La habitación de madera se sacudió con
estrépito, me desperté y escuché las tranquilizadoras palabras de
Margara, mi mujer:
-"No te preocupes, es un terremoto". Y agregó "esta construcción es
antisísmica".
Estábamos en la aldea de Wonokerto, en las laderas del volcán Bromo, en
Java (Indonesia). La dueña del pequeño hotel donde nos alojábamos, una
alemana casada con un indonesio, nos había explicado que los temblores
eran frecuentes.
A pesar de la mala noche, resolvimos, al día siguiente, llegar hasta el
propio cráter del volcán. Salimos temprano, tomamos una camioneta de
transporte público, hicimos varios kilómetros por una carretera de
montaña selvática y llena de gente (toda Java está llena de gente, de
una manera difícil de imaginar desde el despoblado Uruguay) y nos
bajamos en la caldera del volcán, una amplia zona sin vegetación que lo
rodea. Un color gris-amarillento, de amenaza, envuelve lo que se ve.
Caminamos un buen trecho por esa tierra de nadie entre lo vivo y lo
mineral y llegamos al propio anillo del cráter. No era muy alto y había
hasta escaleras para ayudarse. Escaleras puestas para los visitantes,
que esa mañana no abundaban. Casi diré que estábamos solos. Que nos
sentíamos solos. Subimos, y nos asomamos al esperado abismo sulfuroso y
humeante. Nos quedamos un buen rato, como para convencernos de que los
tiempos del volcán no son los nuestros, y emprendimos el regreso.
Ya estábamos en la carretera cuando empezó a llover. Y llovió por varias
horas, acortándonos la última parte de la jornada. El anochecer, con
luna creciente, nos encontró -cansados y mojados-en nuestra habitación
antisísmica.
Antes de irnos a dormir estuvimos mirando una jaula de monos. La dueña
del hotel los mantenía para acentuar el carácter "exótico" de sus
pintorescas cabañas.
En medio de la noche, uno de los monos inició una especie de
lamentación. Por momentos parecía un llanto resignado, en otros, el
grito angustiado del que quiere huir de algo. Otros monos se fueron
incorporando, como si dialogaran, cada vez más inquietos, cada vez más
estridentes, hasta que al fin callaron todos.
- "Ahora podremos dormir", nos dijimos ingenuamente.
En ese momento ocurrió el segundo temblor, bastante más intenso que el
de la noche anterior. Recuerdo el ruido de la tierra y de las cosas
sacudiéndose.
Después del temblor vino el silencio. Investigamos: nada se había caído,
ni adentro ni afuera de la habitación. Las luces funcionaban y la dueña
del hotel ni siquiera se había levantado.
-"Esto pasa siempre, los que viven acá ya están acostumbrados, vamonos a
dormir".
Nos íbamos hundiendo en el primer sueño de la larga noche cuando desde
la torre de la mezquita de Wonokerto cantó el muecín. Un muecín con
altoparlantes, entusiasmado. Su llamado a los fieles para la primera
oración del día atravesaba con facilidad la húmeda noche tropical y las
paredes de madera de nuestro cuarto.
Fue -sin proponérselo- nuestra canción de despedida.
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