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La olla de la abuela Gara
del libro "Crash"
Leopoldo Oscar Otero Villagrán
oskiot@gmail.com

 
 
 

Me llamo, Gara, igual que mi abuela. Espero no aburrirlos con esta historia. Tengo ochenta años y soy descendiente de españoles, aunque, algunos dicen que mis orígenes se remontan  a los Guanches.  Mi padre, José, siempre nos hablaba de sus diversiones, cuando niño, correteando por los campos de Canarias junto a su hermano, Pedro, que  imitando a los cabreros, entrechocaban palos en múltiples juegos. De noche, reunidos alrededor de una fogata escuchaban a Francisco, el abuelo, contar vida y costumbres de los antiguos indígenas de esas islas. Otras veces, relataba viejas aventuras de Florín, el pirata.

 Pero,  las penalidades económicas de fines del siglo diecinueve, obligaron a muchos  a emigrar. Los vientos Alisios llevaron lejos a mi familia, empujándolos al mar, hacia otros países. Cuba y Venezuela, eran los destinos primarios donde se iban los canarios.  El abuelo  Francisco, el de los cuentos, se quedó; su hijo, Manuel y su mujer Gara, los padres de José y Pedro, decidieron partir, pero con otros rumbos: Estados Unidos.  Un carguero con tabaco y cobrando poco dinero, salía  hacia Nueva York. El equipaje: valijas y sacos, con ropa, cacerolas, cubiertos, y comestibles secos  y de recuerdo, una  olla negra, de barro, que según abuela, pertenecía a la tribu de los Guanches.

Pedro, con diez años era el mayor. Mi progenitor, José, dos años menor,  siempre recordó la entrada al puerto de Nueva York.

- ¡Qué estatua grande! ¡Tiene una corona en la cabeza! Padre, ¿qué tiene en la mano?

 -No sé. Parece una antorcha.  

- ¡Es una mujer!, dijo Pedro.

- ¡Usted, cállese! ¿Tomó el ajenjo?

- Sí, padre.

- ¡Sí no fuera porque se la pasa comiendo porquerías, no le hubieran encontrado esos gusanos en las tripas!

- No lo culpe, Manuel,  dijo Gara,  su renguera también…

-¡Cállese, hágame el favor! No se atreva hablar de mi renguera que ni siquiera la notaron.  ¡Mírese ahora! Sin plata, debiendo el pasaje y con rumbo a un país desconocido.

- ¡América, Manuel, América! Por algo será. Presiento que nos va a ir mejor. Además, ni usted ni nadie saben inglés y hacia donde vamos hablan nuestro idioma y hasta es posible que nos den tierra para trabajar.

El barco que los conducía a América pasaba de regreso por la estatua de La Libertad, porque la isla Ellis, al lado, fue de fácil olvido. Allí estaba el control de Migraciones. La larga espera, los exámenes rigurosos, tanto físicos como sicológicos, dieron por tierra las aspiraciones de mi familia de entrar a los Estados Unidos. Fueron rechazados, sin oportunidad de cuarentena, no por Pedro, que solo le encontraron parasitosis, si no,  por mi abuelo, pobre, por su invalidez, producto de una caída mientras reparaba el techo de la casa.  Sin dinero y con la promesa de pagar el pasaje, se subieron al primer barco con destino a  América, la del Sur.

 No fue fácil llegar... La travesía se hizo interminable.

En el sorteo por las literas, las mujeres, que se separaban de los hombres,  iban con los niños en la popa del buque. Con mal tiempo,  cien emigrantes encerrados en esos dormitorios, en un espacio de 6 metros cuadrados, ocupando las literas de diez en diez, una encima de la otra, el asunto no era fácil. A este hecho  súmese la transpiración, los vómitos, el humo del tabaco, los gritos, las carcajadas,  los niños y se tendrá un cuadro de la situación.

Fue en una de esas tantas noches de travesía cuando un fuerte  temporal arremetió contra el barco; las olas empujadas por el viento reventaban como piedras contra el casco en un ruido ensordecedor.

-¡José, Pedro, quédense quietos! -gritó Gara-.

