Fin de la Noche cuento de Juan Carlos Pedemonte
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No entendía lo que pasaba. Haría una hora que todo era un delirio a su alrededor. — ¡Ay! eres demasiado joven para estas cosas. Deja que yo me ocupe. Descansa—dijo una vieja. Anduvo aturdida, queriendo saber qué sucedía. Al mirar a las mujeres del vecindario, ellas cesaban de bisbisear y la observaban, fijas, y sólo le decían: —¡Valor! Cuando las cosas llegan hasta este punto... Dios sabe... No somos nada. Ganas de preguntar sentía y grande Pero por el modo cómo la trataban temía desatar con su voz el maleficio que debía andar corriendo por delante y por detrás suyo, por dentro y por fuera de la casa. Entonces, citando ya el sol caía por la ventana. donde comenzaba a mirar la noche, los hombres llegaron a la habitación para decirle: —¡Valor! ¡El ya está en paz! Observó horramente hacia ellos y la gente que vino a rodearla. Y tuvo vergüenza de que repitiesen aquello. Que escuchara lo dicho por esos hombres, era cierto. Con lo que, su marido, había muerto. Sí, era eso. Estaría muerto: y moriría sin decirle como debía hacer después de su muerte. El ordenaba y fechaba lodos los días desde el año y medio de casados, como ella debía comportarse, con quien, cuando y que hablar, mandar, pedir... Sí, estaría muerto y ella no sabia que hacer. Estaba muerto y no le dejaba dicho lo que ella tenía que hacer ahora. Miraba los ojos de los hombres como esperando que le diesen el recado del mando, que sería pareado al de siempre en un año y medio: «hacer esto y no decir aquello; decir as, y no decir así; ir y venir; pero ,ir y venir cuando él lo quería». Eso era todo. Los hombres estaban silenciosos, con la vista clavada y, seguramente, pensando que ella se encontraba enajenada por la noticia. Llegó su padre, bajándose las mangas de la camisa, y tomó en sus manos callosas la mano de ella, fría y floja, para decirle con una voz débil: —¡Animo!, ¡ánimo!, hija. Después vinieron más mujeres. Le pusieron un perfume barato, una salmuera en la frente y le acomodaron los brazos a los lados del sillón, como s, realmente necesario. Pronto se fueron para la cocina. Vio a las mujeres y, en eso, casi admitía, ciertamente, que el marido había muerto; pero entonces no le mandó decir corno otras veces: «Hay que hacer esto.» Las vecinas, en lugar de decirle qué tenía que hacer, sólo repetían las mismas frases sin sentido:
—Vamos, no este así, que va a ponerse mala. Resignación. ¡Qué se le va a hacer! Ahora, lo que sucedía era que no podía llorar. Y comenzó a pensar en todos los malos momentos de su vida y en las cosas y en las gentes que la atemorizaban. Ni así podía llorar. Pero debería llorar, porque el marido estaba muerto y las viudas lloran. Tendría que ir al bargueño y buscar el chal negro y sentarse en la sal a y al lado del marido, para hacer las cosas que las viudas hacen. ¡Ah!, necesitaba mucho pensar én todo eso y ser valiente, porque ya se veía con el chal negro, luego de que el marido sufriera en el pecho las coces del potro del joven herrero. ¡Y Dios! Se veía mal con el chal negro: le oscurecía más los ojos y el cabello, como una verdadera tristeza. Y, después, sentada al lado del ataúd, iría siendo difícil, muy difícil que pasara junto a él, como cuando estaba Vivo y le decía cosas y le hacía cosas que la angustiaban, en esa misma sala y en noches como ésa. —larde o temprano todos sufrimos Jo mismo. —No hay que desesperar... —¿Ve? La vida sigue, piense usted en eso. —No se gana nada con estar así. ¡Valor! Entraban y salían hombres desde la cocina: amigos, vecinos, parientes, y mujeres que preguntaban dónde estaban los cacharros, las cerillas, las toallas. Allá. Allí. Y todavía llegaban otros a darle la mano, mirándola, tocándola el hombro, el brazo, en silencio. Y llegaba su padre nuevamente y, desde ¡a puerta, la observaba con una rara pena en los ojos oscuros. Pero ni aún así, su propio padre le decía qué hacer; y eso era más extraño. Pues el padre siempre sabía qué decirle. Desde pequeña sabía lo que ella necesitaba. No un vestido nuevo, que eso era tentar al lujo y después a los hombres. No quería su padre a una coqueta, sino a una señora: ¡Quiero un futuro, hija mía! Cuando el dueño de la herrería fue a hablarle al padre porque ella lo había rechazado, pensando con horror en ese hombre gordo, sudoroso, gritón, que la miraba y la llamaba por el balcón, el padre supo qué hacer, como entendido en las necesidades de su hija. Y en vano ella corrió bajo el largo comienzo de la noche, ante los ojos de toda la gente, llena de lágrimas los ojos y diciendo que no. Y el padre que sí cuando la detuvo, y sí a cada bofetón que le daba. Y cuando a la mañana siguiente al casamiento, ella se hincaba ante la puerta del padre, sollozando, implorando regresar al hogar, el padre mismo la lleva al marido, y a sacudidas le enseña lo que ella tenía qué hacer y saber como mujer casada, en otra casa. Y todo fue ayer apenas, y ahora el padre estaba allí, mirándola tristemente sin decirle: —Ves, esto hay que hacer... Parecía otro padre ése que la estaba mirando. Comenzó a causarse, a sentir un gran miedo de que llegasen a su lado a gritarle que no sabía ser viuda. Reclinó la cabeza en los brazos cruzados sobre la mesa. Sintió a la mujer de un vecino pasarle la mano por el hombro, y a otra mujer ajustarle un mechón de pelo