El ciego |
En
una de las esquinas céntricas de la ciudad, donde mayor se percibe el
bullicio de la gente, se aprecia a un hombre de andar tambaléante, cuyo
grueso estómago se va hamacando de un extremo a otro conformando un físico
desfigurado y que va cargando sobre su espalda una bolsa de arpillera
mientras lleva en su mano una latita y gime en tono lastimoso: -"por
favor una limosna para un pobre ciego". Su
nombre es Jaime. Nació blanco como la leche. Pero su cuerpo se fue
tornando negro como el carbón con el correr de los años, porque jamás
se bañaba. A
los amigos que le criticaban el hedor que provenía de él, les respondía
furioso: -"el hedor que emana de mí, es sano". Jaime
poseía la virtud del ahorro de dinero. Si bien a cada sonido que
escuchaba del ruido de una moneda que caía en su tarrito, se postraba con
un ademán de su cuerpo y, dentro de su mente, pensaba:''mal rayo los
parta, malditos bastardos tacaños". Jaime
solía frecuentar almacenes de mala muerte donde adquiría recortes de
fiambre cuyo precio regateaba hasta conseguir que le cobraran sólo unos míseros
centavos. Como prueba de su robustez, es que ni siquiera tales alimentos
le producían colesterol. Cuando alguien se mofaba de su obesidad respondía:-"Ojalá
mantuviera la fortuna que me costó mi estómago. Y, al unísono, que mis
enemigos tengan el dinero que vale. Bien sirve el dicho “un vintén cada
día, llenará tu alcancía”. Es de tal forma que Jaime consiguió comprar un apartamento propio después de muchos años, desde luego. Como
un reguero de pólvora circuló la noticia que llegó a oídos de Sara, la
casamentera, quien ni tonta ni perezosa corrió en busca de su presa. Jaime
no opuso resistencia. Sara le relató la verdad: -tengo una esposa para
ti. Posee dinero y es hermosa. Pero tiene un defecto insignificante. -¿Cuál
es?- preguntó Jaime. -Está
embarazada- respondió Sara -Es
normal, dijo el inmutable Jaime. Lo chocante se produjo cuando llegó el momento de ponerse de acuerdo con respecto a la dote que correspondía a Sara por concertar el matrimonio. Luego
de varias horas de airada discusión, Jaime vio colmada su felicidad
cuando Sara accedió a descontar medio centésimo de su tarifa habitual. Lo
concreto es que la supuesta candidata millonaria era una modesta vendedora
de periódicos que no poseía ningún centavo. De bonita no tenía nada.
De físico encorvado, su rostro estaba surcado por arrugas. Para colmo de
males tenía la costumbre de maldecir a diestra y siniestra. No
obstante, dicho y hecho: el matrimonio se consumó. Transcurrió cierto
período y nació el primer hijo. Como poseído por el demonio a Jaime se
le ocurrió la idea de quitarle la vista. Con tal motivo vertió en una
copita ácido nítrico y lo desparramó en los ojos del niño. Cuando
nació el segundo hijo, Jaime repitió la misma ceremonia. En cambio,
cuando llegó el tercero, la esposa lo escondió y evitó que Jaime
consumara su malvada intención. Pasaron
los años y, como dijera cierto filósofo: "Cuando yo estoy no está
la muerte. Cuando está la muerte, no estoy yo". En
efecto, todos debemos morir y Jaime no es una excepción. Aquí
lo vemos postrado en su lecho de muerte diciéndole a su esposa que
designa como único heredero de su capital a su hijo menor. La esposa le preguntó con asombro el motivo. Jaime le respondió:-“A mis dos primeros hijos los doté de profesión. El menor carece de ella". |
Elías Partín
Del Taller IV, 1999 - Orienta Prof. María Nélida Riccetto
Punta Carretas - Montevideo
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