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El parque, la fábrica
de botellas, etc. |
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Como tantas otras mañanas, el Simca entró en el Parque y aceleró lentamente. Atrás quedaban las calles hormigonadas de la capital departamental, un bloque de viviendas económicas, las barreras, a bandas rosadas y blancas, del ferrocarril. Frenó, cautamente, observó a derecha e Izquierda, como si no existiese barrera, acostumbrado al paso a nivel que viene luego del puente Belinzon, y donde más de una vez, tras un recodo alevoso de la vía, guarecido en un montecillo de eucaliptos, acechaba un vértigo de hierro y fuego hiriendo el aire con súbito pitazo. Aceleraba con lentitud. Atrás quedan las calles blancamente hormigonadas, el bloque de viviendas, el cielo demasiado azul, unas nubes deshilachándose en la mañana de primavera. Son las siete y cuarenta y dos. Es más temprano de lo necesario. A las nueve lo esperan en Santa Lucía. Ha madrugado: imprescindible pasar por el Parque (como todas las semanas en que viaja a Santa Lucía). El acto de escrituración ha sido fijado para las 9.30 (escritura de compra-venta, abultados honorarios). Acelera, atraviesa el Parque, ve la pérgola del rosedal; imposible a la distancia discernir los tímidos, ateridos brotes, muy tempranos para esta primavera que se parece a una adolescencia. No ve los brotes, sí el estanque, fangoso, triste, las chilcas devorando el pedregullo. Vira a la derecha, el pabellón, de rejilla de madera, despintada por el tiempo, cierne su trémula cúpula por donde trepa la santa rita. Sí, es el pabellón. Luego el depósito del Concejo Departamental, burdo. Busca otro edificio y no lo encuentra, algo así como un bar, como una galería, una veranda, donde se sentaron hace catorce años, el día del pic-nic, después que se recibieron. Tal vez no exista ese bar, esa veranda, lo ha reconstruido en la mente, ha sintetizado un edificio que no existe, ha superpuesto en un raro, cinematográfico montaje instantáneo, las rejillas del pabellón, el aire fino de la pérgola, las macizas paredes del depósito, la veranda del fondo de la casa de Olga (donde habló con Luisa), el cielo azul, a media tarde, de otra tarde. No existe tal edificio: los recuerdos se borran, se esfuman, luego se integran salidos de la niebla que ahora se levanta sobre el Parque, tiemblan como piezas de un aéreo rompecabezas, crean lo que no existe: el cielo azul de una tarde (hace catorce años, sí), un bar donde sorbieron con delicia una coca-cola tibia. Siente el gusto dulce y fácil de aquella coca- cola. Mordisqueaba el borde del vaso de papel. Miraba a Luisa en los ojos, hablaban de cosas sencillas, en un mundo sin peso, levitado. No existe, no existe. La ventana estaba abierta. Enfila derechamente por una avenida. Ha preferido una avenida lateral. Ve el molinete —ése sí, estaba— separando el predio propiedad del Concejo, afectado a División Parques y Paseos Públicos, de un baldío, de unas casuchas que insinúan otras, hechas de mampostería, aledaños de un barrio de viviendas económicas. Se trabaja en el mundo. No hay lugar para los recuerdos. El molinete estaba. Por él entraron dos peones, venían a hacer el asado, a charlar con Dighiero, a ganar unos pesos luego del asado, en rueda de baraja, de la cual Luisa y él salieron para beber la coca-cola en el bar. Sorbe otra vez el liquido granate y dulzón. La coca-cola era bastante novedosa todavía, la introdujeron allá por 1944. Ocho años no es nada. Si se los compara con catorce. Si se los compara con los infinitos años del futuro en que él —y Luisa— no estarán en el Parque. Acelera, acelera, las piedritas rebotan dentro de los guardabarros, hacen un rápido y desgranado chapoteo. Acelera, los neumáticos ruedan felices, desapesgan el balasto, amortiguan baches, trazan una doble estela de finos retículos, huella de gigante, sin solución, infinita como riel hacia el paraíso. ¡Allá en el fondo asoma el lago! El sel de la mañana espejea, deslumbra sobre el barro de las aguas, lo hace de oro sucio, de verde de sauces llorones, verde que huele a eucalipto, a juventud, a plc-nic de graduados. Centellea el lago. Y hay un caminito de barro, recoleto, aflorando a la izquierda, que lleva hacia. Hacia. Un caminito y un muro de ladrillo rosáceo. Caminito que el tiempo ha. ¿Bailaron? La tomó de la mano y la música giró en torno de ellos. ¿Era acaso la primera vez que oía música? Música, cerveza, cocacola, baraja