caído en la frente; y volvieron a decirle que tuviera valor; pero ella no comprendía para qué necesitaba tanto valor. Es verdad que el marido estaba muerto; pero era un muerto que, después de un año y medio de hacer su voluntad, dejaba ese silencio vacío, sin rabia, sin exigencias, sin reprocharle que fuese así de inútil y de estúpida, y sola en medio de tantos seres extraños. Regresaron los hombres y dijeron que el difunto estaba lavado, tendido y vestido, pronto para que encendieran los cirios. Las mujeres llamaron a otras mujeres a rezar. Olía a café y anís de la cocina. Levantó la cabeza y percibió la noche crecida. Había gente dentro de la casa, gente en la huerta, gente debajo de los árboles, gente en el jardín, pisando sus flores, metiendo los zapatos en los canteros. Por las sombras de los más distantes y los rostros de los más cercanos, acechaba la vecindad entera, y cada vecino o pariente de ella o del marido hacía aumentar su miedo de que todos comenzaran a decir en vez de «rogad por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén», «rogad por esta mujer indigna, inmóvil, de boca abierta y ojos secos, mientras su marido yace entre los cirios, amén». Ahora era el momento de llorar. La primera vez que no pudo llorar fue cuando el marido vino a averiguar por qué se reía. Y, espiándola, vio que ella miraba por la ventana al joven herrero lidiar con un tordillo que pisaba indómito el camino de piedra. Y el joven herrero no supo que ella lo miraba; pero el marido, furioso, la abofeteó con las dos manos; y esa vez ella no lloró recordando lo alegre que era el paso rebelde del tordillo y lo alegre que iba luchando a saltos el joven herrero. Ahora mismo, evocando la furia del marido y la alegría del muchacho, en vez de llorar, volvería a reír. No reía porque la casa estaba llena de gente extraña. Y todos la miraban como si la muerta fuera ella. Aquella gente se pasaba la vida mirándola y diciendo que era tonta y no servía para un hombre maduro y de buenas costumbres. Miraban así cuando más lloró, gritando que no se casaría y oyendo a su padre mandarle que sí, porque la acusaba de ser una cruz demasiado pesada en su vida. Toda aquella gente era la misma que también la miraba camino de la boda, y la miraban cuando corría a refugiarse en la iglesia, de la persecución frenética de su marido. La miraban con lástima al año, cuando todos sabían que no tendría un hijo, y que ni siquiera para eso servía. Los mismos ojos en las mismas caras en los mismos sitios donde estaba desnuda. Sólo el joven herrero no la estuvo mirando, no estaba ahora allí. Y era mejor. Porque si estuviese, ella no dejaría de recordar con gusto las manos anchas que sujetaban las patas del caballo y golpeaba en los cascos y acariciaba ¡as crines mientras cantaba para nadie, como todos los que nacen en el campo. Las mujeres iban y venían a rezar; la cogieron de un brazo; ella las siguió, sin ánimo de mirar el lugar donde él debía estar imponente. Pero no. Era fácil advertir que no diría nada esa vez. Ni parecía él. Que alguien muere y, de pronto, pequeñas cosas: la posición de un dedo, la forma de un ojo, una arruga, adquieren una irrealidad entre el recuerdo del vivo y el silencio del muerto. Y ahí está, por fin, la gente que viene a descubrir que la vida ocultaba la verdadera criatura que él era: o grande como una luz que pesa sin hacer sombra en nadie; o entonces, ridículamente triste y débil, pasando por fuerte ante otros más débiles. El hacer esto y no hacer aquello o el hacer el muerto. Comenzó a pensar que más tarde, con el amanecer, la casa quedaría sola, desde la cocina a la herrería, desde la sala al jardín. La casa era demasiado grande sin los gritos de nadie. Y ella había jurado ante los gritos que nunca hizo nada malo con mirar detrás de la ventana, aun cuando llegara el joven herrero al trote de su hermoso caballo. Mas, por fin, salió aquel día el marido a detener jinete y animal y azotar con una fusta de puntas plomadas al muchacho, y al caer éste rodando, gimiendo de dolor, el marido también golpea, enardecido, la cabeza del hermoso caballo, y ella corre a impedirlo; pero ya por los ojos del caballo han brotado dos gruesas lágrimas de sangre y gira ciego levantando las patas y las deja pisar en el aire hasta dar en el pecho del verdugo. Fue sólo eso. El joven herrero se arrastró hasta una casa. El caballo huyó desesperado hasta quebrarse las patas contra un muro. El marido abrió la boca, ahogándose, pálido, sin respiración con qué gemir, muriendo lentamente con una espuma espesa en los labios violetas. Eso fue todo. Los parientes aparecían cada vez más tristes, y en voz baja, con recelo, como si se sintieran aborrecidos por el muerto, le decían: —Si necesita alguna cosa... ¡Ah, qué noche iba a ser aquella! Pero ya estaba a la puerta el amanecer, y cuando lo advirtió, pensó en ese día que nacía y en que nadie podría decirle: «Hay que hacer esto.» Y entonces, miró la primera luz del sol en sus manos y, sin saber cómo, comenzaron a nacer de sus ojos las últimas lágrimas... |
cuento de
Juan Carlos Pedemonte
La Estafeta Literaria Nº 432 15 de noviembre de 1969
II Concurso de Cuentos
(3)
Biblioteca Virtual de Prensa Histórica
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Juan Carlos Pedemonte en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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