Esa inquietante tibieza... |
Ocurrió hace cinco años y sin embargo recién ahora puedo hablar de ello sin que se me erice la piel, aunque... Llegué a La Paloma eufórica como siempre pero, también como siempre mi entusiasmo se vio opacado por los recuerdos al abrir la puerta de la casa. ¡Eran tantos! Los ahuyenté, enérgica. Abrí ventanas, desvestí muebles, la recorrí entera antes de bajar a la playa. Pisé la arena bajando apenas dos escalones, y me acerqué a las rocas. En cuclillas abracé mis piernas y contemplé ese mar que ronroneaba a mis pies. ¡Tantas veces lo habíamos contemplado juntos! Un salitre amargo me untaba la piel con una nostalgia inevitable. ¡No importa! me dije, esta noche llegarán Pedro y Mariana, serán sólo unas horas de soledad, ¡valor Clara! Volví a la casa y me senté al piano. ¿Por qué no alejar penas y recuerdos tocando alguna de las piezas que a los dos nos gustaban tanto? Elegí Chopin. Mis dedos no lo habían olvidado y a pesar del tiempo transcurrido se deslizaban ágiles sobre el teclado, sin pausa, sin dudas. Fue entonces que empecé a sentir una extraña tibieza que se adhería a mi espalda, contorneaba mis piernas, me abrazaba y se prolongaba hasta mis manos. Toqué con más brío, las manos en un guante de calor inexplicable. De pronto, interrumpí la ejecución pero las teclas siguieron hundiéndose con fuerza, con el ritmo que la partitura necesitaba, mientras mis manos quedaban en el aire, inmóviles. El miedo a lo incomprensible me paralizó. No podía quitar los ojos del teclado en movimiento, hasta que el arpegio final devolvió vida a mis manos. ¿Qué había ocurrido? Creí sentir en mi cuello el roce de un aliento cálido, me volví rápida pero sólo pude constatar que no había nadie en la habitación. Clara, ¡estás delirando! me dije. Sin embargo, unas manos invisibles habían terminado el Nocturno que yo había empezado, ¿fue así? En ese momento un ligero perfume a lavanda se esparció en el ambiente.¡qué extraño! me dije, Mario usaba ese perfume. El timbre sonó estridente y yo corrí a la puerta. ¡Gracias a Dios! Allí estaban los amigos que esperaba. Los hice entrar y en el alboroto de su llegada se diluyó mi miedo de minutos antes. Sin embargo, ni los planes para el fin de semana ni la charla intrascendente lograron que lo olvidara. Pasada la medianoche nos fuimos a dormir. Cerré, aunque no del todo la puerta de mi dormitorio y me deslicé bajo las sábanas. Pasé el brazo bajo mi almohada como acostumbro y apagué la luz. Y otra vez la inexplicable tibieza me recorrió la espalda y las piernas y una cinta de calor me enlazó por la cintura. Otra vez el suave perfume a lavanda. Pensé en Mario..., recordé su ternura pero terminé diciéndome, ¡no seas absurda, Clara! Aunque intranquila y desorientada, me derrotó el sueño. Al otro día desperté en un sobresalto y me levanté inmediatamente. Fui a la cocina con la intención de preparar el desayuno para mis huéspedes. De pie frente a la ventana manipulaba tazas y platillos cuando, otra vez el aliento cálido como un beso en mi cuello, me inmovilizó. ¡Dios! ¿Qué era aquello? ¿Qué me ocurría? Pedro interrumpió mi íntimo cuestionamiento dándome los buenos días y preguntándome dónde podría encontrar las cañas de pescar de Mario. “Están en el garage, al lado de la puerta” contesté. Volvió minutos después diciéndome que allí no había nada. “No es posible , yo misma las puse en ese rincón, tienen que estar.” El misterio no se resolvió y Pedro debió pedirlas prestadas a un vecino. El día pasó, calmo, soleado. Al mediodía decidimos disfrutar de un asado criollo junto a la parrilla. El vino tinto hizo su efecto y mis amigos resolvieron dormir una siesta. Yo me negué a acostarme, tampoco quería acercarme al piano, en realidad no sabía en qué ocupar mi tiempo, cuando pensé en buscar lo que Pedro no había encontrado. Y cuán no sería mi sorpresa al hallar las cañas y los anzuelos en el lugar que yo le había indicado. Estaban casi en el mismo orden y sin embargo alguien las había usado, el balde tenía un resto de agua y la red para cangrejos estaba desplegada como solía dejarla Mario ¿Mario? Imposible. El atardecer nos convocó en la terraza frente al mar. Un aperitivo se imponía para esperar la noche que adivinábamos de luna llena. La tristeza subyacía en mí y fue tal vez en un intento de alejarla que tomé más vino que de costumbre. Sentía los músculos de mi cara tensarse, mis ideas se hicieron algo confusas, reía rápido y sin motivo. Pedro y Mariana no me imitaron pero asentían comprensivos. Muy tarde, nos despedimos. Me dejé caer en la cama, desmadejada. Caí boca arriba y no tuve ánimo de cambiar de posición. Supuse que el sueño