La primera vez que los vimos fue en Londres. Era verano y salíamos
en ómnibus para York. Se sentaron un par de asientos atrás de nosotros.
Él tenía una expresión serena, una barbita casi Ho-Chi-Minh, cierto aire
general de profesor. Ella, una mirada enérgica, de mujer capaz de
cualquier cosa. Era linda, y los dos eran jóvenes.
Nuestros estereotipos funcionaron: son vietnamitas, nos dijimos. Y
derivamos nuestra atención a la campiña inglesa, a la curiosa torre de
la catedral de Chesterfield, a las fábricas que rodean Sheffield, y a
las flores, cuando nos acercábamos a York.
La segunda vez estuvo todavía dentro de la lógica. Llegados a la antigua
"Eboracum", uno de los puntos obligados para cualquier viajero es un
paseo por las murallas. Y por ellas los vimos venir, caminando hacia
nosotros, abrazados de una manera extraña.
Disfrutamos de York y seguimos nuestro viaje: Escocia, Irlanda. Después,
quizás cansados de los cielos grises, un impulso hacia el sur nos llevó
a España, y de ahí, a Marruecos. Resolvimos llegar hasta Marrakesh. Y
llegamos, según nuestra costumbre, en ómnibus. El aire acondicionado no
funcionaba, así que el Sahel nos envolvió con su calor crudo y natural.
Afuera, la arena volaba con el viento y cada vez que nos deteníamos nos
rodeaba una pequeña muchedumbre de vendedores y curiosos.
Aparecieron las palmeras de Marrakesh. Las casas eran rojizas. Nos
dejamos caer en un hotel de precio razonable y salimos para la Djemaa el
Fna. Esta plaza, antiguo lugar de ejecuciones públicas, es hoy un
extraño corazón comercial, ya muy modificado por el turismo, donde se
pueden comprar desde alfombras hasta serpientes. Estábamos fingiendo
interés en una de estas, una aburrida cobra del desierto que se
levantaba desde su canasto y nos miraba como perdonándonos, cuando por
atrás de la serpiente pasaron los vietnamitas. Iban abrazados como la
otra vez y no hablaban. No nos miraron cuando los miramos. Estuvimos de
acuerdo en una cosa: no puede ser que nos vengan siguiendo.
Dejamos Marrakesh y volvimos a España para terminar el viaje. El día que
nos embarcábamos en Madrid, cuando ya la mente empieza a estar
prisionera del regreso, fuimos a visitar el Museo del Prado, donde
reiteré mis preferencias por Goya y donde Velázquez volvió a dejarme
frío, y fuimos a hacer algunas compras de último momento. Originales,
aterrizamos en "El Corte Inglés". No recuerdo a qué sección fuimos, pero
ahí estaban ellos, los vietnamitas. Habían cambiado su atuendo y
llevaban bolsas de compras. Nos vieron. Esta vez no hubo dudas. Se
dijeron algo con disimulo, igual que nosotros. Como nosotros, tenían el
aire de quien está por volver a casa. Fue (hasta hoy) el último
encuentro Londres, York, Marrakesh, Madrid. Sin habernos hablado nunca,
tal vez nos agradecemos el secreto intacto que cada uno conservó. |