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Las traducciones y la poesía |
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Si la expresión poética lograda en el poema es en cierto modo, única, ¿puede transferirse a otras lenguas y mantenerse intacta? Cuando se traduce un poema, ¿que es lo que se transvasa: ideas, significados, estilo, modos, musicalidades? ¿Puede verterse de una lengua a otra la esencia poética de una composición? Será conveniente, para cerrar este ensayo, recoger algunas consideraciones sobre la traducción de poemas, porque como no hay lengua que carezca de expresión poética, de no traducirse sus manifestaciones, quedarían vedadas a todos los que desconocen les idiomas en que fueron concebidos originalmente. Por otra parte, traducir una poesía es también ejercicio atinente al arte poético y la reflexión aquí no puede soslayarse, sobre todo porque en última instancia siempre permanece flotante la inmensa incógnita de si es más justo hablar de "la" poesía o habrá que resignarse a mentar "las" poesías, porque en cada una de ellas, por razón idiomática, siempre queda algo incomunicable, algo imposible de verter con otro instrumento expresivo que no fuere aquel con el cual se creó. En verdad, las traducciones son un hecho de las edades modernas. Su gran impulso comienza con la cultura humanista del Renacimiento. El propio concepto de la traducción es obra del humanismo. Ni la Antigüedad ni la Edad Media conocieron con fidelidad las traducciones; aquello que señalamos con ese nombre en las obras medioevales, son versiones libres, libérrimas, adaptaciones más o menos remotas y plagios. Nada le importaba al lector medioeval el origen y la estructura formal de una obra ajena; apenas deseaba conocer el contenido. Sólo el humanismo renacentista creó la conciencia de la relación entre la forma y el contenido, la importancia de trasmitir la letra y el espíritu del original; la necesidad eventual de reconstituir un texto y la propiedad literaria del mismo. Son esos los elementos que constituyen el concepto de la traducción que la mentalidad estética del Renacimiento acopió para hacer de la obra traducida una obra que también fuese arte no meramente literal en su lengua. Los humanistas italianos dieron los primeros ejemplos de esto. Algunas de sus traducciones pertenecen a los clásicos de la lengua italiana. También los españoles. Pero fue principalmente en Francia e Inglaterra que el arte de la traducción contribuyó decisivamente en la evolución de la lengua literaria. Estas traducciones condicionaron el ideal literario de la época[1]. Las traducciones poéticas se pueden clasificar en tres categorías. En la primera de éstas compréndanse todas las traducciones realizadas de una manera literal, en la que se vierten escrupulosamente todas las palabras y, en muchos casos, hasta la métrica de los originales. En la segunda categoría se incluyen los traductores que, con un criterio opuesto a la servidumbre literal de los primeros, intentan recrear los originales, incurriendo, por el contrario, en una inevitable infidelidad. A la tercera categoría pertenecen las versiones que, evitando los extremos señalados, se intenta conciliar una fidelidad relativa sin el esforzado calco de la traducción literal. Las traducciones de la primera categoría son las peores; las de la segunda las más remotas del original, y las mejores —y más difíciles— las terceras. Como hemos visto, hasta el Renacimiento, todas las traducciones se hicieron en Europa de acuerdo a la primera de las tres categorías. Pero desde entonces se sostuvo que eran preferibles las traducciones en las que el traductor traslada del original no las palabras, sino un estilo de la expresión, la imagen, etc. Y, en efecto, cuando se lee la traducción de un poema no son las palabras, simplemente, las que se quiere ver trasladadas a otro idioma, sino el significado estrictamente poético de la manera que pueda admitirlo el idioma en que se hace la versión. Palabra por palabra traduce un gramático; pero a un poeta lo debe traducir un poeta. Si las palabras tuvieran una correspondencia exacta en todos los idiomas, si las acepciones que expresan, y si la cantidad de sílabas y de versos fueran las mismas, la traducción literal sería la mejor; pero siempre sucede lo contrario. Tal vez en un idioma dulce y en otro duro la palabra no se corresponde, o en uno es aguda y en otro grave, y por lo común, distinto el sentido con que se forma una imagen. La palabra ventana, por ejemplo, corresponde a la palabra latina fenestra, pero la palabra castellana es suave y la latina dura. La primera idea producida por estos vocablos es la de una abertura practicada en la pared de un edificio, las ideas accesorias son muy diferentes en las dos. La latina, que proviene de una palabra griega que significa luz, asocia la imagen de claridad, y la española cuya etimología se origina en viento, asocia más propiamente el significado que la vincula a esta palabra. En cuanto se afina el origen de las palabras, la incorrespondencia de las lenguas, vemos el problema que a cada momento se le presenta al traductor literal. Y el