Para insultar a alguien no es necesario agredirlo de manera soez. Existe un arte en algunos insultos exquisitos que logran que la persona insultada no se enoje sino que se avergüence, se calle o se paralice por el insulto.
Escarnio, pero elaborado con un sentido estético.
Si uno quiere recordarle mal a la madre de alguien, siempre puede encontrar una vuelta para no caer en el lugar común. Ni tampoco usar la escatología cuando un compañero de trabajo comete un error. El que insulta elegantemente logra que el otro no pueda reaccionar y, además, puede hacer que el agredido festeje su ingenio. Pero, para eso hay que poseer dos cosas que aparentan ser opuestas y sin embargo van juntas: buen ingenio y mala leche. De esto hay ejemplos de sobra y yo recuerdo algunos. Pero hay infinidad de bellos insultos.
La más fea. Oscar Wilde, uno de los intelectuales que más anécdotas graciosas registra en su haber y al que sólo podría compararse Bernad Shaw o Groucho Marx, tiene varias de su exilio en París. Se encontraba un día en una mesa de café con varios amigos, entre ellos Coco Chanel, la célebre diseñadora. Ésta, haciendo gala de sus desaires hacia sí misma, le preguntó al escritor:
—Dígame, Wilde, ¿ es cierto que yo soy la mujer más fea de París?
—No, señora — respondió Wilde de manera rotunda, dando la sensación de sentirse escandalizado por la pregunta. Pero enseguida agregó—: De París, no. Del mundo.
Parecerse a su obra. Alguna vez se encontraron Atahualpa Yupanqui y Nicolás Guillén. Dicen que el folclorista argentino era reconcentrado y Guillén extrovertido y petulante. Esta manera de ser tan engreída terminó cansando a Atahualpa, quien le dijo:
—Nicolás, el día que te parezcas a tu poesía volveré a hablar contigo.
Otra de don Ata. Cierta vez un torpe periodista —adocenado diría— que no tenía idea de lo que significaba para el arte don Atahualpa, le hizo la pregunta más vulgar y trillada digna de lucir en una batería de preguntas tontas.
—Si usted no fuera Atahualpa Yupanki, ¿qué le gustaría haber sido?
El poeta y cantor lo miró medio segundo y le respondió:
—Me hubiera gustado ser un buen periodista, ¡pero eso es tan difícil...!
Dos inexactitudes. Se sabe que la relación entre el escritor argentino Leopoldo Lugones y su hijo único era pésima. Una vez, estando los dos reunidos a la hora del té, Lugones le dijo:
—Hay dos cosas de las que me arrepiento: de haber escrito “Lunario sentimental” y de haber tenido un hijo.
El hijo hizo silencio, se tomó su tiempo y luego respondió:
—Padre, puede quedarse tranquilo. La gente sabe que usted no es autor de ninguna de las dos
Vulgaridades. Nada que ver estos insultos con los que escuchamos en la cancha, en el transporte público y en la televisión. No es que sean malos o desagradables porque aludan directamente a un familiar determinado o a las partes pudendas y la fisiología humana. Son malos por repetitivos sin una pizca de creación espontánea.
Por eso, reitero, el mejor insulto es el insulto inteligente. El que hace que el destinatario quede dudando si eso que escuchó se trata de un insulto o un elogio. Usted, por ejemplo, ha tenido la virtud de poseer tiempo para perder leyendo estas tonterías. |