El cantor |
Como
era un cantor que estaba echando fama y andaba de viaje en viaje, de
actuación en actuación y de contrato en contrato, vislumbrando muy
cercano su futuro como actor de cine, podía suponerse que en unos años más
iba a ser un ídolo reconocido en todo el mundo, una de esas estrellas que
no se bajan más del pedestal. Pero él no se la creía, era humilde por
demás y sólo reconocía tener algunas de todas las virtudes que le
endosaban. La coloratura de su voz era innata y especial; esa cualidad era
la base de su atracción en la gente. Decían que tenía «una lágrima en
la garganta», expresando con ello que su mayor logro era transmitir la
emoción de las letras como muy pocos podían hacerlo. El verano boreal de
ese año lo encontró en un país tropical haciendo una gira intensa y
agotadora. No veía la hora de volver al suyo y descansar unas cuantas
semanas. Vivía esos últimos días de actuación con los nervios
destrozados, aunque su sonrisa siempre estaba dibujada en su rostro cada
vez que se encontraba en lugares públicos. En eso era muy profesional,
nunca dejó traslucir —se supo mucho después— los conflictos que tenía
con su representante. Esos desencuentros eran una serie de peleas que no
tenían ni comienzo ni fin, sino sucesivas treguas entre una y otra,
presagiando un final trágico. Y fue lo que pasó cuando entraron al avión,
un Junker, que los iba a trasladar de esa ciudad hasta otro pueblo en las
montañas. Venían del preembarque cruzándose insultos de una bajeza
inusitada. Todas las compuertas de la cordura estaban rotas y los nervios
de ambos habían estallado en mil pedazos. La pelea verbal los estacionó
en mitad del pasillo del avión. El cantor, fuera de sí, con las venas
del cuello a punto de romperse y la saliva espesa en las comisuras de los
labios, levantó un puño para estrellarlo contra la cara del
representante. Éste, por puro instinto, se inclinó hacia atrás y echó
una mano a la cintura. Enseguida apareció una pistola en esa mano. El
cantor, apenas vio el reflejo del metal, giró sus talones y corrió hacia
delante cuando el avión ya había comenzado a carretear por la pista.
Llegó a la puerta del piloto buscando refugio; detrás de él iba el otro
tratando de hacer puntería mientras corría. Todo pasó en escasos
segundos. El cantor empujó su cuerpo contra la puerta. Ésta se abrió
con violencia, y él cayó al suelo. El disparo salió del arma, pasó por
encima del cantor y dio en la nuca del piloto. El avión perdió el
control, se precipitó afuera de la pista, y enfiló hacia otro que estaba
estacionado esperando la orden de salida. El choque y el incendio fueron
casi al mismo tiempo. En unos segundos las dos máquinas eran antorchas
gigantes en medio de la pista cercada de cerros lejanos. De los dos
aparatos lograron rescatar algunos pasajeros y tripulantes; la mayoría
quedó atrapada entre las llamas. El cantor y su representante fueron dos
de ese desgraciado grupo que no pudo salvarse. Este accidente sucedió
hace muchas décadas, pero todo el mundo lo recuerda. No pasa un año sin
que algún memorioso reviva la historia de la tragedia y, cada vez que
esto sucede, le agregan algún detalle más para hacerla siempre
interesante. En la actualidad son tantos los agregados que ya nadie sabe
qué es verdad y qué es mentira de ese hecho, y tampoco a nadie le
importa. El color del relato es lo que vale para que siga siendo un
recuerdo digno de rememorar. Pero, con el paso del tiempo, del que se han
olvidado por completo es del cantor. Porque el cantor no era Gardel. Era
otro. Y yo tampoco recuerdo su nombre, ahora. |
Julio César Parissi
De "Selección
de Cuentos"
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