o ruleta, y olor de los juzgados de la Ciudad Vieja. Todo eso debió empezar en un día, tiene una fecha, un comienzo, necesario, olvidado, borrado. Como el camino que se abre a sus pies. Frenó bruscamente, el sol dardeó en los niquelados del Simca, restalló, el barro se apartó solícito, se apelotonó a ambos lados de los neumáticos, como una pasta cremosa, hecha de tantas hojas descompuestas, agua, olvido. El camino se adelantaba en la espesura de los álamos y sauces. Sobresalían troncos erguidos en un cielo alto, tiritantemente tibio —las siete y cincuenta y cuatro—. El bar no existía, pero sí algo a la vuelta del camino, antes de llegar a la represa. Se echó a andar. Al costado del camino se eleva un muro semiderruido. Ve sobre él, recortadas en el sol satisfecho de las tres de la tarde, a Luisa, a dos o tres muchachas y muchachos marchando salvados del barro de otra tarde, de otra primavera. Da un salto, se encarama al muro, avanza como sobre un pretil. ¿Para qué servirá ese muro, con contrafuertes espaciados y ruinosos, hundida en el follaje? A la derecha se remansa un brazo del arroyo. A la izquierda, adelante, se insinúa un murallón enérgico, perfilado, duro. Sigue haciendo equilibrio. ¿Qué busca? Algo que exista. Pasa junto al murallón. En la esquina de dos paredes, al final, brilla un pico de luz olvidado de apagarse. Gotea rocío de la visera del farol, como sí la luz no tuviese fuerza y no evaporase. La helada se levanta en el brazo del arroyo. Mira la bujía, brillando para nadie, absorta entre los árboles, errata de luz contra la pared de ladrillo. Da un paso adelante, traspone la esquina, el muro sigue, zigzaguea escurriéndose, ahora al descubierto en una vasta zona de luz solar, de neblina exhalada, de trémulo aroma a arroyo, a aire libre. Y corre sobre el muro, corre. Y entonces, como si fuera un descubrimiento, deteniéndose un segundo, jadeante, ve contra el cielo ya claro y fijo, a la fábrica. Seis plantas altísimas, ventanas con celosías, techo de zinc sobresaliendo como una pirámide trunca, y en el vértice superior, el asta de un pararrayos, un espolón que explora las últimas nubes presurosas. Más allá la chimenea, del otro lado del edificio. Salía de adentro un ruido monótono y tintineante que alcanzaba a tapar el rumor del agua en la represa cercana. Los casilleros, repletos de botellas, se alineaban bajo el cobertizo. Un camión se acercaba a los portones. Seguía el ruido, desde adentro, como resollar de enormes fuelles, un palpitar que duraba desde cuándo, tal vez tanto como el agua deslizándose en el tobogán de la represa. Pero él no recordaba, no recordaba. ¿Estaría allí la fábrica hacía catorces años? (Sí, catorce: día por día). No recordaba. Se llevó la mano a las sienes, angustiado tal vez, intentó develar un recuerdo, entrecerró los párpados, la silueta aquella, erecta en la inmensidad azul ya barrida por la brisa, se le emborronó, pero nada, nada llegaba desde aquel día, desde el día del sabor en el vaso de papel rodando, desechado ya, pisoteado. Nada. Sólo la dulzura de la tarde en la terraza de Olga, y el recuerdo de unos rostros a quienes la tarde va ensombreciendo, unos amigos, una señora encinta, la plenitud, la serenidad de la madre de un niño que habrá nacido en diciembre de 1952. Dio otro paso adelante, trastabilló, a lo lejos se sintió el claxon del motocar, la campanilla del paso a nivel, alerta ingenuo, mundo sonoro, ladridos, gritos, lejanas voces. Y aquí el resoplar de los hornos de la fábrica. Un lampo rojizo se desvaía, reflejándose en la banderola de la tercera planta. Se le ocurrió pensar que el edificio sería hueco y oscuro como el seno de aquel botellón que estaba mirando, el gollete rajado, enclavado de cuajo en la esquina del muro. No., imposible recordar. Detrás de la fábrica el cobertizo anidaba casilleros repletos de botellas. Le pareció que de les picos de bruñidos bordes salían palabras, sílabas apenas murmuradas. Y quedó atónito al ver el color de las paredes de la fábrica. Habría sido colorada, y ahora la habrían recubierto de un tono más oscuro que aquí y allá se descascaraba, dejando ver la primitiva pátina. ¡Y no recordaba! Se sintió humillado, rebasado, ínfimo. Imposible creer que la fábrica hubiera sido construida después. El inmueble data de 1916. Los aquí comparecientes, Rufino Antía y Ramona Castro de Saravia, personas de mi conocí. Se apretó las sienes. El tradente ante mí declara. Ya estaba allí, el 28 de setiembre de 1952. El jadeo