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Morocho
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 
 

Despertó sofocado. Sintió la boca seca y  la barriga hinchada. El espejo le devolvió la imagen de un boxeador duramente golpeado. Fue la primera chupada de mate lo que, aparte de despertarlo,  revolucionó sus tripas, al punto de transportarlo urgentemente al baño justo cuando sonó el teléfono.

-¡Hola! ¡Holaa!  Nadie, la puta…

Colgó y salió como balazo.

-¡Riiiinnnng!

Se sentó igual en la taza. Cuando finalmente levantó el tubo, sonó un clic. -¡Carajo! ¿Quién será el jodido que llama?

Abrió la puerta de calle y respiró profundamente detrás de las rejas.  El frescor y la humedad anunciaban la entrada del otoño. El día pintaba nublado. Si no fuera por ese enorme eucalipto que le daba en las narices, la vida le sonreiría mejor. Pero allí estaba, como un baobab, con sus raíces tentaculares que habían eclosionado haciendo volar las pocas baldosas de la vereda y rajado también el frente de la casa. Sus ramas parecían reírse de la situación cuando crujían al viento amenazando con destrozar el techo de chapa.  Ya había peregrinado al centro comunal  y nada. La respuesta era siempre la misma:

-No se queje, señor. Antes que usted hay ciento veinte vecinos que esperan desde hace dos años. Aquí tiene el teléfono, llame al ingeniero encargado y verá si tengo o no razón- decía el funcionario excusándose con un gesto. -La gente se queja, pero mire lo que está pasando con las fumigaciones. Solo hay cinco funcionarios para cubrir la Capital. Falta personal.

-¿Tampoco este año salen a podar?                                                                                                          -¿Usted cree en los lobizones?    

En el camino de regreso y para conformarse,  amenazaba con hacerles un juicio. Estaba colgado con sus ideas en las ramas de esa bestia de árbol cuando miró a sus pies y allí estaba él. Se trataba de Morocho, el perro del vecino. Una mezcla  de pomerano y otras razas  lo hacía una cosa chica, negra, peluda y con un rabo enrollado que le caía sobre el lomo. Un detalle lo destacaba: el quincho de pelos que le colgaba sobre los ojos y un prognatismo que le resaltaba  el colmillo como un iceberg. Un niño lo hubiera asociado a una película o revista de aventuras cuyo dueño era el bucanero de garfio y pata de palo de un barco pirata. Dicen que el perro siempre se parece al amo. No era este el caso. Todos los días, el vecino, Juan, feriante de unos cuarenta años, flaco, desgarbado, con cara de ángel, se trepaba en su  desvencijada camioneta aplastada por la carga de los hierros,  la lona y su obesa mujer. Ropa era lo que vendían.

A don Aquilino no le impresionó ver al cuzco, que lo seguía mirando impertinente, con su cola tiesa, clavado al piso. Ninguno de los dos se atraían  ni se demostraban afecto, aunque, con el tiempo, se fueron conquistando. Un hueso pelado al principio y con carne después logró lo esperado: se hicieron amigos.                                                                                                                                    -¡Morocho, dale perro de mierda, entrá! Era el grito que siempre se repetía todas las mañanas. Antes de irse, lo encerraban tras el portón de varillas y alambres que él lograba sortear sin problemas para ganar la calle. Una vez libre, recorría el barrio imprimiéndole a  sus patitas un trote saltarín, que su pelo acompasaba dándole ese aire compadrito, desafiante y provocativo. Así, recorría el barrio. Atravesaba cualquier calle y parecía que le gustaban más, las de tránsito pesado. Vivía a una cuadra de Cno. Carrasco y para ir a la carnicería tenía que cruzarlo, eludiendo ruedas de todo calibre y frenadas con chirridos y palabrotas de todo tipo.