- ¡Mamá, cacé dos ratas!

- ¡Yo te gané, cogí cuatro,  y dos pequeñas, - dijo Pedro-.

-¡Tiren eso! ¡Vayan afuera y boten toda esa porquería, rápido! ¿Qué esperan?

De mala gana pero obedeciendo las órdenes de su madre arrojaron al mar toda su cacería, aunque Pedro, se guardó muy bien de arrojar a los ratoncitos escondiéndolos en uno de sus bolsillos.

- ¡Están los dos empapados!

-¡Llueve por todas partes mamá!, se excusó José.

-Sí, ya sé, hijo. No sé como vamos a dormir. Estas colchonetas de paja están todas mojadas y solo nos queda esta manta algo seca.

Los cubrió abrazándolos y solo atinó a rezar:

Dios mío, no nos abandones.  Danos la oportunidad de llegar a buen puerto sanos y salvos. Protege a mis hijos, por sobre todas las cosas.

Sus súplicas se vieron interrumpidas por un fuerte gemido.

En medio de los ruidos del barco, los murmullos y de nuevo los gemidos que ya eran gritos, Gara, pudo enterarse de que se trataba  de una mujer que estaba por parir.

-  ¿Tendrían por ahí una palangana o un cazo?, preguntaron desde el fondo.

- Sí. Tengo una olla, se acordó Gara.

- Agua. ¡Necesitamos agua!

- Sí, voy por agua.  ¡José, Pedro, vayan con su padre! ¡De la mano! ¡Cójanse de las manos!

Los dos, que ni tiempo a pegar un ojo tuvieron, saltaron como resortes y se fueron corriendo hacia la escalera. Pedro, se detuvo de golpe y palpó sus bolsillos; suspiró aliviado al comprobar que estaban sus ratoncitos.

La fuerte tormenta arremetía contra el buque, que como corcho, desaparecía tapado por las olas y volvía a aparecer, una y otra vez.  Se encontraba a merced del viento y el mar, totalmente ingobernable.  El timón, sin rumbo, estaba en manos del destino. En medio de la tempestad, a una mujer se le ocurre traer un hijo al mundo... Y ahí estaba en danza Gara, con su  olla  se adueñó de la situación.

-¡Atémosla, así no se nos cae! ¡Ayúdenme con las piernas! ¡Así! ¡Ahora... puje, señora, puje!

-¡Ayyy! ¡No puedo! ¡Ay!

-¡Puje señora, puje  que ya lo tengo!

-¡La puta que lo parió! ¡Ayayay!

-¡Ya lo tengo, ya lo tengo! ¡Gracias a Dios! - exclamó entusiasmada Gara, mientras arropaba al niño que no dejaba de berrear. - ¡Es un varón, es un varón!  Por favor, ate el cordón acá, ¡acá señora!

Entre aplausos y risas,  el niño, entrapado y atado como paquete, fue pasando de mano en mano para terminar en los brazos de su madre que, con él, completaba la media docena de hijos varones. Pero no todo iba a ser alegría en esa noche de euforia.

Pedro y José, bajando precipitadamente la escalerilla, irrumpieron el festejo a grito pelado, hablando al mismo tiempo y sin entenderse nada. Al final se cumplían las leyes de la vida.

 Por un lado, nació Américo, que así fue bautizado,  y por otro, mueren tres personas, como consecuencia de la furiosa tormenta. Se trataba de una pareja  que se precipitó desde lo alto de un salvavidas hacia el mar, donde fueron tragados por las olas. Los pobres desgraciados, la noche del temporal, eligieron el único lugar que se podía, para tener encuentros íntimos. La barcaza salvavidas, vaya paradoja, era el refugio ideal  de los amantes, ya que además estaba cubierto por una lona impermeable.  El viento y el oleaje, desprendieron las amarras, dando vuelta el bote con el trágico final. Y el otro caso, fue la de un marinero que se precipitó a cubierta desde lo alto del palo mayor.

