Acción de guerra

 
Quien más quien menos, en la viña del Señor, ha debido rendir tributo obligado a su fantasía. Concebida como la facultad que tiene el ánimo de reproducir, por medio de imágenes, las cosas pasadas o lejanas, de representar los ideales en forma sensible o de idealizar las reales, la fantasía ha constituido un elemento vital, común al hombre más allá de su credo, raza o condición social.
Muchas veces ha sido el "leitmotiv" o motor de una existencia, otras, por el contrario, ha significado un factor negativo, limitante, que ha hecho perder al hombre el necesario contacto con la realidad cotidiana y rutinaria.
Sea como sea, esta ilusión de los sentidos, este grado superior de la imaginación, esta conciencia desbordada, ha estado latente en la criatura humana casi desde que pudo andar sobre sus extremidades inferiores.
¿Quién honradamente puede decir: "nunca he soñado despierto"?
Es tal la gravitación de este hecho que los mercados capitalistas, siempre atentos a satisfacer las demandas de sus miembros consumidores, han montado poderosas organizaciones y sofisticadas estructuras para la atención de esta debilidad humana. En ellas puede lograrse, con bastante aproximación, que un empresario ejecutivo se sienta D´Artagnan y participe de un lance caballeresco; que un próspero comerciante arengue a sus discípulos, cual Aristóteles, en un ambiente con escenarios y personajes propios del siglo IV A.C. o que la robusta señora de un banquero triture el Aria de la Locura de "Lucía de Lammermoor" cual si fuera la mismísima María Callas en un teatro como el Scala de Milán, lleno de público delirante.
La ambientación del medio, la estructuración del entorno, la mayor o menor semejanza con la realidad que se evoca está en función directa, naturalmente, del costo de la empresa.
En nuestro Canelones de medio siglo atrás existía también un singular ciudadano dueño de una particularísima fantasía. Su estampa: un hombre mayor, alto y corpulento, de cuidada barba, ataviado impecablemente y cubierto con un enorme poncho blanco. Su fantasía: haber participado en los hechos de armas revolucionarios protagonizados por los blancos y su legendario conductor. Aparicio Saravia.
Don Esteban -que así se llamaba- era un hombre culto. Había vivido siempre en el área urbana muy lejos por cierto de los escenarios donde transcurrieron las contiendas civiles de triste recuerdo. Sin embargo, sus continuas lecturas y una extraordinaria memoria, acicateada obviamente por su gusto personal, le habían proporcionado en el tema una señalada y reconocida erudición.
Hablaba sin titubeos del desarrollo de las acciones, precisaba datos y fechas; composición de las divisiones, compañías, escuadrones y sus jerarquías de mando; describía con extraordinario graficismo la topografía del terreno de acción detallando la ubicación y características de ríos, arroyos, sierras, cerros, vados, abras y lomas. Enunciaba con la seguridad de un experto las armas que se utilizaran, fueran éstas cañones u otras piezas de artillería, fusiles, carabinas, (Remington o Mausser), Winchesters, etc. detallando su manejo y las ventajas o inconvenientes de todas y cada una en particular.
Pintaba, con su buen decir, el campamento guerrillero y sus fogones, exhumando narraciones y anécdotas en las que estaban presente el arrojo temerario y las proezas inverosímiles de los revolucionarios junto al detalle inusitado y pintoresco.
Como era común en la época, don Esteban concurría dos veces a la semana a la barbería. Allí, donde se le atendía paciente y respetuosamente, se formaba animadas peñas las que fatalmente concluían con la interesante narrativa de este extraordinario personaje.
Una mañana mientras le enjabonaban el rostro, el peluquero, descuidadamente, posó su toscano de bien encendida brasa sobre el níveo poncho de su cliente formándole de inmediato un agujero del tamaño de un peso fuerte, orlado por un perímetro oscuro propio de la combustión. Don Esteban no advirtió el desastre como consecuencia de la posición casi horizontal que ocupaba en el sillón. Sin inmutarse el fígaro continuó su labor mientras aceleradamente pensaba como salir del trance.
Terminó la afeitada, le echó agua fría con un vaporizador metálico, le pasó piedra lumbre y luego la consabida agua de colonia.
Cuando le ayudaba a levantarse, como al descuido, señalándole el agujero del poncho, le preguntó:
-"¿Masoller, Don Esteban?"
El viejo miró el estropicio y sin mayor preocupación, con la naturalidad con que siempre abordaba sus historias, contestó:
-"¡¡Si te contara, muchacho!! Aquella mañana había amanecido con una cerrazón muy densa. Componíamos la División Segunda que avanzaba formada en columna de cuatro en fondo. De pronto sentí un estampido..."

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