Bandas rivales

 

"Domingo y la plaza también está de fiesta. 
En los bancos de un amarillo desesperante,
las parejas infaltables se mienten amoríos,
empalagadas con la miel de las palabras dulzonas
y derritiéndose como un cabito de vela.
Por las largas venas de las callecitas
embaldosadas, hay un extraño vagabundeo:
los hombres en un sentido, las mujeres en el otro.
Es una rueda humana de girasón duple e invernal".
("Delfos", 1925)

Un humorista inglés sostenía que, bastaba que un hombre, cinco o seis siglos atrás, hubiera salido una mañana a la calle en ropas menores para que periódicamente se conmemorara el acontecimiento. El suceso, inusual e inesperado, se había incorporado a la tradición de la cual son devotos incondicionales "los habitantes de la isla".
La tradición es, en sentido general, la continuidad de ideas, instituciones y costumbres en la vida de los pueblos.
Como es dable inferir, es sumamente difícil, casi imposible ubicar en forma más o menos precisa, cuando se inicia el hecho que, andando los años, pasa a ser hábito, práctica, costumbre, o en la más correcta acepción: tradición.
¿Desde cuando comenzó en Canelones la moda de transitar alrededor de la plaza hombres y mujeres en sentido opuesto?. No lo sé. Lo cierto es que, desde que me asiste uso de razón hasta hoy día, los domingos por la tardecita un muy importante núcleo de vecinos de la ciudad y zonas aledañas circundan el perímetro de la plaza: las mujeres caminando en el sentido, que lo hacen las agujas del reloj; los hombres en el sentido opuesto. Como una concesión galante o quizás como la consecuencia de un feminismo que ya se insinuaba desde algunas décadas atrás, los hombres que acompañaban, ya sea a título de novio, marido o amigo, hacían la vuelta de las mujeres.
Esta pueblerina costumbre originaba dos hechos irreversibles: Los jóvenes de ambos sexos que galanteaban o "dragoneaban" -como se suele decir por estas latitudes con un sentido de la palabra ajeno totalmente al académico- se veían dos veces por vuelta, o sea, exactamente, en una oportunidad cada dos cuadras. Las que, ya fuera como novio o marido, habían enganchado su media naranja, no se exponían a los riesgos de que alguna damisela les birlara su pareja puesto que, en la ronda placera, sus galanes tenían frente así, permanentemente un horizonte de hombres.
Como lo establecemos, pues, los domingos se daban cita en la plaza, la gente del pueblo y la de la campiña. Los otros días de la semana alternaban en el paseo los vecinos más próximos, especialmente la gente más joven que matizaba así la rutinaria existencia de un pueblo del interior con pocas novedades y menos atractivos. Respetando indefectiblemente la regla señalada, las damas daban su vuelta mientras los caballeros cumplían con la suya participando de las ventajas y desventajas que el procedimiento implicaba.
En el centro de la plaza y en forma equidistante con el paso cansino y despreocupado de la retreta, la Banda Municipal desgranaba sus melosas melodías. Una sola observación era válida ante aquellas bien logradas audiciones: los dilatados descansos que se imponían los ejecutantes luego de cada una de las interpretaciones. Ello atentaba contra la continuidad del espectáculo e iba también en detrimento del número de oyentes que se dispersaba una vez terminada una pieza pues sabían que la próxima no vendría antes de, por lo menos, veinte minutos. La razón de estas largas esperas estribaba en que los músicos participaban también de las rondas donde cada uno alentaba su esperanza. La convocatoria para la nueva ejecución la realizaba el maestro director mediante dos golpes de bombo.
Los grupos musicales eran dirigidos, según la época, alternado en la batuta un Gamba o un Calvetti. Estos conspicuos integrantes de viejas familias de inmigrantes italianos, afincados en Canelones, eran realmente excelentes músicos. Procuraban sobresalir ya sea por la bondad de sus repertorios, la belleza de sus ejecuciones o lo ajustado de sus arreglos. No obstante se palpaba una tan disimulada como bien educada rivalidad: la misma que hizo comentar a un miembro de la familia contraria al que dirigía la orquesta, cuando observó, en un concierto de una fría tarde de agosto, que llevaba sus oídos protectoramente taponeados:
¡¡ Qué egoísta: se trajo algodón para él solo !!

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