Testimonio
Jorge Arbeleche

Como integrante de la generación del 60, daré un testimonio personal acerca de la misma. Por razones obvias me referiré a mi experiencia y lo que aquí expondré es de mi exclusiva responsabilidad.

 

Como integrante tardío de la misma, ya que pertenezco a la segunda promoción -aquella que empieza a publicar ya entrada la década del 60- puedo decir que la nuestra tuvo no sólo referentes sino también hermanos mayores. Y ellos fueron aquellos que se dieron a conocer en la segunda mitad de los 50. Vale decir: Washington Benavides, Circe Maia, Nancy Bacelo. Ellos fueron como dije “hermanos mayores”, pues cuando empecé a publicar a fines de los 60, concretamente en 1968 sale mi primer libro “Sangre de la luz”, tenía 24 años de edad. Los colegas nombrados fueron abiertos y generosos. Hace poco tiempo, revisando papeles viejos, encontré cartas de Circe, donde nos tratábamos de “usted” y de Washington, desde su Tacuarembó donde aún vivía y del que nunca se fue. Ellos me dieron siempre estímulo y apoyo.

 

No fueron así, en cambio, nuestros antecesores inmediatos, aunque nosotros no fuimos “parricidas”.

                  

Me refiero a los poetas del 45, algunos de ellos también eran nuestros profesores en el Instituto de Profesores Artigas o en La Facultad de Humanidades. De todos ellos, el más cercano en sensibilidad fue Domingo Bordoli, a quien me animé a mostrar mis primeros poemas. Él me hizo certeros ajustes críticos, me vinculó con editoriales y me escribió unas palabras liminares, luminosas y válidas. En ellas hablaba de mí como “del poeta del instante”, juicio que cabía de modo impecable para aquel libro juvenil; no así para los siguientes. Sin embargo, nuestra crítica obediente a una tradición mecanicista repitió hasta el cansancio aquel juicio, que ya se había adherido como una lapa a cualquier opinión que se emitiera sobre mí.

 

Debí esperar décadas para que los nuevos valores críticos, como los ensayistas Gerardo Ciancio, Herbert Benítez, Martha Canfield o Ricardo Pallares, encontraran otras facetas en mi escritura, dignas de mencionarlas y exponerlas para otra lectura y valoración, desprejuiciada y abierta.

 

Entre los apoyos debo mencionar a Juana de Ibarbourou, que no sólo ofició de “hada madrina”, sino que, contra lo que pueda pensarse, tuvo una muy ajustada mirada crítica hacia los textos de un novel e inédito poeta veinteañero. Juana tenía un rigor ceñido, pero nunca descorazonador.

 

Otro baluarte en ese aspecto fue Roberto Ibáñez, quien supo dedicar su precioso tiempo para comentarme verso a verso los poemas de mi libro inicial.

 

De ellos podría decirse que fueron mis referentes literarios. Los del 45 pusieron más distancia con nosotros o, al menos así lo sentí yo, con la honrosa excepción de Amanda Berenguer quien, aunque austera en el elogio, siempre fue pródiga en el apoyo.

 

De aquel primer libro hoy hace 40 años y la cifra me estremece. Recuerdo aún mi primer encuentro con las pruebas de páginas que figuraban en extensas galeradas. Con la ansiedad natural, abrí aquel paquete en plena esquina de 18 de Julio y Ejido, una tarde de otoño ventoso y enrabiado. Casi se me volaban las largas tiras de papel que pude afanosamente recoger. Poco duró aquel entusiasmo, aquella alegría, aquel estremecimiento que me provocaba sentir “materialmente” mis poemas; los podía tocar, “eran” y “estaban”.

 

Pero en esos vaivenes, tenaces vaivenes que la vida nos procura, mi madre cae enferma de cáncer. Ella era sobria en sus manifestaciones y, aunque se alegró por la aparición del libro, ya estaba en otra dimensión, porque tuvo siempre plena conciencia de su muerte y la vivió con el más absoluto pudor. Mi “Sangre de la luz”, pasó, en mi casa, a segundo plano. Mi conciencia se debatía, pues mientras mi madre moría, yo empezaba a vivir en mi poesía. Pero ganó la muerte.

 

Y confusamente, sin conciencia, anestesiado pero con una ambigua lucidez, comencé, después de su partida, a emprender la ardua tarea de su rescate a través de la memoración y la Palabra. La Poesía fue mi bálsamo, mi albergue, mi redil. Porque la muerte me ha seguido de cerca, madre, padre, hermano, amigos, pero no pudo nunca silenciarme. A la innombrable le opuse todo lo nombrable, intenté “decir” todo lo posible, procuré que se “viera” todo, a través del sonido y la estructura de los versos. Con la Poesía he construido un mundo que no se bate en batalla con el mundo de afuera. Por el contrario, se nutre de él. Mejor, cada uno se alimenta del otro.

 

Y tengo la certeza de mi lealtad. He sido fiel a la Poesía. No la requiero ni la exijo. La expreso. Siempre. Y cuando viene, la recibo.

                                                                                                   Jorge Arbeleche

Muestra de la poesía uruguaya actual (2009).  
Ricardo Pallares Jorge Arbeleche   
Academia Nacional de Letras 
Dep. de Lengua y Literatura 
Sección Literatura

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