Con todas estas vicisitudes, un buen día llegaron a Montevideo, Uruguay. Previo control sanitario, que no era el de la isla Ellis, se instalaron en un conventillo de mala muerte, que así se denominaba a las piezas que se rentaban en viejas casas, generalmente con un patio interior con claraboya y donde se compartía el baño y la cocina.

Tampoco en tierra, la historia mejoró. No pasó mucho tiempo en aparecer  los contratistas del barco.  Los plazos habían terminado. Los fuertes golpes en la puerta  de la habitación de Gara, atemorizaron a los demás habitantes del conventillo, que sigilosamente cerraron sus puertas en medio de una calma chicha. Sin abrir, atinó a preguntar, sabiendo de antemano que eran los prestamistas que mes a mes pasaban a cobrar, los intereses por los pasajes.

-¿Manuel Rodríguez, está?

-Está trabajando, señor y no regresa hasta la noche.

- Pues avísele que volveremos más tarde por el cobro de los pasajes y recuérdele que hoy vence el plazo, y que hoy tiene que pagar.

-Si, señor.

Gara quedó con la oreja pegada a la puerta, tratando de escuchar lo que decían los hombres.

- Madre, ¿quiénes eran?, preguntó Pedro.

- ¡Cállate y déjame escuchar!

- Localicé a ese tal Rodriguez, en la habitación 2, y si hoy de noche no paga…

- Éste, ya nos debe como tres meses.

-¡Todavía hay que gastar plomo en estos desgraciados!

De nuevo se sintieron fuertes golpes.

-¡Fernandez Ruiz, José! ¿Es usted?

Gara, solo lograba escuchar murmullos en las respuestas,  pero sí lograba oir a los usureros vociferar.

-¡Sí, señor, es la cuarta vez que venimos a cobrarle el pasaje! ¡Usted quedó en pagar y no lo hizo! ¡No queremos más cuentos! ¡Si no abre la puerta, se la tiramos abajo! ¡Tenemos orden de la autoridá! ¡Abra la puerta, condenado!

De un marronazo la puerta quedó en el piso.

-¿Madre, qué pasa?

-¡Cállate! ¡Ponte debajo de la cama con José!

Los gritos se sumaron a los improperios de los individuos que entraron en la habitación dando palos a diestra y siniestra, sin mirar a quien golpeaban. La obesa señora, quedó sentada  en el piso  desmayada; el pobre hombre, recibió un balazo en una pierna y quedó tendido encima de su mujer y las dos niñas solo atinaron a subirse sobre sus padres en medio de llantos y gemidos.

Ese día, Manuel, por gracia de Dios, llegó más temprano que nunca y sin dudarlo, junto con otros canarios del conventillo, consiguieron que los llevaran en una carreta lejos de allí. Pero, cuando estaban a punto de  partir, otra vez la abuela Gara...

- ¡Esperen!

- ¡Qué pasa!

- ¡La olla, la dejé con unas calas!

- ¡Déjela, mujer!

- ¡Ni loca!

Abrazada a su olla, subió a la carreta que puso rumbo hacia un pueblo, a setenta kilómetros de la ciudad. San Isidro, así se llamaba el lugar donde los aguardaban otros canarios. Entre ellos se protegían, ya que estaban en la misma situación. Al final, en un campo arrendado, el arado fue la herramienta que posibilitó paliar las necesidades.

Ya afincados y con el paso del tiempo, José se casó y otra generación empezó por estas tierras. Después, con el correr de los años, me despedí de mis padres y me fui a la ciudad.  Me desposé con un músico, y tuve tres hijos que me dieron ocho nietos. Enviudé y, Alberto, mi hijo, ahora separado de su segunda mujer, con dos sobrinos adolescentes, se aprestaba a viajar  para radicarlos en España.  Él, con sus dos hermanas ya están trabajando allá. Yo sería la última en abandonar el país.

- ¿Qué es eso, mamá?, preguntó Alberto.

- ¡Qué cosa! ¿Ah? Es  la olla de barro, que me la lleva Nayra, en su  valija.

- Dirás, ¡esa porquería! ¡Estás chocha, vieja! ¿Cómo se te ocurre meter esa cosa negra, adentro de la valija?

- ¡Sí, querido, esta olla se va conmigo!

