El viejo que se sienta en el banco |
El viejo
va todas las mañanas y se sienta en el banco de la placita en donde
desembocan tres calles formando cinco esquinas. Luego, como siempre lo
hace, mira a su alrededor inventariando recuerdos: allá, en donde está
ahora el supermercado, estaba el bar; hoy, ni el edificio es el mismo. A
la derecha se encuentra el local de un almacén, pero sus cortinas no se
suben desde hace una década. Al costado había un baldío tapiado, y al
lado una casa con jardín y rejas, que ya no tiene jardín ni rejas sino
una vereda de baldosas grises. Casi todos los que pasan a su lado son
desconocidos; cada vez hay menos gente a quien saludar. Hace muchos años
que no aparece por la placita la mujer que paseaba su perro. Sin duda murió
y él no está enterado. Tampoco el sastre de la otra cuadra, ni la
parejita del quiosco de golosinas, ni el vendedor de los diarios
vespertinos. El viejo desvía la vista y busca un largo corredor de la
casa de una de las esquinas. Espera que por allí salgan los pibes, sus
amigos de la infancia. Esa es la razón por la cual el viejo se sienta
todos los días en el banco. Espera que salgan, para juntarse a jugar o a
charlar. Desde que volvió a su barrio, hace diez años, los espera. Se
sienta y aguarda; algún día, tal vez, aparecerán corriendo hacia la
calle. |
Julio César Parissi
De "Breves
cuentos porteños"
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