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Ernest Hemingway. “¿Un católico mudo?” (Reportaje)
por Carlos A. Peón Casas
pastoralc@arzcamaguey.co.cu

 
 

De la espiritualidad presente en la obra literaria Ernest Hemingway hay mucha tela por donde cortar, pero   aún  hay más en torno al tan debatido tema su filiación o no a la fe de la Iglesia Católica. Desde uno u otro ángulo, y cualquiera haya sido la postura final del colosal narrador norteamericano al respecto, siguen vigentes detalles y revelaciones casi legendarias que aluden a su bautizo en 1918, o a su matrimonio católico con su segunda esposa en 1927. Su trágica muerte por la vía del suicidio, ha sido quizás uno de esos detalles que oscurecen aún más  la  postura de fe del más grande narrador norteamericano del siglo XX. 

Nacido en el seno de una familia protestante. Sus  padres eran personas de gran devoción rayana quizás en una postura de lo más tradicionalista posible, que quizás influyó mucho en la futura concepción  religiosa de un Hemingway maduro. El Dr. Clarance E. Hemingway, (su padre) fue además un hombre duro con su hijo, y lo acercó desde muy pequeño a las  crudas realidades de su profesión: el sufrimiento  y la enfermedad. Quería hacer de su joven vástago un  ser fuerte frente al dolor, y casi lo logró, salvo que por dentro de la coraza de  “duro” e insensible, que  el Hemingway hombre-narrador nos vendió, había un espíritu inquieto y una sensibilidad espiritual que lo delataría para siempre. El recuerdo que perduró de su progenitor no fue precisamente el de un tranquilo anciano que pasa sus últimos años cultivando su jardín, sino el de un hombre atormentado que también puso fin a su vida por su propia mano.  

Hemingway se confiesa católico en 1927, con motivo de su segundo matrimonio.La que sería su segunda esposa, Pauline Pfeiffer era una católica ferviente. La anécdota referente a su conversión y bautismo pasa por uno de los momentos más álgidos de sus existencia: su experiencia de herido de  guerra en el Frente  Italiano en 1918. Su versión, que siempre resulta grandilocuente, según su personal estilo, ubica tal hecho cuando yacente y herido de gravedad en las piernas, un sacerdote italiano se le acercó y le confirió el sacramento.

Más que sus propias palabras, y del testimonio de de su hermana Sunny, citados una y otra vez por sus biógrafos, está el evidencia escrita de tales revelaciones. Se trata de una carta del propio Hemingway, presumiblemente de noviembre de 1927, y dirigida al sacerdote dominico V. C Donovan quien residía por aquel tiempo en Nueva York, y a quien Hemingway le comentaba de su experiencia de fe, a instancias de aquel por conocer de sus creencias religiosas. La epístola del por entonces eximio escritor (sólo dos de sus novelas habían visto la luz), entronca entonces por una vertiente interesante. Hemingway le confiesa a Donovan según nos lo cuenta Baker en su biografía lo siguiente:   

Por muchos años había sido católico, aunque  se hubiera apartado de manera tajante en el período 1919-1927, durante el cual no comulgó. Pero había ido con regularidad a Misa, durante 1926 y 1927, y finalmente había puesto su casa en orden en 1927. El se  sentía obligado a decir que, aunque siempre había tenido más fe que inteligencia o sabiduría- él era, en pocas palabras un “católico mudo”. “Tenía mucha fe”, pero “odiaba tener que examinarla”, de cualquier modo estaba tratando de llevar una vida ordenada dentro de la Iglesia y estaba feliz. El nunca había hecho pública sus creencias pues no deseaba ser considerado como un escritor católico. Sabía muy bien la importancia de ser un ejemplo- y no consideraba que él lo fuera. Su programa fundamental fue la simplicidad: el tratar de llevar una vida ordenada, e intentar escribir bien y con veracidad. Era más fácil hacer lo primero que lo segundo.[1] 

Lo cierto es que Hemingway, a diferencia de Chesterton, por ejemplo, no pasaría a la historia literaria de su tiempo como un escritor converso. Su vida, llena de todos los avatares imaginables y no, pletórica de acción como una justificación para  la literatura, no dejaría ni un resquicio, al menos explícito, de una vida de fe consecuente. No nos imaginamos al bronco escritor asistiendo a una Misa dominical en cualquiera de nuestros templos durante sus más de veinte años de estancia cubana, pero sí resultan significativas su amistad profunda con un sacerdote vasco  Don Andrés, o el hecho de que su barco de pesca se llamara  El Pilar, por la Virgen homónima española, o el siempre incontestable detalle de que la Medalla de su Premio Nobel descansara desde su otorgamiento a los pies de la Virgen de la Caridad, Patrona de Cuba. 

