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Luisa y Luis
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 
 

Logró sentarse en la primera fila. Suspiró. Había llegado a tiempo al acto de su amigo. Ese día, un viernes gris y húmedo de invierno, fue complicado para ella. Llegó de Buenos Aires, donde había inaugurado una joyería. Era el tercer local que habría en un shoping. Otros dos los tenía en Montevideo, aunque se había resistido a instalarse en Porto Alegre, como se lo aconsejaron sus contadores. Quizá por el idioma o porque ya estaba un poco cansada del trajín. Parecía tener menos de los cincuenta años, pero el haber enviudado la sobrecargó en sus tareas y este hecho también le pesaba.  Para colmo de males, su chofer estaba enfermo. Le molestaba hacerlo pero no tuvo otra opción que manejar uno de sus coches más pequeños, un viejo Audi Cabriolet, automático, para poder desplazarse sin las molestas palancas de cambios. El problema era detenerlo y por este hecho siempre buscaba un garaje. Aunque estuviera lejos, no importaba, con tal de no aparcarlo. 

Llegó al sanatorio donde su única hija había dado a luz a su segundo nieto, el varón tan buscado, tanto, que se pensó en recurrir a métodos artificiales de fertilidad. No fue necesario. Allí estaba el hombrecito con toda su mofletuda humanidad, chupando ávidamente los pechos de su madre. Miró su reloj. Tenía que irse. Afuera lloviznaba. Cruzó corriendo la avenida hasta la estación de servicio por el auto y partió hacia la aduana.

El momento se acercaba y se sintió nerviosa, tanto como si fuera ella la que recibiría la distinción. Poco a poco el salón colonial quedó colmado de gente y de murmullos. Un nuevo suspiro la hizo mirar hacia arriba. Una enorme araña de cristal destellaba luces tornasoladas por los caireles que pendían de ella. Se encontraba en el salón de actos de la primera residencia palaciega que tuvo la ciudad: el Palacio Taranco. Ya lo había visitado antes. Su estructura era pequeña, para su gusto, pero no dejaba de ser una joyita por lo valioso de sus piezas y su colección de arte. El teatro, que tanto le gustaba,  también había pasado por allí dejando los fantasmas de sus personajes. Pero esa noche el edificio le pareció más atractivo. Debían de ser las luces que le entregaban un mayor encanto  a su diseño, pero también la decoración y el mobiliario se unían majestuosamente para dar marco a la ceremonia por venir.

Un silencio repentino señaló su inicio. Sus ojos comenzaron a nublarse y ya no podía ver más que los recuerdos que se sumaban al pasado. Aquí jugaba el tiempo transformado en ilusión. Una ilusión que como imagen no dejaba de ser atractiva, porque la transportó hacia sus primeros años. Fueron episodios sincronizados y vertiginosos. Quedó ubicada en el punto ciego de la realidad; se vio acompañada de la directora que la llevaba de la mano rumbo a la  clase donde conocería a la maestra. No hubiera deseado llegar tan atrasada en su primer día. Las cosas se habían precipitado y la mudanza obligó a sus padres a cambiar de escuela cuando ya transcurría un mes de empezadas las clases. Sentía vergüenza y ¡vaya a saber qué maestra le tocaría!

