El cantor
Julio César Parissi

Como era un cantor que estaba echando fama y andaba de viaje en viaje, de actuación en actuación y de contrato en contrato, vislumbrando muy cercano su futuro como actor de cine, podía suponerse que en unos años más iba a ser un ídolo reconocido en todo el mundo, una de esas estrellas que no se bajan más del pedestal. Pero él no se la creía, era humilde por demás y sólo reconocía tener algunas de todas las virtudes que le endosaban. La coloratura de su voz era innata y especial; esa cualidad era la base de su atracción en la gente. Decían que tenía «una lágrima en la garganta», expresando con ello que su mayor logro era transmitir la emoción de las letras como muy pocos podían hacerlo. El verano boreal de ese año lo encontró en un país tropical haciendo una gira intensa y agotadora. No veía la hora de volver al suyo y descansar unas cuantas semanas. Vivía esos últimos días de actuación con los nervios destrozados, aunque su sonrisa siempre estaba dibujada en su rostro cada vez que se encontraba en lugares públicos. En eso era muy profesional, nunca dejó traslucir —se supo mucho después— los conflictos que tenía con su representante. Esos desencuentros eran una serie de peleas que no tenían ni comienzo ni fin, sino sucesivas treguas entre una y otra, presagiando un final trágico. Y fue lo que pasó cuando entraron al avión, un Junker, que los iba a trasladar de esa ciudad hasta otro pueblo en las montañas. Venían del preembarque cruzándose insultos de una bajeza inusitada. Todas las compuertas de la cordura estaban rotas y los nervios de ambos habían estallado en mil pedazos. La pelea verbal los estacionó en mitad del pasillo del avión. El cantor, fuera de sí, con las venas del cuello a punto de romperse y la saliva espesa en las comisuras de los labios, levantó un puño para estrellarlo contra la cara del representante. Éste, por puro instinto, se inclinó hacia atrás y echó una mano a la cintura. Enseguida apareció una pistola en esa mano. El cantor, apenas vio el reflejo del metal, giró sus talones y corrió hacia delante cuando el avión ya había comenzado a carretear por la pista. Llegó a la puerta del piloto buscando refugio; detrás de él iba el otro tratando de hacer puntería mientras corría. Todo pasó en escasos segundos. El cantor empujó su cuerpo contra la puerta. Ésta se abrió con violencia, y él cayó al suelo. El disparo salió del arma, pasó por encima del cantor y dio en la nuca del piloto. El avión perdió el control, se precipitó afuera de la pista, y enfiló hacia otro que estaba estacionado esperando la orden de salida. El choque y el incendio fueron casi al mismo tiempo. En unos segundos las dos máquinas eran antorchas gigantes en medio de la pista cercada de cerros lejanos. De los dos aparatos lograron rescatar algunos pasajeros y tripulantes; la mayoría quedó atrapada entre las llamas. El cantor y su representante fueron dos de ese desgraciado grupo que no pudo salvarse. Este accidente sucedió hace muchas décadas, pero todo el mundo lo recuerda. No pasa un año sin que algún memorioso reviva la historia de la tragedia y, cada vez que esto sucede, le agregan algún detalle más para hacerla siempre interesante. En la actualidad son tantos los agregados que ya nadie sabe qué es verdad y qué es mentira de ese hecho, y tampoco a nadie le importa. El color del relato es lo que vale para que siga siendo un recuerdo digno de rememorar. Pero, con el paso del tiempo, del que se han olvidado por completo es del cantor. Porque el cantor no era Gardel. Era otro. Y yo tampoco recuerdo su nombre, ahora.

Julio César Parissi
De "Selección de Cuentos"

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