- La tendrás que llevar en la mano, porque a menos que la rompas, eso, no entra ahí,  ¿no te das cuenta?

- Es un recuerdo de mi abuela; de tus ancestros y vuelve a España conmigo.

- ¡Dejate de pavadas! ¡Dale, mamá, dame los pasajes! Y Nayra, ¿Dónde está?

-¡Bajó a la farmacia, ya viene!

- Aquí tenés los pasajes de los tres.

- Hoy me hacen la despedida. Me voy, primero para el banco, luego a la agencia de viajes para confirmar todo. Mamá, te advierto que mañana nos vamos y no sea cosa que a último momento te olvides de algo, ¿eh?

- ¿Venís a cenar?

- ¡No, te dije que me hacen la despedida!

Pobre Alberto, siempre corriendo por todos. Si bien es cierto su profesión de médico, le había dado  un buen pasar, por el contrario, su vida amorosa fue un desastre. Divorciado, con un hijo de veinticinco años, había prometido no casarse y menos tener más hijos. Pero, insistió de nuevo  con una española, con el resultado de otro matrimonio liquidado y una niña más en el mundo. Pero volvamos al principio, con los preparativos para la partida definitiva. Creo que ya se los había contado, mis otras hijas, ambas enfermeras, ya estaban trabajando en España.

- ¡Soy yo, abuela! ¿Dónde estás?

- ¡Estoy acá, en el cuarto, preparando tus cosas!

- ¡Tu tío estuvo preguntando por ti!

-  Me encontré con Luisa...

- ¿Luisa?

- Si, abuela, mi compañera que vive aquí a la vuelta. Fui hasta la casa y la madre me regaló esta mantilla, que nunca usó, para que me la lleve. ¿Me queda bonita, abuela?

- ¡Muy bonita! A ti te queda todo lindo.

- ¡Gracias, abuela! El tío, ¿ya se fue?

- Sí, hace como una hora. Dejalo, está como loco. Sus compañeros  le hacen una despedida.

- Hay, abuela, ¡la última noche que vamos a estar juntas!

- ¿Última?

- Lo decía  por esta noche, aquí, en Montevideo. Porque  después, yo quiero siempre estar contigo, para cuidarte y hacerte muchos mimitos.

- ¡Mi amor! Siempre fuiste mi nieta preferida.

- ¡Gracias, abuela!  ¡Oh, la olla! ¡Yo la llevo!

- No, gracias, no entra en la valija. Al final, la llevo yo.

- Me encanta esa olla, abuela, me encanta y más como la tenías, siempre con flores. Al final, nunca me contaste sobre su origen.

- ¡Cómo, no! De chica siempre te dormías con mis cuentos. Tu nombre y el mío pertenecen a la tribu que hicieron esa olla.

- Si, Ya lo sé,  Gara, igual al de tu abuela, ¿no?

- Sí. Y  Nayra, que pertenecía a la hija de uno de los jefes de la tribu.

- No recuerdo esas historias.

- ¡Claro!, Porque ahora… parece mentira, ¡ya con dieciocho años!, no te veo tan seguido, por tus estudios, por tus novios...

- Uno solo, abuela, qué ya no tengo más.

- ¿Qué cosa?

- ¡Novio!

- ¿Y Juan?

- ¡Me enteré de que estaba flirteando con otra y lo mandé al diablo!

- Sin embargo, ya van dos veces que llamó por teléfono.

- ¿Qué le dijiste?

- Que no estabas...que te ibas...que eras mi nieta preferida...

- Si llama otra vez dile que no estoy, no existo, que  morí.

- No digas eso...

- Sí, abuela. Los hombres se aburren tan rápido de las mujeres. ¿Cómo hiciste para estar con el abuelo acompañándolo hasta el final?

- ¡Hay, no sé, hija! Todos te hablan de que, al amor, hay que alimentarlo siempre. Pero la mayoría de las veces, con tanto alimento, se te llenan y revientan. No hay, no existe una fórmula. Al amor, querida, siempre lo asociaron con la lotería: hay que tener suerte. Ellos, los hombres son los culpables; siguen persiguiendo esa quimera tonta, del amor eterno, y no miran lo que tienen al lado. En tu caso, por ejemplo...

