Pasajeros |
Los dos subieron al colectivo. Uno, de setenta o más, subió después que el otro, pero se deslizó a sus espaldas hacia uno de los asientos y se acomodó en la ventanilla. El otro saludó al conductor. —Buen día, señor, ¿podría darme dos boletos de ochenta? —dijo, ceremonioso, como si estuviera entrando a una casa particular. Tenía una barba blanca, bien recortada y el pelo también blanco y algo largo, a la moda de los setenta. El conductor, sorprendido y a media voz, también saludó —quizás a la noche recordará este hecho como el episodio más grato de todo el día— y presionó las teclas para darle vía libre a los boletos pedidos. Con parsimoniosa lentitud, el hombre introdujo una a una las monedas necesarias. Luego tomó el boleto y estiró el cuello hacia el chofer, quien lo miró no sabiendo qué iba a escuchar. —Muchas gracias —dijo, con delicadeza, y fue a sentarse al lado del veterano. El conductor los miró a través del enorme espejo retrovisor. Parecían padre e hijo. Padre e hijo perdidos en el tiempo. Tal vez perdidos en el tiempo de otra ciudad, igual a ésta pero con la diferencia que en ésa suele decirse buenos días y muchas gracias. |
Julio César Parissi
De "Breves
cuentos porteños"
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