llegaría pronto y sin embargo...La misma tibieza turbadora de ayer y de hoy, me cubrió las piernas, sujetó mi cintura, acarició mis brazos, trepó por mis senos. La dejé hacer. De pronto cambió su accionar y obligó a mis piernas a separarse y a plegarse. Un peso desconocido se apoyó en mi vientre y un vago ardor en mis hombros los hincó sobre las sábanas inmovilizándome. Con la voluntad ausente, mi pelvis subía y bajaba en un suave compás que fue acelerándose. Jadeaba hasta que, súbitamente, un profundo suspiro deshilachó mis músculos, derritió mis huesos y un sueño profundo me venció. Al día siguiente, desperté con un tenue dolor de cabeza y con una extraña confusión. ¿Qué me había ocurrido ? ¿Qué? No lograba recordar. Pasaron los días hasta alcanzar los dos meses. Y ante mi sorpresa e incomprensión me di cuenta de que algo no funcionaba normalmente. Decidí consultar a mi médico, amigo de larga data. ¿Qué te trae por aquí, Clara? ¿Un control de rutina? Le explico y tras los exámenes habituales me cita en su consultorio. Llego con extrema puntualidad, porque debo confesar que estaba nerviosa, muy inquieta. Y él me recibe sonriente diciéndome: ¡Te felicito, Clara! No nos habías dicho nada, pero, por supuesto, se trata de tu vida, ¡estás embarazada! Estupefacta exclamo: ¡Pero eso no es posible! ¡no es posible! Pero... ¿por qué no es posible? Sos una mujer joven, sana... ¡Porque no he tenido relaciones sexuales en años, Juan, en años! Una sorpresa matizada de duda se le instala en la cara. No logro convencerlo de lo que para mí es una verdad irrebatible. Insisto y él, incapaz de luchar contra lo que considera un capricho ridículo de mi parte me aconseja consultar a un siquiatra. Y agrega: No olvides que estoy siempre a tus órdenes, Clara, vení cuando quieras, es más no dejes de visitarme dentro de un mes. A partir de aquel día, abandoné mis clases alejando a mis alumnos que no comprendieron mis razones, las que inventé, y me encerré en mi casa, obsesionada por constatar si el embarazo diagnosticado por Juan era una realidad. Para mi desconcierto y mi angustia mi vientre empezó a crecer, a redondearse lentamente. Juan no se había equivocado, ¡estaba embarazada! Pero ¿cómo había ocurrido? ¿Cuándo? ¿Quién? Las sesiones con el siquiatra no fueron de gran ayuda. El doctor insistía, en vano, en que a veces, tal vez bajo una situación emocional excepcionalmente intensa actuamos en una especie de trance y que puede ocurrir que nuestra memoria nos traicione y no recordemos nada de lo vivido. ¡Es absurdo! me decía yo acariciando mi vientre cada vez más tenso y prominente ¡Absurdo! Si ocurrió, ¿Cuándo? ¿Cómo? Trataba, incansable, de bucear en mi memoria, de internarme en mi pasado reciente en una búsqueda inútil, desesperada. ¡Un niño! ¡Qué podría hacer yo con un niño, del que no sabía ni siquiera quien podría ser el padre, si es que...? Habíamos deseado intensamente tener hijos, pero no se dio, a pesar de nuestros esfuerzos por lograrlo. Ambos soñábamos con acunarlos, pero ahora, ser madre en esta terrible soledad, en este vacío, el vacío de tu ausencia.¿cómo enfrentarlo? Por fin, un día, el parto se anunció, las contracciones se hicieron intensas y frecuentes, el momento había llegado. Temblaba de miedo ante mi inminente maternidad. No estaba preparada para lo que estaba a punto de ocurrir pero no lo podía evitar. Ante mi zozobra el médico se vio obligado a sedarme y caí en una especie de sueño, muy ligero. Me cubrieron con una sábana dejando al descubierto solamente mi vientre y mis piernas. Alguien se apoyó sobre mí y me ordenó pujar. ¡Vamos, con fuerza! me decían, ¡un poco más, falta poco! A mi alrededor circulaban enfermeras y ayudantes. Las voces se mezclaban en un murmullo sordo que contrastaba con el ruido del instrumental apoyándose en las bandejas de acero inoxidable. Juan, no se separaba de mi lado, sostenía mi mano y se obstinaba en aconsejarme: ¡Calma, Clara, calma! De pronto, un silencio de muerte se instaló en la sala. Hasta las respiraciones se detuvieron, los gestos se fijaron en el aire, el estupor se dibujaba en todos los rostros. ¡Mi niño había nacido! Juan, imagen viva del asombro, pasmado ante lo que veía, lo recogió, cortó el cordón umbilical y envolviéndolo en una toalla me alcanzó el recién nacido. No podía pronunciar palabra. Era un varón, robusto, perfecto pero ¡transparente como una burbuja de jabón! El corazón se me trepó a la boca. Al tomarlo entre mis brazos, estalló y se diluyó en el aire impregnándome de un intenso perfume a lavanda, el perfume de Mario. Entonces, perdí le conocimiento. |
Gladys Parodi
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