Rosaura y el viento |
Las
nubes, ventrudas, plomizas, embestían el
aire pesado, avanzando sin pausa. Parecían descender hacia la tierra con
la intención de
devorarlo todo. Soplaba un viento muy frío, arremolinado, que
envolvía a Rosaura en los vuelos de su pollera negra. Nadie a su
alrededor, nadie caminando por el borde del mar. Miró hacia atrás, hacia
el horizonte y tuvo miedo.
Trepó hasta la rambla y corrió
despavorida. Huía de aquellas
nubes que se aproximaban
inexorables. “¡Es absurdo!” se dijo y sin embargo un miedo que
no podía controlar la
obligaba a alejarse cada vez
más rápido. Ya sin aliento cruzó la calle y se refugió en el zaguán
de un edificio deshabitado y casi en ruinas. De la puerta quedaba sólo
una hoja, de modo que se ocultó detrás sujetándola con fuerza contra su
cuerpo. El viento que empujaba a aquellas nubes la persiguió hasta su escondite,
pero pasó a su lado , sin verla. Se deslizó furioso, tal vez por
haber perdido su rastro, atravesó el pasillo de entrada y ella lo oyó
aullar al trepar por la escalera, abrir puertas y ventanas del piso alto,
cacheteando paredes
y balcones. Tembló. -
Huyo, ¿de qué y por qué? ¿de qué tengo miedo? Lo sabía, ¡claro que
lo sabía! Miedo de encontrarlo, de sentir sus manos invisibles recorriéndome
entera, de no ser capaz de rechazarlo después de lo que me confesó. Otra
vez el viento que vuelve, que se desliza por las escaleras y recorre la
casa husmeando en cada rincón. Rosaura oye su respiración sibilante y
sujeta la puerta con más fuerza todavía. La voz del viento, hecha de
silbidos y de roncas
asperezas, esa voz que la envolvió en su embrujo, ahora se ha
transformado en una ráfaga helada que pregunta:”¿dónde estás,
Rosaura? Es inútil que te escondas; yo te encontraré de todos modos y
volveremos a ser uno, no lo podrás evitar.” Sí,
me enamoré del viento. Recuerdo que aquella tarde cuando alborotó mis
cabellos me estremecí de placer y cuando se deslizó por mis brazos y
piernas deseé que no interrumpiera sus caricias; después, cuando levantó
soplos de arena que envolvieron mi cuello, me recorrió un deleite
desconocido y cuando puso gotas de sal en mis labios supe que me besaba
con una pasión que sellaba
mi boca contra la suya. “Esto es una
locura”, pensé, y sin embargo ya
desde entonces comprendí que no podría renunciar a él. ¿Por qué me
dijiste que no debía creer en tu fidelidad? Enredaste tus dedos en los
rulos de mi nuca y me susurraste al
oído que en los momentos de calma yo siempre ocuparía tu pensamiento,
que volverías a abrazarme, a besarme, a poseerme allí donde me
encontrara, pero que no podrías
evitar, en tus eternos itinerarios imprevistos, que otras mujeres te
tentaran y que a ellas también
les harías el amor. Afuera,
las espesas nubes grises lo cubren todo derramando una oscuridad de
noche anticipada. Llueve intensamente. Rosaura atisba por una rendija y ve
cómo el mar se encrespa , las
olas se desgranan saltando
sobre el malecón y el agua empapa la calle. En su escondite ella palpita de frío cuando lo oye llegar. Ya no es aquél que aullaba al trepar por las escaleras, aquel que abría puertas y ventanas. Silencioso y sabio, el viento se detiene en el zaguán y allí la encuentra. Impaciente, desliza su brazo de aire macizo, separándola de la pared en la que se apoya, empuja suavemente el batiente de la puerta y la encierra en una cinta de sal. Ella olvida sus miedos y se arrebuja en su ternura. Se dice que es inútil tratar de huir, nada la hará renunciar a él. |
Gladys Parodi
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