Toda recorrida que don Aquilino emprendía por la zona, allí estaba él al firme, acompañándolo con su trotar guiñolesco y su colmillo sobresaliendo de la boca. Lo que le llamó la atención fue que, todo el mundo lo saludaba; sin duda, pensó que lo conocían mucho antes que él ¡y claro!, era el perro del barrio.

-¡Riiinnnng!

-¡Hola! ¡Hola! ¿Quién carajo…?

-¿El señor Aquilino González?

-Sí. ¿Quién es?

-Un momentito que le van a hablar.

-¿Señor Aquilino González?

-¿Sí?

- ¡Buen día, señor! Disculpe, aguarde en línea que nuestro asesor ya lo va a atender.

-¿Qué asesor?

- No corte, por favor.

- Le estamos hablando de “Plata” y el propósito de nuestra llamada es…

- No siga. ¿Fue usted quien me llamó hace un rato?

- No. No sé…

- No importa, no tengo interés. 

- Permítame que le robe un minuto.

- ¡No!

- Señor…disculpe.

Colgó. Se acordó de su señora. Ella sí hubiera agarrado viaje. Se prendía a todas las cuotas habidas y por haber. No importaba qué cosa era. El asunto era comprar y deber. Ahora estaba en España. Dos por tres se iba por un par de meses a la casa del único hijo, que era médico en un hospital de Extremadura. Éste se había casado y divorciado y vuelto a casar. Todo se había multiplicado en nueve nietos.

Aquilino había sido funcionario público, lo que para algunos merecía un sinónimo desagradable: vago, lacra, acomodado, rutinario y ñoquis. Él se consideraba la excepción aunque, todos sus años de actividad se los pasó autorizando pases con pequeños informes detrás del mismo escritorio.

Hacía casi un año que se había podido comprar una casita con fondo, en el lugar que le dieron los pesos, lo que no era el ideal, ya que la zona era aguerrida en todo sentido. Pululaban las bocas de pasta base y los delincuentes. Eso sí, la había tratado de asegurar por todas partes: rejas en puertas y ventanas, vidrios en los muros, alambres de púa,  lo que no era suficiente. Su tiempo lo disponía para esos menesteres cortos: pintar, arreglar la cerradura de la puerta del ropero, el cuerito de la colilla del calefón, y salir a buscar entre otras cosas, el pan antes del medio día.

 

Para los mandados, contaba con la compañía de Morocho, que lo aguardaba siempre a la misma hora. Claro que, ir a la carnicería o la panadería, le significaban un buen hueso o un crujiente bizcocho. El hueso se lo daba todos los días el carnicero, fuera o no acompañado. Para sacarse la curiosidad, don Aquilino se lo preguntó y ahí supo la historia.

Empezó a contarle que un mal día del invierno pasado, tres muchachotes, armados, lo asaltaron junto a tres vecinos a quienes también les sacaron la plata y sus pertenencias. Los vozarrones intimidatorios de los tipos que gritaban y gesticulaban como energúmenos no le gustaron nada a Morocho, que se había colado con uno de los clientes al local. Siempre lo echaban, pero ese día no lo vieron. Comenzó a ladrarles. Le dispararon, lo que lo enfureció más.  Los tipos ya se retiraban y, en eso,  Morocho se prende con alma y vida del tobillo del último que salía. El tipo no podía sacarse a Morocho de encima, que estaba como clavado. Movía su pierna de un lado a otro gritando y decidió disparar su arma con tan mala suerte que se pegó un balazo en el pie. Furioso, intentó otro tiro, pero su arma, felizmente para el perro,  se le trabó. Después, entre todos, saltaron sobre el infeliz  y lo redujeron.  Por este motivo, la policía no solo detuvo al malviviente sino también a los restantes de la pandilla. A partir de ese hecho y a la hora que quisiera, Morocho entraba y salía del negocio como  por su casa y siempre se llevaba lo suyo. 

