—Estás igualito —dijo Néstor.
No miraba viendo. Es decir, miraba sin ver. Sólo pretendía agradar y disfrutar de ese momento, para él íntimo, único, demasiado poco compartible. El otro, el que estaba frente a Néstor, se encontraba cargado de años pero sin achaques. El otro también observaba; veía que Néstor lucía joven, nadie podría darle los años que tenía. «¿Yo estaré igual?», pensó el otro. «¿O será una frase amable de Néstor? ¡Carajo, yo tampoco me siento viejo!».
El tiempo había hecho lo suyo. ¿Qué había hecho? Para empezar. transcurrir. No hay nada que más le duela a la gente que eso, que el tiempo transcurra pertinaz, severo, deshumanizado, consecutivo, impiadoso, demoledor.
El otro miró a través del amplio ventanal. Un sol espléndido colgaba en la tarde sin nubes en una especie de tregua invernal. Mientras él miraba hacia afuera, Néstor hablaba, contaba de sus proyectos, imaginaba trabajos y emprendimientos nuevos. Todo para hacer, todo para volver a hacer.
—Es así —dijo, abriendo los brazos y extendiendo las palmas—-. Me siento como si tuviera veinticinco años.
El otro pensó: «Yo también». Y recordó que dejaron de verse cuando Néstor tenía, de verdad, veinticinco años. Miró de nuevo hacia el ventanal: el sol seguía ahí, recorriendo la curva declinante de la tarde, pero siempre espléndido, regalón y cálido.
Agradeció, sin decirlo ni con una palabra ni con un gesto, el reencuentro con Néstor, que le quitó de su espalda una mochila de años que se le hacía insoportable. |