Fue un día largo y que no olvidaremos.
Tomamos el tren "de los turistas" en el Cuzco y a través de la Pampa de
Anta primero y del valle del Urubamba después, llegamos a Machu-Picchu.
Ahí teníamos una estratégica reserva en el único y sencillo hotel que
existía por aquel entonces junto a las ruinas. Como la multitud las
inundaba en la tarde, resolvimos dejar muestra visita para la mañana
siguiente y dedicarnos a escalar en solitario el Huayna Picchu. Es éste
el cerro en forma de dedo que se ve, atrás del todo, en la mayoría de
las fotos que promocionaban el lugar.
Para ir hacia él hay que caminar por una especie de caballete, dejando a
la derecha la garganta del Urubamba (que desde allá abajo se hace oír y
cómo) y luego iniciar una subida primero suave después abrupta, casi
vertical. Hay escalones tallados en la resbalosa roca, hechos para pies
bastante más cortos que los nuestros, hay paredes altas y oscuras que se
deben bordear con un poco de instinto y otro poco de obediencia, y por
supuesto, hay precipicios que más vale no mirar. La vegetación hace lo
suyo, ayudando o dificultando los pasos y la visibilidad.
El tramo final es desnudo y duro, con escalones como para pies de niño,
pero lo que se empieza a ver y a sentir compensa todo. El Urubamba se ha
perdido en la profundidad, a nuestra altura están los otros cerros
empinadísimos y cubiertos por la selva y lejos, los nevados. En todo el
trayecto y la subida no vimos un solo ser humano. Cuando alcanzamos la
cima, sí. Estaba sentado con las piernas cruzadas y la frente dirigida
hacia el sol. Nos oyó llegar y abrió los ojos. Éramos tres: mi mujer, mi
hijo de 12 años y yo. El hombre nos dijo simplemente: "Hola". Catalán,
vivía en Barcelona, estaba en viaje de negocios. Resultó fácil
simpatizar a esas alturas.
En la cumbre del Huayna hay un pequeño espacio bastante llano, salpicado
por grandes bloques de granito, y hay un triángulo, marcado en la
piedra, que "apunta" hacia Machu Picchu. La ciudadela se despliega allá
abajo, la visibilidad es magnífica, y resulta fácil imaginar el pie de
un vigía inmóvil apoyado en el triángulo. Nada importante escaparía a su
atención.
Sobre las borradas huellas de aquellos vigías nos fotografiamos varias
veces. Colaboró el catalán y fue fotografiado a su vez.
Nos costó mucho decidirnos a emprender el regreso. En la altura había
una perfección sosegada. Nunca pude recordar si había viento, o frío o
calor, ni siquiera si el sol deslumbraba. Las fotos muestran nuestros
rostros de entonces, la claridad del día, por supuesto la cordillera, y
Machu Picchu, digamos, a nuestros pies.
Pero el catalán y nosotros iniciamos el descenso seguros de llevarnos
otras cosas. Y el descenso fue fácil. Los angostos escalones y las
murallas de piedra significaban ahora algo más. Y lo mismo el rumor del
Urubamba, cuando lo volvimos a oír. |