El hombre se pasa doblando los codos de la vida, uno tras otro. Eso ocurre a los veinte, donde creemos que, pasado ese lapso, entramos irremediablemente en la vejez. Luego, al doblar el codo de los treinta nos damos cuenta que seguimos jóvenes pero que llegamos a la “edad de la razón”, como dijo Jean-Paul Sartre en una de sus novelas. Doblar el codo de los cuarenta nos pone de cara a la finitud del tiempo, y ahí empezamos a darnos cuenta que todo tiene un límite, y éste llega. Doblar el codo de los cincuenta es glorioso, ¡medio siglo y uno sigue en pie! Lo jorobado es doblar el codo de los sesenta. Cuando alguien los pisa empieza a temer, a raíz de un percance en la calle, el informativo o el diario diga: “Un sexagenario sufrió un accidente”, y le tiren en la cara su tercera edad.
Luego de leer estas líneas usted pensará que yo lo estoy bajoneando, y nada más lejano al pensamiento que me llevó a escribirlas. Lo hice para situarnos: el tiempo pasa, parece que no nos deja nada salvo arrugas, miopía y coronilla al aire, pero no es así. El tiempo nos provee de amigos. El trayecto de la vida nos da la oportunidad de ensayo y error, de hacer una amistad y probarla. ¿De qué manera? No hay mejor manera de probar una amistad que el paso del tiempo, ese paso que lima mucho más que las olas del mar y orada tanto como una gota de agua. Una amistad es tal cuando resiste el paso del tiempo. Cuando aquel amigo es una imagen estampada en la piedra, inamovible. Decía Atahualpa Yupanki que un amigo es uno mismo en el cuero de otro. Pero también un amigo es el espejo donde mirarnos y vernos siempre igual. Como esa esquina de nuestra ciudad natal que no cambia aunque pasen décadas, que mantiene el mismo boliche, la misma vereda de baldosas desparejas y el mismo plátano descascarado, y a la cual podemos volver las veces que queramos para sentir que la ciudad sigue siendo nuestra, la de siempre, y que es esa imagen es una postal con cuerpo, perfume y sonido que guardamos en un rincón del corazón para sentir que si alguna vez nos fuimos, ésta se quedó esperando nuestro regreso. Sin ponernos sentimentales, podríamos decir que es como la vieja que nos esperaba en vela cuando de jóvenes salíamos a romper la noche.
Si vamos a decir toda la verdad, también podemos asegurar que hay amigos de poco tiempo a los cuales sentimos como amigos de toda la vida, y que en escasos años se probaron como amigos de fierro, como hermanos del alma. Y siguiendo con estos “otro sí digo”, sabemos que hay algo tan grato como tener un amigo cercano por toda la vida: reencontrar a los viejos amigos. Reencontrar a un amigo que la diáspora criolla llevó a otras tierras es igual que perder una joya en la arena y encontrarla. Son esas cosas que la lógica indica que no se dan, pero cuando suceden, cuando destrozan esa supuesta lógica, eson un regalo que nos brinda la vida, una segunda oportunidad, el changüí para disfrutar un cacho más una de las cosas más formidables que sólo tenemos los humanos.
De más está decir que yo, por las décadas que llevo gastando suelas por la tierra, he tenido más de una ocasión de estos reencuentros. Los amigos que un día vuelven a aparecer en nuestra vida —o nosotros en la de ellos, no nos creamos protagonistas, que en el teatro de la existencia apenas si somos comparsa— son el empujón que necesitamos para seguir andando, es la mano que nos quita un poco de peso en la mochila y es un volver a renacer, porque un amigo reencontrado es una amistad probada que vuelve a poner el cuenta kilómetros en cero.
¿Quiere que la vida le haga un buen regalo? Reencuentre a sus viejos amigos.
Después me cuenta. |