Los aviones que cruzan el Pacífico sur
suelen llegar al aeropuerto de Papeete, llamado FAAA (con tres a) en la
madrugada. Nosotros no fuimos una excepción, y mientras se acercaba el
día nos pusimos a conversar con una pareja de franceses. Deseosos de
aventuras poco convencionales, nos propusieron alquilar entre los cuatro
un vehículo todo terreno y cruzar la isla (Tahití) por el centro
montañoso, ahí donde llueve siempre y los turistas no llegan.
Aceptamos. Nos tomamos un día para menesteres más apacibles y al
siguiente fui muy temprano con Joél (el francés) a alquilar lo único que
encontramos: un viejo Rover gasolero y 4 x 4, con cubiertas en estado
preocupante.
El viajero sabe que debe asumir riesgos y arrancamos. Joël manejando, yo
de copiloto, y Hélène (la francesa) y Margara atrás, con las provisiones
y otros adminículos.
Dejamos la costa y la ciudad y entramos en una zona selvática, de
vegetación grandiosa y llovizna constante. Vimos gente que caminaba
usando enormes hojas a modo de paraguas, con el aire tranquilo de quien
hace eso todos los días. Había una coherencia general, y había poca luz,
porque íbamos por las gargantas en un lugar de montaña.
Sacábamos fotos, nos deteníamos, y todo iba bien hasta que nos acercamos
a una curiosa cascada. Joël quiso verla de cerca, tan de cerca que se
cayó por ella. Apareció unos metros más abajo, maltrecho pero sin huesos
rotos ni daños importantes. Lo rescatamos. No estaba en condiciones de
seguir manejando.
Así que me puse al volante para el regreso. Nos habían dicho que
teníamos que "cruzar el río Papenoo y seguirlo en su curso hasta la
costa".
Y llegamos al Papenoo: cien metros de ancho y ni un atisbo de calzada o
puente. Simplemente meter el Rover en el agua apuntando a las escasas
huellas que se veían del otro lado. Por supuesto, el agua llegó hasta el
capot, mojó generosamente nuestros pies, se encendió una luz roja en el
tablero, mientras yo persistía con la primera y el embrague apretados y
pensaba en las caricias de las piedras puntiagudas del fondo al paso de
las cubiertas viejas. Al final salimos.
Salimos, suspiramos aliviados y tomamos la carretera "balastrosa" que
bordeaba el Papenoo. íbamos aguas abajo, hacia la costa, cuando...
nuevamente el río se puso delante de nosotros. Para ser breve, diré que
la carretera y el río compartían el angosto valle y se cruzaban varias
veces. Y varias veces, como tercos amantes de las aguas nos sumergimos
en ellas con nuestro improvisado anfibio y logramos salir y seguir. Las
emociones mejoraron a Joël, que volvió a Papeete bastante restablecido.
Ya era de noche.
Al día siguiente se separaban nuestros caminos. Joël y Hélène seguían
hacia la India y nosotros íbamos para Australia.
Cuando, tras algunas semanas, volvimos al Uruguay, nos estaba esperando
una postal de ellos, de Varanasi, diciéndonos que no olvidarían nunca la
aventura compartida y que, estando en la India, habían resuelto tener un
hijo.
Y meses después llegó la carta de Francia con fotos del francesito
concebido en tierras lejanas y de los orgullosos progenitores. La vida
elige estos caminos. |