Metidas de pata memorables |
Un
tropezón no es caída, pero nos duele el golpe. De la misma manera, hay
errores que cometemos por torpeza, por inexperiencia o por atropellados
que no son para cortarse las venas, pero cada vez que los recordamos nos
llenan de vergüenza. El
asunto no es tanto el avergonzarnos por recordar las cosas que hicimos
mal, los errores cometidos, los juicios imprecisos o las acciones
equivocadas. El problema grave, lo que verdaderamente nos da vergüenza,
es que de todas esas fallas hayan quedado testigos. Es como aquella frase
canallesca que dice: “Vergüenza es robar y que te vean”. El hecho de
tener testigos significa que cada tanto alguien nos recordará el error.
Si el testigo es un amigo nos lo recordará cada tanto; si el testigo es
nuestra mujer, nos lo recordará todos los días de nuestra existencia
hasta que el divorcio nos separe. Usted
que lee esto estará recordando alguna metida de pata que le quedó
impresa en el cerebro como un tatuaje. Yo tengo mis recuerdos bochornosos,
de los cuales algunos puedo contar porque la vergüenza ha ido cediendo a
la resignación de ser un torpe sin remedio. El problema no es acordarme
de alguno, sino desbrozar la memoria del bosque de metidas de patas que
conservo en mi cabeza. Casos
de confusiones de identidades tengo montones, pero el más grave fue con
un excelente y destacado profesional al que nombraré como Gutiérrez y no
diré a qué se dedica porque es demasiado conocido. Lo encontré en la
calle, me miró y lo miré. Íbamos a seguir de largo pero los dos, al
mismo tiempo, nos detuvimos y retrocedimos. “¿Fulano?”, me preguntó.
“Sí, ¿cómo te va?”, respondí sin nombrarlo porque, a diferencia de
él, si bien creía que sabía quién era, no estaba seguro cien por cien.
Nos pusimos a charlar y las cosas que me preguntaba no coincidían del
todo con mi idea de su nombre. Pero, como los temas eran algo difusos,
seguí charlando. Casi al final me di cuenta que este Gutiérrez era otro
Gutiérrez y no el que había creído al principio, sino alguien mucho más
conocido para mí, y la manera como pasé frente a él lo desconcertó a
tal punto de hacerle preguntar mi nombre. Es por estos hechos que a veces
tengo miedo de cruzarme en la calle con uno de mis hijos y no reconocerlo.
Tengo el caso de otro viejo amigo, al que llamaré también Gutiérrez para no avergonzarlo, ya que nunca se enteró, supongo, de mi gaffe. Sucedió cuando yo estaba trabajando en una sala de redacción de un periódico. En cierto momento se me acercó una señora cuarentona, desconocida para mí, y me dijo: “¿Usted es Fulano?”. “Sí”, le respondí. “¿Se acuerda de Gutiérrez?”, me preguntó sin preámbulos. Claro que me acordaba. Gutiérrez, compañero de juventud, un tipazo siempre de buen humor. “¡Sí, que me acuerdo!”, exclamé. Enseguida la miré de arriba a abajo y pregunté: “¿Usted es la mamá?”. “No, soy la esposa”. Hacía más de veinte años que yo no veía a Gutiérrez, y me había quedado con aquella imagen de muchachito, sin darme cuenta que todos crecen y envejecen, incluso Gutiérrez. Me quise tirar por la ventana pero, por suerte, estaba trabada. |
Julio César Parissi
De "El Club
de los Ghost Writers"
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