******

Las siete personas encargadas de representar a los demás integrantes de la junta fueron pasando en fila hacia el estrado. Una vez ubicados en la mesa oval y habiendo tomado asiento, el presidente, abre la sesión extraordinaria. El recipiendario observó la platea y entre el numeroso público presente, la vio sentada  frente a él, como si supiera dónde iba a estar ubicado. ¡Las cosas del destino! La volvió a encontrar ya adulta y después de muchos años, por la calle San José. Conservaba ese encanto de los años que parecen detenerse en muy contadas personas. Quedó deslumbrado. En esta oportunidad, estaba más esbelta que nunca, radiante y elegantemente vestida. Lucía un trajecito beige entallado, unas botas al tono y una capa aceitunada la envolvía y la hacía parecer más alta de lo que era. Aprovechó el encuentro para invitarla a la ceremonia y allí estaba: Luisa. La recordaba cuando llegó a su clase y él se molestó por eso, porque se la habían mandado tarde, para su modo de ver. Tarde porque hacía un mes que había empezado el año lectivo y otra vez tarde porque ya era media mañana y estaban tocando la campana para el recreo. No era un buen presagio. La directora, previa anuencia entró al salón y presentó a la niña como una nueva alumna y se retiró. Quedó parada frente al maestro, que ni siquiera la había mirado. (¡No era maestra!).  Ella lo observó.  Vestía una túnica blanca  que dejaba ver una impecable camisa y una corbata prolijamente anudada al cuello. Tendría unos 25 años. Pelo compacto, negro, al igual que sus  ojos, que parecían aún más enormes cuando la miraron detrás de las gafas. Él levantó la cabeza y la vio demasiado alta para una niña de 10 años, de rostro pequeño comparado con su cuerpo y de facciones  delicadas y  ojos claros, vivaces. (Espero que no me traiga más problemas de los que ya tengo).

-¿Ves y oís bien?- le preguntó con marcado acento y voz abaritonada.

-¡Ah, sí! Veo y escucho bien. ¿Por qué, maestro?

-Porque si tenés dificultades para ver u oír, no podés sentarte al fondo. Haceme  el favor ocupá aquel asiento, el penúltimo de ésta fila. Después, si querés te vas al recreo. Prefirió quedarse para acomodar sus cosas. El barullo de afuera contrastaba con el silencio reinante en la clase. Disimuladamente miró hacia los costados y vio a los demás niños muy serios, sentados como estatuas mirando hacia el pizarrón y otros observando de reojo sus movimientos. Pensó en la maestra de segundo del año pasado. La extrañaba. Si no fuera porque a sus padres, junto a sus hermanos les habían dado el desalojo, no estaría en esta nueva escuela con niños que ni conocía y un maestro que no le caía nada bien.

Poco le costó a Luisa darse cuenta de que toda la clase estaba en penitencia. Afuera solo se oían las risas y cuchicheos de los demás. Tercer año  había quedado aislado.

No era muy habitual que el maestro Luis, los privara a todos del recreo por culpa de un grupo de revoltosos que alborotaban al resto pero, era una buena manera que tenía para  hacerles entender el verdadero significado de conducta por un lado y sentido de grupo por otro. Sabía que era un duro castigo, el que permanecieran allí sentados, sin hacer nada y solo escuchando la algarabía de los demás niños jugando en el patio, pero era la fórmula más efectiva que había encontrado en estos pocos años en la profesión. Ese tiempo, el de la penitencia, lo aprovechó para darle un vistazo final a dos cosas que debía hacer ese lunes: su primer libro con obras de títeres e ingresar al Instituto de Profesores. La campana sonó anunciando la salida.

El cielo de ese lunes estaba amenazante. Luisa corrió en busca de sus hermanas. Eran tres, que estaban en primero, segundo y tercer año de la misma escuela y tenía otro hermano que aún no había comenzado a estudiar.  Las tomó de la mano y se fue entre corriendo a la nueva casa de su tía Marta, hermana de su padre, soltera, donde ahora vivían.  

Era una cintita de apartamento. Rajado, con humedades y goteras. Ubicada en el  fondo de un largo corredor, correspondía al Apto. 4. Un pequeño patio daba  hacia una mini cocina comedor, el baño y dos dormitorios contiguos. Había dos moradores más: un perro foster ya viejo que se la pasaba gruñendo y un loro, al que  los años lo habían desplumado, pero no de sus mañas de chiflar y decir palabrotas.

Lo cierto es que a Luisa le gustaba  la escuela. Todo libro, revista o boletín que le llegaba a las manos los leía, aunque la mayoría del tiempo se la pasaba o fregando o atendiendo a sus hermanos que no le daban tregua. Estar en la escuela era un descanso y esparcimiento.

Con el paso del tiempo, el maestro estaba cada vez más sorprendido de la capacidad de aprendizaje de esta larguirucha muchacha que desde el primer día se destacaba por su agudeza e ingenio. Dos por tres la encontraba en la biblioteca y ella siempre le pedía consejos  sobre qué libros leer. Sus respuestas eran correctas y lo hacía aportando algo más; daba explicaciones claras y precisas. Siempre tenía las mejores calificaciones. Al término del año no lo dudó: fue la abanderada de la clase.

