El aguafiestas |
Todo
comenzó hace unos meses atrás —aunque decir que comenzó es pura retórica—.
Fue en una reunión a la que había asistido por invitación de un amigo.
Era un encuentro informal de un grupo de estudiantes de filosofía y,
aunque nada sé sobre el tema, acepté ir sólo para complacer a mi amigo.
La charla se prolongó muchas horas, más de las que yo tenía ganas de
soportar. Estaban demasiado entusiasmados con la discusión y se les
notaba que gozaban la controversia de un modo visceral. Eso no me impidió
interrumpirles la fiesta —por supuesto, no tuve otro remedio—. Y lo
tenía que hacer yo, nada menos que yo, que nunca me preocupé por los
temas filosóficos ni siquiera frecuenté ningún texto más o menos
importante. A pesar de eso, decidí hablarles, para sacarlos de ese engaño
en que estaban metidos. —Ustedes
no existen —les dije—. Es más, el universo entero no existe. Por mi
capricho las cosas suceden y se desarrollan como se me ocurre que sea.
Porque todo está dentro de mi cabeza; fuera de ella no hay nada —agregué.
Se callaron un instante y me miraron. Más de uno quiso hablar pero, como
son amables (o en ese momento yo quise que lo fueran), me dejaron
continuar. Además, puse las dos palmas de mis manos hacia adelante para
impedir que alguno respondiera—: Ya sé lo que van a argumentar ustedes,
no se molesten en decírmelo. Dirán: lo que tengo dentro de la cabeza es
lo que reciben mis sentidos. O sea, cosas del exterior; por lo tanto eso
es la comprobación que el afuera existe. Pero no es así, porque los
sentidos también son un invento mío. Yo imagino que tengo esas
percepciones, imagino que los veo y los escucho, imagino que ustedes son
así o asá, que me discuten, que se enojan conmigo y que no creen en nada
de lo que digo. También argumentarán por qué yo sufro el mundo cuando,
si todo puedo hacerlo a mi manera, tendría que buscarme sólo creaciones
para el placer. Pero no lo hago, y me castigo, porque pienso que merezco
sufrir un poco, crear cosas desagradables y sensaciones molestas. No
necesito que acepten lo que les digo porque en este momento, para
molestarme a mí mismo, estoy haciendo que ustedes no estén de acuerdo y
que intenten rebatirme. O, en el peor de los casos, que ninguno diga nada
y traten de ignorar lo que acabo de afirmar para que me duela un poco más.
No lo puedo evitar; soy así. Dejé
de hablar y, luego de un silencio, uno de los de la reunión retomó el
tema que yo había interrumpido. Pensé que ese era el momento de dejarlos
que siguieran creyendo en su libre albedrío. Desde la cómoda sombra de
un sillón me dediqué a observar a mis marionetas el resto de la noche.
A los pocos días me di la cuenta que esa reunión fue una bisagra
en mi vida. Porque, con mayor frecuencia, fui imaginando un mundo más
agresivo hacia mí, como si se hubiera desatado en mi cabeza un constante
deseo de flagelarme con mis creaciones. Tal vez, como lo dije en esa
oportunidad, debe haber en mi ser un sentimiento de culpa y es por eso que
me castigo. El caso es que con más continuidad comencé a imaginar
discusiones, peleas, caras agrias que me reprochaban cualquier cosa, desde
el olvido más insignificante hasta enormes desastres; sentía gritos que
herían mis oídos y gritos que salían de mí para agredir a los otros,
todas invenciones terribles armadas por mi voluntad. Hasta que una vez
imaginé cuchillos, manos crispadas, insultos, imaginé jadeos, frases
insultantes, cortes, heridas, me imaginé con las manos manchadas de
sangre; incluso imaginé el asqueroso olor de la sangre. Imaginé gente
rodeándome, inventé una escena terrible con hombres vestidos de blanco,
golpes, manos sobre mí, intenso dolor en el cuerpo y en el alma, lágrimas
en mis ojos, arrepentimiento por no sé qué cosas hechas. Muchas de las
cosas que yo siempre imaginé en otros seres que inventé para que
sufrieran el mundo, ahora las imaginaba para mí y, en el fondo, no sentía
verdadero placer en eso, pero igual las imaginaba, como si la fábrica de
crear que era mi cabeza se hubiera desbocado y no pudiera parar de
inventar hecatombes. Esto, de imaginar todo y de que todo exista porque yo
existo, ya se los expliqué a cuantos me ha querido escuchar. Insisto en
convencer a mis criaturas que son sólo inventos. Por desgracia, siempre
imagino seres que no me creen. Aunque a veces invento a algunos que sí lo
hacen; por ejemplo, en este lugar en donde inventé que estoy, imagino que
hay varios que me creen, pero no los tomo en cuenta porque inventé seres
sin poder de convicción que deambulan por los corredores como lo hago yo
cuando los carceleros, que inventé también, me dejan salir. Si bien pude
descubrir la verdad de todo, siempre me había dolido aceptar que soy el
único. No le encontraba sentido que yo sólo esté para servirme a mí,
sin otro objeto que estar, nada más. Sin motivos, sin trascendencia,
pensando que mi única misión es hacerles saber a mis creaciones que son
eso: sólo figuras que inventa mi cabeza. Menos mal que hoy ha sucedido
algo distinto. Me visitó Él. Cuando
llegó y se presentó, le dije a Él que él mismo tampoco existía; le
participé que no era nada más que otra de mis creaciones, y no había
motivo para sostener lo contrario. Pero esta vez Él me convenció de que
existía. Me dio pruebas —yo no puedo revelarlas por ahora— que me
convencieron de su real existencia. Esa aceptación de su ser
independiente de mí, en lugar de hacer que me sintiera desplazado, me
alegró, por el hecho de confirmar que no estoy solo. Gracias a su aparición,
sé que puedo compartir con alguien todo el universo, que puedo polemizar
y, acaso, disentir con otro que no sea siempre una invención mía como,
sin ir más lejos, en el caso que me plantee que Él siempre estuvo, aun
antes que yo; afirmación que generará, sin lugar a dudas, una discusión
entre nosotros dos, porque eso no está probado ni mucho menos. Pero esta primera visita que me hizo no fue para iniciar una charla. Vino sólo a dejarme una advertencia. Me dijo, con visible enojo, que está cansado de mis revelaciones sobre la falsedad del universo. Me pidió que no hablara más del asunto; no acepta que eche por tierra todo su enorme trabajo. Porque a Él le costó mucho —digamos que le costó una eternidad— construir esta gran mentira. |
Julio César Parissi
De "Selección
de Cuentos"
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