Los que se niegan a envejecer |
Cuando
alguien pasa los cuarenta años se da cuenta que es joven para ser viejo y
ya es muy viejo para ser joven. En ese momento algunos aceptan la realidad
y algunos la niegan. Estos últimos son candidatos a la atención médica:
si son mujeres las atienden los cirujanos plásticos, y si son hombres,
los atienden los traumatólogos después de un partido de fútbol. Esta
negación a la edad es, al fin, un miedo normal. Uno se da cuenta que
empieza el camino del declive y busca cualquier manera de zafar. Se
supone que el insomnio se debe a que el
avance de la vejez hace que el hombre necesite menos horas de sueño.
Pero, en el fondo, la gente no se desvela por eso sino porque no quiere
seguir desperdiciando el tiempo sin hacer nada. Las
mujeres son las que llevan la carga más pesada en esto del
envejecimiento. Un hombre canoso, con arrugas en la frente y patas de
gallo puede ser catalogado por las mujeres como un tipo seductor,
interesante, sugestivo o sexy. Una mujer en las mismas condiciones sólo
tiene varias palabras para designarla: jovata, vejestorio o loro. Es por
eso que las mujeres, a determinada edad, no pueden dejar de recurrir a las
cirugías para lograr un rejuvenecimiento. Y a algunas se les va la mano:
son aquellas en que las propias hijas tienen que ir al cirujano para no
parecer mayor que su madre. En
materia de gente de edad hay dos categorías de personas. Una, las que se
niegan a envejecer, y la otra, los que nos mantenemos jóvenes (y no me
discuta porque me enojo). Por eso, ¿cuáles son las cosas que nos indican
que envejecimos? Hay una larga lista, pero sólo nombraré algunas: —Cuando
nos encontramos con un antiguo amigo y notamos que su cara ha envejecido
tanto como la nuestra cuando la vemos todas las mañanas en el espejo del
baño. —Si
usted fue un vago toda la vida y a determinada edad le da por levantarse a
las cinco de la mañana a darle de comer al cardenal y los canarios, no es
que se volvió trabajador o amante de la naturaleza: se volvió viejo. —Cuando,
en lugar de intercambiar teléfonos con sus amigas, comienza a pasarse
recetas médicas. —Cuando
cambie el levantamiento de pesas y el fútbol por las bochas. Y cuando una
chica pase por la cancha de bochas y le diga: “¡Abuelo, qué
vitalidad!”. —Cuando
ve pasar a una mujer horrible y usted le dice un piropo por el sólo hecho
que esa mujer horrible tiene dieciocho años. —Cuando
no combinen las várices con la minifalda. O el top con las estrías de la
barriga. A eso podemos llamarle desencuentro generacional en la moda. —Cuando
piense en volver a casarse y alguien le diga: “Hermano, ya no estás
para esos trotes...”. Y que ese alguien sea su nieto, el más chico, el
que ya está en la facultad. —Cuando
en lugar de pensar que hará el año que viene, vive pensando qué fue lo
que hizo el año pasado. En
el fondo, no querer envejecer esconde el miedo a la guadaña, y disculpe
que sea tan fúnebre, pero es así. Tenerle miedo a la ñata es una tontería
ya que, como le decía un personaje a otro en un cuento que leí hace
tiempo: “No se me asuste, compadre, que la muerte es un ratito, nomás”.
Pese a lo cual, la gente sigue teniéndole miedo. Y no encuentra nada
mejor que maquillarse, en el caso de las mujeres, o vestirse como
jovencitos, en el caso de los hombres. Sí, lo hacen para parecer más jóvenes,
dirá usted. Nada de eso. Lo hacen con la intención de que la parca no los reconozca cuando venga a buscarlos. |
Julio César Parissi
De "El Club
de los Ghost Writers"
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