problema es mucho mayor si pretende reiterar la versificación, estrofa por estrofa, verso por verso, como si se tratara de una planimetría geométrica. La versificación, desde luego, es parte de un todo técnico y estético en poesía, pero no es en sí misma poesía; Homero, Virgilio, Milton, Camoens, dan una impresión de su grandeza aún en malas traducciones. Hemos dicho que los traductores comprendidos en la segunda categoría, opuestos a los literales, han tratado la poesía del original con una libertad poco respetuosa, alterando en más o en menos los textos. La causa de esa libertad es, sin duda, un arbitrio que se toma el traductor con el objeto poco laudable de salvar las dificultades que ofrece la traducción. El lector comprenderá que no mencionamos por arbitrio el que, necesariamente fija la índole y el espíritu de los diversos idiomas[2]. La tercera categoría pretende cierta fidelidad sin literalidad. Y es claro que esa cierta fidelidad no puede ser absoluta, sino subordina a las diferencias esenciales de las lenguas, por lo que el traductor debe condicionar la letra del texto a la lengua en que traduce, manteniéndose siempre en la línea ardua y peligrosa que separa al estilo de los dos idiomas. Poesía sin literalidad, se comprende, si llena la condición de rescatar el carácter literario del autor que se traduce, trasladando sus sentimientos e imágenes, juntando a este esfuerzo el de conservar la peculiaridad del siglo o la época del autor, sin que el traductor olvide su propia época. Esto parece más probable aplicado a las lenguas vivas, y bastante dificultoso y, a veces insuperable, extendido a las lenguas muertas como el griego antiguo y el latín[3]. El estilo de una lengua es lo que no encaja dentro de otra lengua. Por esto que nadie, extranjero, puede leer el Quijote que nosotros leemos, aunque sí puede comprenderlo a su manera. La poesía eleva al máximo todos los inconvenientes, puesto que es la expresión más alta y acabada de todas las excelencias típicas de un idioma. Y aquí también los traductores saben que lo mejor es traducir en prosa los poemas, única forma de trasmitir la fuerza creadora del original, excepto su ritmo. Repugna esta idea y decepciona saber que viene a pie a nuestra lengua lo que volaba en otra; pero justamente es preferible una buena traducción en prosa que reeditar el mito de Ícaro, y que al traductor se le quemen las alas. De todo esto, deduciríamos que no puede existir quien reproduzca un original en verso de modo que ese original sea idéntico en su trasiego lingüístico y poético. Pero, como en todo, hay excepciones[4]. Sobre los varios criterios de la traducción, y para que se tenga un ejemplo directo en nuestra lengua, damos una versión del español al español con unos pocos versos del Poema del Mió Cid: Original: Ya folgava el mió Cid — con todas sus canpañas: a quel rey de Sevilla — el mandado llegava, que presa es Valencia — que non gela enparam; vino los ver — con treynta mill armas. Aprés de la uerta — ovieron la batalla, arrancólos mio Cid — el de la luenga barba[5]. José Bergua traduce así: Ya descansaba el Cid — con todos sus acompañantes: al rey de Sevilla — llegaba la noticia de que ha sido tomada Valencia, — que no pudieron defenderla más; acudió a atacarlos — con treinta mil soldados. Detrás de la huerta — tuvieron la batalla, venciólos el Cid — el de la larga barba. Alfonso Reyes traduce así: El Cid y sus compañías descansaban, cuando llegaron las nuevas al rey de Sevilla de que Videncia había caído sin poder defenderse más. Y al punto se dirigió hacia allá con treinta mil hombres. La batalla se dio detrás de la huerta, y el Cid de la luenga barba los dejó derrotados. Finalmente, una traducción de Pedro Salinas: En respósa estaba el Cid ya con todas sus campañas, cuando a aquel rey de Sevilla la noticia le llegaba de que tomaron Valencia y que ninguno la ampara; a atacarlos vino entonces con treinta mil hombres de armas. Allí cerca de la huerta libraron las dos batallas, derrótalos Mío Cid el de la crecida barba. (Parece innecesario aclarar, luego de los anteriores ejemplos, hasta qué punto es difícil una traducción, si se advierte, aún en su propia lengua, el mecanismo —no escribamos la poesía— que la comprende. En literatura la traducción, se ha visto, es gran problema. Este problema hace engañosa nuestra cultura respecto a la obra literaria extranjera. Si es posible, por lo común, entrar al dominio de las principales lenguas de otros pueblos, nos queda la solución de llegar a la poesía no española a través de aquellos traductores que más próximos están al espíritu original de las obras.[6]. Notas: [1] De la Importancia de esas traducciones pueden dar idea las siguientes: Italia: El asno de oro, Apuleyo-Firenzuola; Metamorfosis, Ovidio-Dell’Anguillara; Eneida. Virgillo-Caro: etc. Francia: Electra, Sófocles-Baif; Tusculana, Cicerón-Dolet; Obras de Plutarco. Plutarco-Amyot; etc. Inglaterra: Obras de Tucídides, Tucídldes-Nicolls; Obras de Tilo Livio y Suelonlo, Livio-Suetonio-Holland; Iliada, Homero-Chapman; etc. En España es especialmente importante la traducción de El cortesano de Castiglione-Boscán.
