—La vida es maravillosa —me dijo Bernardino.
Desde esa bella callecita suburbana donde vive y a través del teléfono, su voz se percibía radiante, clara, cantarina. Bernardino es un hombre mayor y se halla un poco retirado de casi todas aquellas actividades que suelen consumir nuestras horas de juventud. Sus plantas, sus libros y sus queridos juguetes —atesorados desde vaya a saber cuándo— siguen rodeándolo. En el reducido fondo de su casa está el conjunto de plantas aromáticas, está la carnívora con su corola de porcelana y también está la sensitiva, que parece humana por la manera como, temerosa, encoge sus hojas al menor golpe de manos. Es un grupo vegetal compacto, donde parece que no hay lugar para otra maceta más.
Me comentó esto, de que la vida es maravillosa, un par de días después que le habían pronosticado —aunque luego fue reconocido el error del pronóstico— una muerte cercana y segura.
Al escuchar ese vaticinio, él pensó que la vida no le daría tiempo para encarar nada nuevo. No podría escribir una página más, ni podría agregarle otra miniatura a su colección de muñequitos, ni siquiera tendría la dicha de caminar por el fondo aspirando el perfume de la menta o de la albahaca. ¡Cómo le dolían los huesos de sólo pensarlo! ¡Con cuánta pesadumbre se ataba a la cama abatido por la depresión! ¿Podría imaginar a su sensitiva encogiéndose extrañada al no sentir más sus pasos andando por la sala abarrotada de libros?
María Elena había dicho dos décadas atrás: “No dejen que los médicos los maten”, y hoy, cuando el negro oráculo ha fallado, la vida sigue dándole chance a Bernardino. La vida es eterna, parecen decirle los libros, los juguetes y las plantas.
—Y muy generosa —agrega Bernardino. |