Hay sin embargo, un momento especial en que el hombre-escritor se mira a sí mismo, e indaga un poco sobre su condición de católico. La anécdota la cuenta el propio Baker en su biografía. Una tarde de Viernes Santo, a finales de los años 50, Hemingway recibe en su casa-quinta de Finca Vigía a un  conocido periodista , el que en algún momento de la conversación le revela que es católico, a continuación de su declaración,  un Hemingway no ya sarcástico, sino más bien  profundamente reflexivo le acota: 

“Me gustaría pensar que yo lo soy también”, y apuntó enseguida: “en la medida en que yo puedo serlo. Todavía puedo ir a Misa, aunque muchas cosas han pasado en cuanto a divorcios y nuevos casamientos.” Mencionó entonces al sacerdote vasco Don Andrés, y dijo de aquél: “El reza por mí todos los días”, “como yo lo hago por él. Yo ya  no puedo rezar  más por mí. Quizás esto me pasa porque me he endurecido.” 

La frase final es quizás uno de esos filones por donde seguir hurgando sobre un tema que me sigue pareciendo interesante, no ya porque queramos “descubrir” ahora mismo a un Hemingway católico, sino porque del lado de lo más humano de su personalidad, asoma nuevamente esta arista del ser endurecido por las no pocas pruebas de la vida, el prototipo por más menos feliz del  hombre duro, castigador, inflexible que está presente en ocasiones en su obra, pero que contrasta inexorablemente con ese otro ser más humano, más vulnerable: el héroe heminguayano en definitiva, que tiene una cubierta protectora bajo la que subyace toda la esencia de un estilo de vida y una espiritualidad, que no excluye la oración de intercesión, quizá como elemento ambiguo, pero al menos como un atisbo de ese “Algo” trascendente del que nadie, ni Hemingway con toda su fama de “ateo”, se salva. 

Su anecdotario tan amplio como tan insinuante de su a veces corrosivo humor, y del que tampoco escapan anécdotas sobre este tema, nos recuerda una entre simpática y a la vez sugeridora de más pistas para seguir la impronta que hoy remarcamos. Corresponde a los años de la Segunda Guerra Mundial cuando Hemingway se va de corresponsal a Europa. En una de sus no pocas misiones en aquella contienda se hace muy cercano al capellán de la compañía donde hacía las labores de su oficio periodístico, pero dejemos que sea Carlos Baker en su biografía quien no los cuente: 

“ (Hemingway) …estaba notablemente cínico respecto al tema de la religión. El capellán de la División era un hombre pequeño y sincero, fascinado por su opinión y siempre dispuesto a escucharlo. Ernesto le preguntó una vez si creía en un dicho muy citado que decía que no había ateos en las trincheras. “No, Sr Hemingway” le dijo el capellán, “no desde que lo conocí a usted…”

El día de su funeral en Ketchum , Idaho,  el remoto rancho donde había afincado su última morada, su hermana Sunny(su nombre era Madelaine), quien fue además su favorita, narra una experiencia, entre obsesionante y etérea que le aconteció mientras rezaba en una iglesia de la localidad y que por su alta subjetividad pasa siempre como leyenda. Después de estar arrodillada por un rato rezando y leyendo el servicio funerario y antes de volver a sentarse en el banco, su mirada descubrió en la alfombra una silueta perfecta de la cabeza y la barba de Ernest, y tal parecía que sus tristes ojos estuvieran suplicándole algo. Entre asustada y sorprendida, Sunny repitió la experiencia unos pocos bancos adelante del suyo, pero allí no tuvo lugar ,regresó pues al lugar inicial, y para su sorpresa la visión no se había borrado aún, seguía siendo tan vivida como al principio. Poniendo entonces un dedo sobre sus labios, depósito aquel beso  en los labios de la silueta, y al hacerlo aquella desapareció. Había sido una experiencia hermosa aunque un tanto atemorizante a la vez. Sunny regresó y contó lo sucedido. Los que la oyeron quisieron volver a ver si se repetía el suceso, pero fue en vano. La silueta no apareció jamás.[2]

En su sepelio el sacerdote oficiante leyó aquel bello pasaje del  libro del Eclesiastés: “Sale el sol, se pone el sol; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir..” Era el entierro cristiano de un hombre que  indudablemente fue bueno, y que vivió esa bondad intensamente, pero eso ya es tema para otra ocasión. Hemingway, “Mister Güey”, como lo conocían sus vecinos de Finca Vigía, dejó una estela de bondad y ese recuerdo hace perdurable e intensa la obra de una vida apegada al bien y a Dios, como su suprema expresión.

Notas:

[1] El texto citado y los posteriores que aparecen en este trabajo, corresponden a: Ernest Hemingway. A life Story. Baker, Carlos. Collier Books.NY, 1988. La traducción de tales textos es de mi autoría. 

[2] Esta anécdota está recogida en un material obtenido de la Internet: An Eclectic Addendum of Important Questions by J.C. Simmons, aparecido en una página WEB: Papa Page, dedicada a Hemingway

por Lic. Carlos A. Peón Casas
pastoralc@arzcamaguey.co.cu

 

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