[2] A propósito del latín, comenzamos por aclarar que nunque utilizamos Indistintamente las palabras 'traducción' y ‘versión’, estas palabras difieren mucho entre si, de acuerdo a su etimología. Versión viene de vertere, volver, presentar una cosa bajo un nuevo aspecto. Y traducción del latín ducere trans, conducir, llevar de un lado a otro, trasladar.
[3] Entre otras cosas, el ‘hipérbaton’ es una característica fundamental de la lengua latina; y en realidad, no pueden darse reglas fijas sobre la colocación que los latinos hacían de sus frases. Asi la construcción latina no está sujeta a regla alguna; pero no creamos por esto que los latinos colocaban las palabras de una manera caprichosa. Los romanos se expresaban oral o gráficamente de la misma manera que se presentaban las ideas o los sentimientos. De aquí que muchas veces comienzan la frase por el sujeto y otras por el verbo, y otras por complemento directo, como por el adjetivo o por un adverbio; de donde podemos observar que la primera palabra de una oración es, generalmente, la que tuvieron por más interesante. El castellano observa una ordenación más analítica de las palabras, y los sustantivos, por ejemplo, se expresan con mas exactitud y precisión; en cambio la declinación y conjunción latinas han facilitado la inversión del orden directo y, en consecuencia, la abundancia del hipérbaton.
En cuanto a las dificultades de traducir del griego antiguo, un solo detalle desaparecido, o un conocimiento perdido sobre determinadas costumbres, hace completamente imposible descubrir el significado de algunas palabras. Por ejemplo, en Los Caballeros (I) de Aristófanes, éste llama al pueblo ateniense comedor de habas, sin que sepamos cabalmente por qué, pero dando un sentido tácito al abstente de las habas, Kuámonaeékon de Pltágoras.
[4] Puede ser que la proximidad histórica de dos lenguas facilite la traducción, siempre que no se incurra en una tentación literal, que es justamente su peligro. De todos modos los problemas que puedan plantearse son mínimos. Lo vemos en esta traducción de Cameens: Original: Ondados fios de ouro reluzente, que, agora da mâo bela recolhidos, agora sobre as rosas esparzldos, fazeis que a sua graga se acrecente. Olhos que vos movéis tâo docemente, en mil divinos ralos encendidos, se cá me leváis alma e sentidos, que fora, se de vós, náo fora ausente? Honesto riso, que entre a mor fineza de perlas e coráis nace e parece, ohl quem seus doces ecos já lhe ouvisse! Si. Imaginando só tanta beieza. de si, em nova glória, a alma esquece, qué fará quando vir? Ah! quem a visse!
Traducción:
Rizados hilos de oro reluciente, que ya con bella mano recogidos, ya sobre frescas rosas esparcidos hacéis que su hermosura se acreciente. Ojos, con que miráis tan dulcemente, en mil divinos rayos encendidos; si ausente me robáis alma y sentidos. ¿qué sería de mi no estando ausente? Ingenua risa que a mayor fineza nacer de perlas y coral parece, ¡oh quién me diera ya que su eco oyese! Si sólo imaginando tal belleza, de nuevo amor el alma desfallece, ¿Qué hará cuando la vea? ¡Ah, quién la viese! [5] El texto antiguo del poema es el de Ramón Menéndez Pidal: Clási-Castellanos. Madrid. 1913.
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Publicado, originalmente, en: Aquí Poesía Nº 2 Montevideo, Noviembre / Diciembre de 1962 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
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Juan Carlos Pedemonte en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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