaz y pacientemente.
Poseía una gran simpatía y una actitud siempre bien dispuesta. Cualquier hecho por nimio que fuera, tuviera o no algo de gracioso, provocaba en él la rápida explosión de una risotada franca, envolvente y contagiosa.
Todo el mundo le quería, sinceramente y su extraña figura de "Rigoletto", estaba integrada al paisaje del pueblo como algo propio e intransferible.
Por su trabajo recibía, de vez en cuando, algunas monedas, pero casi siempre, sin excepción, el consabido medio litro de vino que ávida glotonamente empinaba en menos de lo que canta un gallo. De ello se infiere que las ultimas changas del día le encontraban algo maltrecho, por las botellas acumuladas entre pecho y espalda, y más cerca del sueño que del trabajo eficiente.
Cuando podía, acomodaba su trajinada osamenta en algún corralón hasta que al otro día retomaba su jornada laboral al descompasado chirriar del eje de su estruendoso vehículo. Esta cantinela y el golpeteo de las llantas metálicas sobre el adoquinado del Canelones de entonces marcaban su presencia a la vez que alertaban al vecindario que ocasionalmente requería de sus servicios.
Cual si fuera un motor que para recorrer determinado trecho necesita también determinada cantidad de combustible, Isidro, o "El Canguro" precisaba trasegar cierta cantidad de vino para poder cumplir con su periplo urbano. Por tanto, si el día no había sido muy propicio, recurría a los múltiples amigos que su simpatía y vocación de servicio le habían proporcionado, no faltando, naturalmente, quien le invitara al trago reparador.
A todo esto, es bueno aclarar que, cual avestruz voraz echaba al buche, sin hacer distingos, cuanto tipo de vino se le sirviera, fuera harriague, frutilla, moscatel, clarete, blanco, etc. Sus preferencias eran del orden cuantitativo más que cualitativo.
Aquella tarde de verano la cosa no había andado del todo bien, para nuestro amigo. El calor reclamaba el auxilio de un refrigerio oportuno.
Enfiló sus pasos hacia el café de "La Vaca Negra" donde Modesto arrimado al mostrador, platicaba, caña por medio, con el propietario del comercio.
"¿No paga nada, compañero?" le demandó mientras enfilaba sus pasos al baño ubicado en el fondo del local.
Modesto le hizo una seña al patrón que rápidamente, captó el mensaje.
En un vaso alargado colocó unas borras de café; un poco del agua salada en la que se conservan las aceitunas; jabón líquido; creolina; y unos restos de cerveza sin consumir, al tiempo que con un chorrito de vino tinto completó el vaso hasta el borde, tomando definitivamente el mejunje un sugestivo tono tornasolado.
El hombre vino del fondo secándose las manos contra el pantalón.
Vio el tentador recipiente, lo levantó con mano temblorosa, le acomodó un largo trago al par que, haciendo chasquear la lengua contra el paladar exclamó, mientras inundaba el recinto con su sonora carcajada:
"¡¡Lindo frutillita!!".

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