Una de las características de nuestro país son las famosas cantinas y bares típicos, visitados por cuanto turista viene a esta tierra. Pero cuando vemos de qué forma tan forzada se divierten, pensamos: ¿será por eso que los extranjeros dicen que somos un pueblo de tipos tristes?
Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que los absolutos no existen. Es por esa razón que nunca logramos tener una virtud absoluta, una inteligencia absoluta o un estado de ánimo absoluto. Sin embargo, cada cosa la iniciamos pensando en la meta total, definitiva. Absoluta. El resultado de todo esto es que nunca terminamos de definir satisfactoriamente y con precisión los estados de ánimo como la tristeza, el odio o la alegría. Si bien casi todos estos estados no necesitan ser absolutos para llenar nuestro espíritu, en el caso de la alegría no es tan así. Porque nunca nadie puede decir si en verdad está viviendo una situación que le da plena alegría. Al contrario, si uno está un poco triste es suficiente para sentir la tristeza. Ahora, estando un poco alegre no quiere decir que se disfrute la alegría como se debe. Es más, si uno dice que no está totalmente alegre, se infiere que está triste. Es por esa razón que la mayoría de los seres humanos tratan de programar sus momentos alegres, para asegurarse que no van a fracasar en el intento. Así se arman las fiestas, que transcurren en un ámbito determinado y delimitado, tanto en el espacio —la casa de uno, un restaurante o un club—, como en el tiempo —el sábado desde las veintitrés, el domingo al mediodía o todos los viernes a la noche en el boliche tal o cual—. ¿Qué supone esta actitud tan común? Supone, en nuestra pobre mentalidad de burócratas de la alegría, algo así como que se debe marcar tarjeta para divertirse. Pero ahí no termina todo, porque luego de programar la diversión tenemos que abocarnos a la dura tarea de intentar divertirnos en ese lugar, a esa hora y con esa gente. Y si no logramos estar alegres en una reunión es que nos está pasando una de estas dos cosas: que estemos rodeados de estúpidos que no entienden nuestra charla, o que, a esa altura de la noche, somos unos de los pocos que seguimos sobrios. También están los fracasos a la hora de tratar de alcanzar una cuota de alegría. Ejemplos claros de estos fracasos son las despedidas de soltero, unos festejos que se venden como sinónimos de descontrol, alegría loca y desenfado juvenil. Pero eso nunca se logra. Es que las despedidas de soltero son tan iguales todas ellas, tan parecidas unas a otras y tan similares en sus bromas estúpidas, que sólo nos pueden resultar divertidas si, en el momento previo a concurrir a una de ellas, tuvimos un percance que nos haya hecho perder la memoria de las despedidas anteriores.
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