- ¿Yo, abuela?

- Eres tan dulce y tan bonita.

- Salgo a ti.

- Gracias, mi amor. Eres alta, espigada, rubia y de ojos azules, la verdadera descendiente de los “Guanches”.

- ¡Hay sí, abuela, dale, hablame de ellos!

- ¿Sabías que eran altos, rubios y de ojos azules?

- ¡Cómo Tabaré, el indio de ojos azules de Zorrilla!

- Sí, pero ese era de mentira.¡Los Guanches, existieron de verdad!

- ¡Tan bonitos!

- Sí, pero muy primitivos. Todavía se están preguntando, de donde vinieron. La mayoría dice que son descendientes de otras tribus provenientes del Africa.

- ¡Tendrían que ser negros!

- No necesariamente. Eran de rostro casi cuadrado. Cuentan que su lenguaje era suave, algo precipitado, así como el italiano.

- ¡Me muero, abuela! Te das cuenta un guanche hablándote así, suavemente al oído.

- ¿Qué más abuela?

- Algunos vivían en cuevas y otros en cabañas. Como hacía mucho calor, solo usaban taparrabos...

- ¿Y ellas?

- ¡Nada!

- ¡Nada, abuela! Me gusta. Bueno, yo andaría igual,  con tanto calor...

Las dos comenzaron a reír.

- Pero los jefes se vestían con pieles de cabra que se pintaban con azafrán. Cosechaban trigo, mijo y tenían higueras y palmeras.

- Serían pescadores, ¿no?

- Sí, podían  haber sido pescadores, pero, no; solo  se dedicaban al pastoreo y la alfarería.

- Esta olla, ¿cómo sabes que la hicieron ellos?

- No lo sé. Si, sé que pertenecía a nuestros antepasados y que fue pasando de generación en generación. Además, tengo ese presentimiento de que fue amasada por una india guanche muy hermosa.

- ¿Qué sabes de sus mujeres?

- Lo que sé decirte es que, adoraban divinidades femeninas. Además las mujeres eran más vivas que nosotras. Tenían hasta tres maridos.

- ¡No lo puedo cree¡ ¿Una sola? ¿Cómo hacía para estar con tres…? ¿Y los tipos, no se peleaban por ella? ¿Y los hijos?

- Nada. Los hombres, calladitos, la compartían y no armaban lío. ¿Te imaginás ahora las mujeres con tres hombres?

- ¡Hay, abuela, yo no podría!

 Nuevamente las carcajadas formaron parte de la conversación.

-Ahora, hija mía,  se cambiaron los papeles, ellos tres y nosotras uno.

- Me muero. ¡Yo no quiero ni deseo a un hombre que me engañe y mucho menos con tres mujeres!

- En todo caso con dos. ¿Tú, no cuentas?

Y llegó el día de la partida y tal como lo había anunciado tanto hablar de olvidos, cerca del Aeropuerto y con retraso, Alberto, se dio cuenta de que había  dejado la billetera sobre la mesa de luz. Regresó como loco,  y una vez  recuperada la cartera con dólares y tarjetas, regresó a la pista, poco más que corriendo detrás del avión.

A mí, por suerte, me quedó un mes, del que solo, me resta una semana. Dije, suerte, porque, les confieso, que también me cuesta despegar de mis seres queridos. Hablo de mis amistades, de mis lugares, de mis cosas. Al final de cuentas, esta es mi tierra; en España, ya vieja, ¿qué voy a hacer? Aquí, mal o bien tengo mi historia  hecha. Y, ahora, obligada, porque los hijos y los nietos ya no están, me voy detrás de ellos. La vida es injusta.

Estaba en esos pensamientos cuando sonó el teléfono. Era Alberto desde España.

- ¡Mirá  que  llevo la ropa de cama y los manteles! Se lo dijo en forma contundente.

- No, mamá. ¡No te cargues con tanta cosa, que después, te van a cobrar sobre equipaje!

