La rebelión de las cosas |
Que nadie se asombre si un día de éstos extiendo un decreto y declaro a todo lo que me rodea en estado de emergencia. De un tiempo a esta parte he venido vigilando discretamente y he llegado a la conclusión de que existe un verdadero complot de las cosas contra mí. La subversión, como todo movimiento de rebeldía que se inicia en las profundidades, se manifiesta en detalles sin importancia aparente, pero sucede que yo tengo un olfato especial para detectar esas agitaciones. Una de las tretas favoritas consiste en que las cosas no están cuando yo las busco. No digo que no estén en su lugar acostumbrado, sino que simplemente desaparecen por un rato, hasta que llega la señora de la casa. Parecería que sólo a ella obedecen, que se hacen visibles y recuperan su consistencia y su color nada más que cuando ven a su ama. Si así fuera, yo, sin perjuicio de maravillarme por las facultades de aquella especie de Aladino casero, o de ofenderme porque los objetos no me reconocen autoridad, no me inquietaría mayormente. Lo grave del caso, lo que me hace sospechar de que se trata de un levantamiento general del mundo inanimado contra mí exclusivamente, es que en ciertas oportunidades las cosas obedecen también a los extraños. La tijera, en particular, me tiene con la sangre en el ojo. Cada vez que necesito recortar algo -cualquier cosa: las espinas del cactus, los flecos de las cortinas, las latas de conservas- voy derecho al sitio donde sé, sin lugar a dudas, que la guardé la última vez. Recuerdo con nitidez el rinconcito exacto del cajón donde la tijera quedó tendida, exhausta, desafilada. Pero no está allí. Con seguridad -pienso- alguno de la casa la utilizó y la dejó olvidada por ahí. Antes de preguntar por su paradero, recuerdo el aire glacial que me envolvió la vez pasada, cuando la señora extrajo con un pase mágico la tijera del fondo de la nada, y entonces revuelvo concienzudamente, objeto por objeto, el contenido del armario. Aparecen por supuesto el alicate extraviado, los destornilladores que presumí robados, viejas lapiceras cuya pérdida lloré sin consuelo. Pero la tijera no. Entonces viene el Hada -entre nosotros: creo que es el cerebro de la organización, la agitadora profesional-, introduce su manita debajo de una gamuza y con una naturalidad que envidiaría el mejor de los prestidigitadores, clic, clic, la esgrime triunfalmente ante mí; allí está la maldita tijera, mirándome con dos grandes ojos resentidos. (Escribo ojo y me parece que la vuelvo a ver; me tiene obsesionado, la tal.) Con los lentes me sucede lo mismo. Alguna vez, lo reconozco, estoy distraído y los busco por toda la casa, hasta que paso frente a un espejo. Pero en general me eluden como si me odiaran, como si estuvieran cansados de trabajar para mí sin una compensación adecuada. Se esfuman. Presentan renuncia indeclinable. Se van de este mundo, hasta que una mano extranjera los rescata para el servicio activo. El reloj pulsera, los cigarrillos, los libros, la máquina de afeitar, los recibos de la luz, la cédula de identidad; todo lo que ha establecido de una u otra forma relaciones estrechas conmigo, en algún momento adquiere el don exasperante de la invisibilidad. En otros aspectos de mi vida doméstica observo también ciertos desaires sospechosos. Soy un hombre inclinado a considerarme útil y eficiente, de modo que cuando me pongo a arreglar los desperfectos no sólo emprendo una actividad que me encanta sino también una función de contenido social, aunque sea de reducido alcance. Pero las cosas luchan con tanto denuedo contra mí que todo mi esfuerzo, toda mi habilidad resultan vanas. Fijar un clavo en la pared no es ningún misterio, ¿verdad?, pero tanto el martillo y el clavo como la pared resuelven previamente desalinearse ante el impulso certero de mi antebrazo, y qué culpa entonces tengo yo por los buracos que decoran mi devastado hogar. Otro caso que es para tomar en cuenta es el de la pinza de las cejas. La pinza de las cejas es una herramienta ideal, por la multiplicidad de sus aplicaciones: puede ser tenaza, destornillador, punzón o espátula. Ocasionalmente sirve para depilar las cejas, pero parece más bien diseñada para extraer el anillo que se atracó en el desagüe del lavabo o para apretar los eslabones de una pulsera. Eso, en teoría. En la realidad -en la mía al menos-, en vez de convertirse en la solución de los problemas se postula abiertamente como un problema más: se tuerce, se resbala, se escapa ella también por el desagüe. Cada vez que pretendo introducir mejoras en mi hogar, siento que me llega, casi imperceptiblemente, el temblor angustiado de los objetos mejorables. Si decido hacer una demostración de destreza culinaria las papas saltan de mis manos, los cuchillos se vuelven contra mis dedos desorientados, las ollas dirigen contra mi cara chorros de vapor hirviente o salpicaduras de lacerante intención. De la experiencia, cada vez emprendida con menor entusiasmo, emerjo con lesiones varias y quemaduras de diversos grados, mientras un humo negro que se expande con fruición por la casa entera, anuncia a todos los que quieran saberlo que las cosas, otra vez, me han derrotado sin levante. Por eso es que ahora, inspirado en ejemplos no demasiado recomendables, estoy pensando en declarar el estado de sitio, adoptar medidas prontas de seguridad y condenar al ostracismo definitivo a todo objeto que se levante contra la autoridad constituida. Y para el ingreso de nuevos utensilios a mi hogar, estableceré la obligatoriedad de un juramento de lealtad panglossiana y la exigencia de tres certificados de filiación pacifista. Sólo así, creo, podré tener la certeza de que las cosas sometidas a mi dominio permanecerán ajenas al espíritu de rebeldía que ahora las anima. Julio Rossiello "Pangloss" |
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