Los ecos de aquel 1950 con el triunfo de Uruguay sobre Brasil aún seguían palpitando. La prensa aún no había agotado tintas sobre el Maracanazo. Pero ni el suicidio de Getulio Vargas ni el bochornoso final del Macarthismo lo habían impresionado tanto a Luis como la tragedia del Banco Inglés, donde  el pesquero Isla de Flores se había ido a pique con sus 12 tripulantes a bordo.

Era el final  de las vacaciones de ese flamante 1951 que entraba con el segundo año de su profesorado.  Había elegido Idioma Español. Siempre recordaba a aquel “señor profesor de secundaria”, como le gustaba decir que, con su sapiencia, lo había interesado en la materia. Ahora, casado con Irene, maestra también, y con dos hijos, su rutina era por las mañanas subirse junto a su mujer al viejo Citroen, y serpentear desde Punta Carretas a Cno. Maldonado para dejarla en la puerta de su escuela, la No.144, para luego seguir rumbo a la No.34  en  Peñarol, que era su destino. De tarde al Instituto de Profesores por tres horas más. 

Ese nuevo año le tocó cuarto. Era una gran responsabilidad. Primero, Cuarto y Sexto año estaban destinados a los maestros más destacados. No era habitual que un educador continuara con el mismo grupo, por aquello de la excesiva confianza, pero esta vez  había sido considerado y como excepción tuvo que continuar. Treinta y nueve alumnos figuraban en la lista. Treinta y ocho asistían y, de ellos, quince sobresalían del nivel general, veinte venían de atrás, dos existían y una era, sin dudarlo, la que estaba tocada por la varita mágica del conocimiento: Luisa. Venía corriendo, le dio un sorpresivo beso en la mejilla y se excusó con un:

–Disculpe, maestro, mi madre no pudo venir y tuve que dejar a mis  hermanas en la clase y el varón se puso a llorar y…es su primer día de escuela y…se quedó sin aliento.

-Está bien, Luisa. Tomá asiento.

-Ay, sí maestro, gracias.

Luisa estaba contenta de tener el mismo maestro. Quería volver a ser la primera en la clase. Sabía que si lo lograba podía tener la oportunidad de revertir lo dicho por su padre, quien la sentenció: “Solo hasta sexto año y después a trabajar”. Llegado el momento su madre le daría una mano. Ella, una santa mujer. Nunca decía no a nada. Hacía limpiezas afuera y su padre changas y de vez en cuando regresaba tarde, con unas copas demás y unas monedas de menos. Pero ahora no quería pensar en eso.

Le gustaba estar en la escuela. Se sentía bien y cada vez mejor ya que el maestro la conocía un poco más. Solo que ahora la dejaba para el final en sus preguntas. El brazo en alto, cansado, se  apoyaba en el otro y, cuando nadie respondía bien, era la última en dar la respuesta correcta.

Pero ese fin  de semana tuvo un encanto especial. Con sus hermanos,  al llegar el domingo, la dejaron ir a la escuela para ver una obra de títeres. Se llamaba “Titeretada del globo” y estaba escrita por su  propio maestro. La historia trataba de un globo y todo lo que él representa, colores, juegos e ilusiones.  La representación la hizo participar y divertir mucho.

Como aquél globo del titiritero, el año se fue volando. Luisa había logrado ser nuevamente abanderada.

******

En el día de la fecha, por resolución de la Junta, representada aquí y en mi carácter de presidente de la Academia Nacional de Letras, tengo el honor de abrir esta sesión extraordinaria en la que vamos a nombrar a un nuevo académico, al maestro y profesor  Luis García Melo. En la oportunidad, hará la  presentación el académico Roberto Martínez, luego de lo cual, dará su discurso de presentación el señor postulante.

Cuanto tiempo había pasado desde aquél momento en que en una ceremonia similar, pero más austera, había recibido el título de maestro. Como ahora, ¡cuántos amigos, compañeros y familiares presentes! ¿Éxito? ¿Meta? Ni lo uno, ni lo otro. Simplemente lo tomaba como una nueva tarea, como una responsabilidad más. Como gran lector que era, recordaba a Wiston Churchill cuando sobre el éxito dijo que era aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse.

