El destino
Julio César Parissi

Subí al andén de la estación Artigas para tomar el tren que sale de Chacarita. Casi nunca voy a esa estación. Como es la penúltima parada antes de la terminal, jamás vi allí mucha gente esperando el tren. Yo mismo debo haber ido a ese lugar tres o cuatro veces, cuando mucho. Esta vez lo hice porque pasé a cobrar unos pesos en una empresa que estaba enfrente.

Cuando pisé el andén sólo había una persona esperando el tren en el único banco de cemento. Al sentarme a su lado vi que se trataba de un hombre mayor, de cuerpo menudo, morocho y con la apariencia de obrero de la construcción. Entre sus pies tenía un bolso trajinado, con mucho roce de polvo y tierra. Imaginé que podría contener un cucharín, una cinta métrica, una plomada y algún otro elemento de albañilería. Me echó una rápida mirada haciendo una imperceptible inclinación de su cabeza hacia mí a manera de saludo. Suspiró muy suave.

—Qué rutina la vida —dijo.

—Y, sí, pero hay que pelearla —respondí por cortesía—. Si no luchamos nos vamos al hoyo.

Fueron dos frases de compromiso. Son las que se dicen, sobre todo cuando quienes conversan son dos desconocidos.

—Aunque la pelee se va a morir igual —replicó.

—Bueno, no hay que dejarse vencer tan fácil.

—Cuando le llegó la hora, le llegó y ya está.

Nos quedamos callados. Estaba visto, era uno de esos millones de pesimistas que se despiertan cada día un poco más amargados. Quizás un tipo golpeado por la vida, sin esperanza en nada. Lo miré bien, y hoy lo puedo describir con todos los detalles, porque ese rostro no es de los que se olvidan: el pelo era negro, escaso, pegado al cráneo, pómulos salientes, nariz chica, piel brillante y oscura surcada por infinitas arrugas, una al lado de la otra, y los ojos, algo hundidos, tenían el tinte del agua estancada y turbia. Parecía que íbamos a quedarnos en silencio hasta la llegada del tren, pero, luego de unos minutos, dijo:

—Yo hago que la gente viva o se muera.

“Loco estúpido”, pensé, “esas cosas no se dicen ni en broma.” Lo miré —una de las suposiciones que cruzaron mis pensamientos era que podía tener un arma y lo decía como advertencia— pero no sentí temor, porque si hay algo a lo que no le temo es a la muerte. El viejo no se movió. Sus manos descansaban sobre los muslos y apenas las levantaba para acompañar sus palabras.

—¿Ah, sí? —dije.

—Claro, yo hago eso —respondió dando la sensación que decía algo demasiado obvio.

—¿Usted maneja la vida de la gente?

—Yo decido cuánto tiempo van a vivir las personas. Usted, ¿cuánto quiere vivir?

—¿Qué? ¿Piensa fijarme una fecha?

—Sí.

Torcí la boca haciendo el gesto de no importarme el tiempo de vida que pudiera llegar a tener.

—Me da lo mismo. Un día, un año, cincuenta años.

—Por ejemplo, ¿no le importaría morir mañana?

La pregunta me tomó de sorpresa y pensé unos segundos antes de contestar.

—Mañana no. Si uno sabe que tiene un plazo de vida limitado, da para pensarlo mejor. Tal vez preferiría tener un poco más de tiempo para terminar cosas pendientes o dejar arreglado algunos asuntos.

—¿Cuánto necesita?

—Un año estaría bien.

—Bueno, si usted lo quiere, fijemos un año. A partir de ahora, digo.

—Sí, por supuesto.

Volvió a quedarse callado. Esta vez fui yo el que reinstaló la charla.

—¿Cómo hace para manejar la muerte de la gente?

—No sé, lo hago. Cuando la persona teme a la muerte yo pongo la fecha, pero si es como usted, dejo que ella ponga la fecha. Y ese día se muere.

—¿Cómo la mata?

—Yo no la mato, se muere.

—¿Cómo?

—No sé cómo. Una enfermedad, un accidente, no tengo idea cómo se morirá. Yo sólo hago que se muera. Sé que mi tarea puede parecerle aburrida, pero estoy en esto y no me ando preguntando por qué lo hago.

“Qué imbécil es este hombre”, me dije, y delató mi pensamiento una fugaz sonrisa.

—Somos miles de millones de seres humanos. Para hacer el trabajo que dice tiene que estar en muchos lados —dije.

—Estoy.

—Usted está aquí.

—Estoy en todos lados. Sé que no entiende cómo puedo hacerlo, pero lo hago.

Se quedó callado. Luego me miró con sus ojos turbios. No parecía desequilibrado ni agresivo. Parecía un viejo bueno.

—¿No me cree?

—Es que si puede hacer eso de estar en todos lados, usted es Dios.

—¿Usted cree en Dios?

—La verdad que no creo. ¿Usted es Dios?

—No, yo no soy Dios.

—Pero, ¿por lo menos lo conoce?

—¿A quién? ¿A Dios?

—Sí.

—No, nunca lo vi. No puedo decirle que existe pero tampoco lo puedo negar. Aunque yo no lo vi, mucha gente dice que Dios existe. No soy quien para contradecir a tantos. Además, que Dios exista sólo tiene importancia para los que creen en él.

“Una nueva religión”, pensé. “Pero, una religión sin Dios no puede ser. Este tipo está loco.”

—Vamos, seamos lógicos: usted dice que voy a morirme dentro de un año y no tengo ninguna prueba que termine siendo cierto. Tal vez acierte, pero, ¿qué seguridad tengo que va a ser así?

—¿Qué me pide? ¿Una prueba?

—Por lo menos una prueba.

—¿Para qué quiere una prueba? Con pruebas o sin ellas su plazo ya está fijado.

—Yo también podría decir: “Dentro de un mes usted se muere.” Luego me tomo el tren y no me ve más.

—Don Ricardo se va a morir mañana.

—¿Qué, don Ricardo?

—Su vecino.

Me alarmé. La estación Artigas está a más de diez kilómetros de mi casa, a este hombre jamás lo vi en mi vida y dice que don Ricardo, mi vecino que está muy enfermo y que es posible que no pase de esta semana, se va a morir mañana. Lo malo es que puede ser que se muera mañana, como dice este viejo.

—¿Lo conoce a don Ricardo?

—Como a todo el mundo.

—Si usted no es Dios, se le parece mucho.

—Le digo que no soy Dios —insistió el viejo—. ¿Usted sabe qué cosa es Dios?

—No.

—Yo tampoco. Pero no soy tan terminante como usted. Puede ser que exista o que no exista, no lo sé.

—Entonces, ¿usted quién es?

—¿No se dio cuenta?

—No.

—Soy el destino.

“Qué hijo de puta”, pensé. “Estuvo tomándome el pelo desde que me senté.” En ese momento llegó el tren a la estación. Estaba tan concentrado en la charla que no sentí el ruido metálico de su paso y el crujir de los frenos. Me levanté, y como vi que el viejo se quedaba sentado, lo saludé y entré en el vagón.

Busqué un asiento con una sonrisa en los labios, sin dejar de pensar en la manera como ese hombre se había divertido conmigo. “Loco”, me dije. “Qué viejo loco”, repetí para mí. Al rato, nomás, ya me había olvidado del asunto.

Pero, no van a creer lo que les digo: al año justo me morí.

Julio César Parissi
De "Selección de Cuentos"

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