tintineante lo envolvió como una bocanada. Quiso apoyarse en algo, se bamboleó, cayó, se encontró a sí mismo derribado en el barro, manchado, le dio vergüenza, miró a su alrededor, del camión descargaban casilleros vacíos, un obrero empinado sobre la cabina gritaba algo gutural, y bajaban casilleros, rítmicamente, casillero tras casillero. Se recompuso, dio un salto, otra vez se sintió sobre el muro. Hubo de reflexionar, inducir que la fábrica estaba allí, pero no la habían visto. La tomó de la mano y siguieron andando. “Mirá, esto parece un desfiladero”. Luisa se detuvo. Sus ojos contemplaban la fábrica de botellas. El la tomó del brazo y quedaron súbitamente unidos durante un segundo. Contemplarían una ventana abierta, la maciza chimenea, la luz de la tarde destellando en el vientre de las botellas. Los ojos de Luisa tenían una mirada dulce y aviesa, triste y alegre. Sonreía con inocencia. Volvió a ver las seis plantas, enhiestas, de un rosa sombrío, de cal descascarada y antigua. De cal mezclada con barro. En la quinta planta vio a la ventana. Era la única abierta. Otras perforaban ciegamente la pared del edificio. Sí, estaba abierta. ¿Quién lo miraba desde adentro? Siguió andando. Siguió andando. Apretó el paso. Sobre la represa había un puente, un pasadizo apenas tendiendo sus tablas de pilote a pilote, una barandilla. Quería atravesar el puente, sentirse en medio, el embalse a un lado, al otro la catarata resbalando entre espuma. Quería llegar hasta allí, donde Luisa y el hermano de Olga se habían sentado sobre las tablas, y pendían sus piernas en el vacío, contemplaban el deslizamiento líquido, hablaban sin interés. Luisa se aburría. La pollera, larga —qué pasada de moda—, dejó entrever una tersa rodilla, y las medias humildemente arremangadas en el comienzo del muslo, blanco y puro, de niña. Sintió que la amaba. Corría sobre el muro, tropezaba, hacia la represa. Sentía que la amaba ¿A quién, a quién? Corría. El fragor era más intenso, el muro se metía en una espesura de sauces, sintió las ramas chicotearle el rostro, el muro hizo un recodo, el ruido de las aguas lo aturdió, llegó a la represa. El tiempo, el agua se habían llevado al puente, a sus tablas ennegrecidas. Sólo quedaban los pilotes y varillas de hierro retorcido, como raíces aflorando sobre los cabezales de hormigón. No reconocía al lugar. Le costó comprender que ya no estaba el puente. Dio un salto, quedó sobre el primer pilote, extrañamente erguido como sobre un capitel. Se arrodilló, extendió la mano, quiso tocar el agua que se iba allá abajo, se desflecaba, se arremansaba, volvía a cobrar su tristeza marrón. Se puso de pie. Atónito. Quedó largo rato inmóvil. Luisa había erguido un muslo, alzado el pie sobre el borde de las tablas, echaba el cuerpo hacia atrás, entrecruzaba manos y dedos en la rodilla sosteniéndose y pendulando el torso, dándose impulso con el otro pie. Parecía una hoja, trémulamente incierta en el extremo de una rama. Una hoja demasiado triste para estar en el extremo de la rama. * * * Pero Luisa no lo sabrá nunca. No sabe que él vuelve por aquí, peregrino solitario. (Los miércoles o los Jueves, casi todas las semanas, de escritura en escritura). Ni siquiera se acuerda de la fábrica de botellas, que un día vieron, del bar, de la veranda. Vivir olvidando, olvidada. Luisa nunca sabrá. Y él se yergue, vuelve el rostro, ve la fábrica allá atrás, empequeñecida, alcanza a oír su ruido entre el borbollón de las aguas. El sol se levanta vigorosamente. Será un hermano día de nueva primavera, y él cobrará, cobrará en Santa Lucía. (Cobrará en el acto: Antía cruza la pierna, abre la chequera, desliza su estilográfica y su firma). Con un gesto de fastidio regresa, con paso rápido recorre de vuelta el muro hacia el Simca, que espera al final del prado. Su paso es elástico, seguro, ajetreado de escribanías. El agua sigue cayendo, a sus espaldas, se despeña en el pulido tobogán, hace un lago, se aquieta, besa impalpablemente la orilla donde crece el canelón. El sol de las ocho y treinta y dos hiere las aguas del lago. Un súbito espejeo sobre la superficie. Pero ni él ni Luisa sabrán, nunca. |
Cuento de
Alberto Paganini
Publicado, originalmente, en: Temas N° 12, Montevideo, Nº 12 - Mayo - Junio 1967 pdf
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República) y Biblioteca Nacional
Ver, además:
Alberto Paganini en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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