- ¡Ni loca dejo toda esta ropa aquí! Además, no la pude vender y está nueva. Me dijeron que allí, está todo carísimo y que el Euro, sale más que el dólar. Estas cosas, querido, estoy segura que no las encuentro más, y menos con el bordado que tienen, ¡ni loca!

- ¡Mamá! ¿No te olvides de dejarle la llave a Juanita para que vaya a limpiar el apartamento?

-Sí,  abuela, que lo mantenga limpio y que lo cuide, porque yo, dentro de unos años regreso al Uruguay.

- ¡Nayra, querida, ya te siento la voz. ¡Las dos nos venimos juntas! ¿Cómo estás en España? ¿Te conseguiste algún guanche?

- ¡Ja, ja! No, abuela. Ya empecé a trabajar y en principio dice el tío que vamos a estar juntas, así nos acompañamos.

- Es lo que más quería, que me acompañaras. ¡Nayra, te quiero mucho!

- ¡Yo también te quiero, abuela! ¡Cuidate!

- Mirá, me pongo a llorar...

- ¡Abuela, todos aquí, también estamos llorando! ¡Besos, te esperamos abue…! El tío me saca el teléfono…

- ¡Mamá! ¡Mirá que aquí hace frío! ¡No te olvides del bastón!

- ¡Ja, ja, ja! Sería como  olvidarme de las piernas. Sin el bastón, no puedo caminar. Además me va a servir para sacar monedas de las fuentes, ¿te acordás Alberto? ¿Dónde fue?

- En Granada. No me hagas acordar la vergüenza que pasé.

- ¡Qué estupidez! Todavía me pregunto porqué la gente sigue tirando monedas en las fuentes. Y yo, ¿te acordás?,  tan campante las estaba pescando. ¡Pensé que se podían sacar! Tira, quien tiene, recoge quien necesita.  Bueno, ¡m’hijitos queridos! ¡Ya voy, ya voy para allá! ¡Llego el jueves!

- Sí, ya sabemos, mamá. ¡Te vamos a estar esperando!

- Mamá, escuchame, no te olvides de tus papeles. Los de la pensión, para poder cobrar aquí.

- Ya los tengo guardados en la valija.  Mañana, voy a saludar a mis amigas y a comprarme unas zapatillas.

- Mamá, traé dulce de leche, y gofio, porque acá, está carísimo todo.

- Sí. Menos mal que me hiciste acordar. Voy a llevar ese dulce de leche que viene envasado en blister de plástico, ¿viste? Son como dos kilos. ¡Mirá si se revienta en la valija, que enchastre!  Voy a ver si consigo el gofio, ese que ahora no me acuerdo de la marca, que es muy bueno. ¡Miren que llevo regalitos para todos, eh!

Y llegó el día de la partida. Creo no haberme olvidado de nada. Estaba segura que nunca más iba a volver. Mientras el avión correteaba por la pista, pensé en todas las tristezas y en todas las alegrías que dejaba. Toda una vida. Ahora, con pena y sin  gloria, volvía a mis raíces, empujada entre nubes por los mismos vientos Alisios  que un día trajeron a mi familia. Un destino, como el de mis abuelos, Manuel y Gara, cuando llegaron  conducidos por las aguas tormentosas a estas tierras, trayendo como riqueza, sus manos, y como recuerdo, esta vajilla de barro que regreso a mis antepasados.

- ¿Señora? Ya puede desprenderse el cinturón.

- ¡Ah, gracias! Ayudame, querida.

- A ver. ¿Puedo guardarle este jarrón aquí arriba?

- ¡Con cuidado, por favor que se trata de una reliquia!

- Es un poco pesadita, ¿eh?

- Sí, está hecha con muy buen material.

- A ver…ahora le hice un espacio. Permítame. Vamos a colocarla, aquí, entre estas dos maletitas.

- Sí, por favor, que no se rompa.

- Quédese tranquila que está bien asegurada.

- Gracias, querida. ¿Me podés traer un vaso con agua?

- ¿No desea, mejor, un  refresco?