Ahora pensaba en sus padres,  que, como tantos emigrantes españoles, vinieron al Uruguay en busca de una mejor vida. Eso sí, le habían dado la oportunidad de estudiar. ¡Cuántas veces había acompañado al padre, un gallego severo pero, todo corazón, a su boliche de la ciudad vieja! Recordaba a su madre, que a pesar de su poca instrucción era una mujer de carácter, conversadora, polemista y anticlerical. Pero, sin duda, para ella, aquella mañana iba a ser distinta a todas las demás. Sobre la mesa de la cocina encontró un anillo. (¿Será de Luis  que se lo  olvidó?) Lo levantó, se ajustó los lentes y lo miró detenidamente. Se tuvo que sentar. Se sacó y se puso nuevamente los lentes. Se paró y se volvió a sentar El anillo sí, era de Luis. Tenía grabada una abeja. El sinvergüenza no le había dicho nada. En silencio le había dejado sobre la mesa el símbolo de maestro y se había ido para la escuela.  Ese día, todo el barrio se enteró de la noticia. 

Pasaron dos años. Luis ya había comenzado con sus tareas como profesor de Idioma Español.  Una mañana, se encontró con la directora de la vieja escuela. Preguntó por todos los maestros y también se acordó de Luisa. Luisa. Fueron vanos los esfuerzos de los maestros y de la propia directora por tratar de convencer al padre de que la dejara seguir estudiando. No hubo caso. De nada valieron los argumentos de que era la mejor alumna que había pasado en años por la escuela. Ni de que en todos los períodos había salido abanderada. Nada. No entendía razones.

- Señor, Luisa puede lograr ser lo que ella elija como profesión. Arquitecta, médica, abogada. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?  

- Ya estudió lo suficiente. Sabe leer, sabe escribir, sabe sumar. ¿Para qué más? Yo no puedo mantenerla. ¿Quién le va a pagar los estudios, eh? Se terminaron los comedores y ¿ahora? ¿Ustedes le van a dar de comer? Zapatos, ropa, libros. No.

- Señor, existen becas que pueden hacer más aliviada la situación.

 -Ella ya lo sabía. Terminaba la escuela y a trabajar. ¿Te lo dije o no te lo dije?

¡Respondeme!

- Sí, papá.

Ese día Luis no comió ni durmió bien. Estaba molesto consigo mismo y con todos. Y no conseguía entender la situación por más vueltas que le daba. Al final de cuentas sus padres también eran ignorantes, pero no al punto de lo tenebroso.

******

Como en toda ciudad pequeña, no hay quien se haya cruzado por alguna calle con  un viejo conocido, o un amigo. Y sucedió una tarde de primavera, caminando por 18 de Julio, cuando le pareció haber escuchado una vocecita:

- ¡Maestro!

Se dio vuelta y allí estaba.

-¡Luisa, qué alegría de verte!

-¡Maestro, querido, la alegría es mía! Estaba un poquito más alta. Ella siempre lo fue. Tendría unos 18 años. No había cambiado nada.

-Estoy trabajando en una joyería.

-Mirá que bien. Me alegro mucho. ¿Y te va bien?

- Sí, claro. Siempre me acuerdo de usted y de la escuela. Lo tengo que dejar, maestro. Estoy haciendo un mandado. Le dio un beso y se fue corriendo. 

******

“Maestro, Luis García Melo, en mi condición de Presidente de la Academia Nacional de Letras, le entrego el diploma, la insignia y la medalla que lo acreditan a usted y a partir de este momento como nuevo académico de número. Bienvenido”. El aplauso fue impresionante.

Luisa, estaba conmovida y con razón. Era su maestro preferido el que estaba siendo saludado por  toda la gente que esperaba turno para felicitarlo.  No pudo evitar las lágrimas. (¡Qué tonta soy! Se me van a enrojecer los ojos). Tomó la cartera y se fue despacio hacia la puerta de salida. Afuera seguía lloviznando.

 

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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