                                                 

Venía lloviendo desde hacía tres días y los meteorólogos vaticinaban agua para el resto de la semana. Como todos los mediodías, don Aquilino se aprontó para ir a la panadería.  Se asomó y no vio a Morocho. (También, ¡qué día para acompañarme!).

No le gustaban los paraguas, así que se puso la campera de nailon con capucha y salió.

-¡Buen día, Aquilino!

-¡Cómo anda, preciosa?

- Y… ¡con este día!  Pero a mal tiempo, como dicen…

- ¡Tu carita, linda!

-Gracias, don Aquilino. ¿Una flauta y la leche?

-Sí, sí. Gracias. Agregame los bizcochos.

-No me vaya a engordar, ¿eh?

Para don Aquilino era la vendedora ideal. Una morocha veinteañera, vivaracha, llenita, grande de nariz, ojos y glúteos. Siempre tan atenta. Uno era capaz de comprar cualquier cosa por tener su sonrisa y algo más, aunque ésta  no fuera más que una mera fantasía.

Las dos cuadras para llegar a su casa se multiplicaron por el agua y los rayos que caían sin tregua.

Se aprontó para cruzar la calle y tuvo un presentimiento, miró para atrás y lo vio. Era Morocho que lo venía siguiendo.

-¡Morocho! ¿Qué hace, viejo?

Estaba empapado. Lo miró como esperando algo. Aquilino, se le acercó, y le palpó la cabeza.

-Bueno, dale, vení. Vamos para casa. Te seco y te doy unos biscochos.

Mientras cruzaba la calle en estas charlas con Morocho, miró hacia un lado y no tuvo tiempo de mirar hacia el otro porque solo atinó a preguntar:

- ¿Dónde estoy?

-Está internado en un sanatorio, señor. ¿Recuerda su nombre?

- Aquilino. Aquilino González. ¿Qué pasó?

- Tuvo un accidente, Sr. Aquilino. ¿Recuerda el teléfono de algún familiar?

- Sí. Mi hermana, Ema. ¿Tengo algo malo? ¿Qué me rompí?

- Quédese tranquilo. Tuvo un problemita con el bazo y se lo tuvimos que sacar. Además se fracturó la cadera pero por suerte se pudo hacer la reparación sin problemas. Y ahora necesitará una recuperación de un  mes para empezar a caminar y después un tiempo más para mejorar totalmente. Sufrió un fuerte golpe en la cabeza. Hace  tres días que está internado. ¿Recuerda el número de teléfono de su hermana?

- Sí, sí. 42203127.

- ¿Dónde vive?

- ¿Mi hermana?

- No. Usted.

- Alejandro Gallinal 8990.

- ¿Tiene Mutualista?

- Sí. Cimasa.

- ¡Qué casualidad! Usted está internado en su mutualista.

Aquilino había sufrido un severo traumatismo al ser embestido por un camión que tras el impacto logró frenar sus ruedas a pocos centímetros de su cabeza. ¡Suerte, estaba vivo!

Pasaron dos meses. Su mujer había regresado. Pese a la terapia,  caminaba con dificultades al principio apoyado de su doña y luego solo con el bastón. Hacía tiempo que no veía a Morocho. Se encontró con el vecino y le preguntó por él.

-¿Cómo, no se lo dijeron? Pobre. Ese día del accidente, pese a los relámpagos y truenos sentimos un fuerte chirrido de frenos y un golpe. Salimos y en un principio pensamos que se trataba de un choque; un auto se había incrustado en la parte de atrás de un camión. Cuando fuimos hacia el frente, ahí estaba Morocho, tendido a su lado, lamiéndole la cara, pobre. Al día siguiente, murió.

No lo podía creer. Se recostó a la pared, miro hacia el cielo, se toco la frente y solo atinó a preguntar.

-¿Lo enterró en algún lado?

- No. Usted sabe como son estas cosas. Una bolsa de nailon y al contenedor. Ya tengo otro, más grande que Morocho. ¡Este sí me va a cuidar la casa!

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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