No. Solo agua, gracias. Tengo que tomar estas pastillas. Para los oídos y para dormir. Me la dio mi hijo, que es médico. Sufro mucho de los oídos y por lo general, me ataca,  cuando subo a los aviones. Y ésta, rosada, es para tranquilizarme...

Sin escuchar, la azafata continuó atendiendo a otros pasajeros. A un lado, un señor obeso dormitaba, mientras que del otro, una madre amamantaba a su bebé.

¡La que me espera! ¡Voy a estar acunada entre llantos y ronquidos!

- Señora, le dejo estos papeles que va a tener que llenarlos. Son para emigración.

- Siempre tuve problemas para escribir estas cosas. Después te voy a pedir ayuda.

- Será un placer.

- Gracias, querida. Cuando te acuerdes, ¿me traés el vaso con agua?

- Disculpe. Ya se lo traigo.

Papeles. Parece mentira, lo que tuvo que pasar mi familia para lograr los papeles que necesitaban para trabajar. No fue fácil, no.  Ni ayer con mis abuelos, ni hoy con mis hijos y nietos, siempre hubo dificultades para entrar a un país. Si estás indocumentado, eres un paria. Escuché que existen reclamos por parte de los que llegan, que son explotados y de la otra parte, que se consigue mano de obra  barata. De los diputados que aceptan la entrada de extranjeros pero que a su vez piden un orden. De los que dicen que vienen a delinquir y a provocar conflicto social, y los pocos que piensan lo contrario. Como cierre, la prensa, con el autobombo. Y, ¡vuelta  a empezar! Nadie sabe que hacer. Papeles para esto, papeles para aquello. Y que el próximo presidente, arregle el embrollo.

- Su vaso con agua, señora.

- Gracias, querida. Nena, ¿falta mucho para comer?

- No, señora, dentro de diez minutos estamos sirviendo la cena.

Por los parlantes se escuchó la voz del capitán:

- ¡Atención! Señores pasajeros, vamos a ingresar en zona de turbulencias. Por favor  abróchense los cinturones.

Esto es lo que menos me gusta de los aviones. Entrar en la coctelera. Aquel señor no sé como hace para seguir  leyendo el diario. Le debe estar temblando hasta el pensamiento. El tipo no está leyendo, está prendido del diario. Me hace acordar cuando era pequeña y empezaba a caminar. Para poder sostenerme, me daban un choclo. El hombre, está igual. La verdad que esto, no me gusta nada. Mi memoria se remonta a mis antepasados cuando venían en el barco y los azotaba un temporal. Ahora me tocó a mí. ¡Hay, ollita de mis “Guanches”, protégeme y condúceme a buen puerto, o aeropuerto, da lo mismo!

- ¡Señora, señora, ya llegamos!

- ¿Adonde? ¿Qué? ¡Ah!. Ah, perdoname querida, me quedé dormida, con tanta pastilla.

Si hay algo que me molesta, cuando arribas a los Aeropuertos, son estas filas diferenciales. De los europeos por un lado y de los que llegamos de otros planetas, América, Africa y  demás, por el otro. Los primeros pasan como por un tubo y a nosotros, la masa de preguntas, la masa de papeles y, ¡la plata o la vida! Si no traes euros, o plásticos, estás muerto. Te deportan.

-¡Mamá, mamá! ¿No me sentías?

- ¡Hola, Alberto! ¿Eras tú? ¿Cómo estás?  Ayudame, vengo arrastrando este carro con cuatro maletas... ¡tres!, ¡falta una! ¡Esperame aquí, Alberto, que voy por la otra! ¿Y Rosa, Elena y los demás?

- No sé, mamá, venían por separado. Yo vine solo, estaba de guardia en el hospital.

- Bueno, voy por la valija.

- No demores, Yo me quedo con esto.

- ¡Alberto!

- ¡Hola Rosa! ¿Y Nayra?

- Venía con el hermano en el ómnibus. ¿No los viste por aquí?

- No. De repente están por llegar. Habrá que esperar. Mamá, fue por otra maleta, que dejó olvidada. ¿Y los demás?

- Elena no pudo venir, porque justo le faltó una compañera en el trabajo.

- Bueno, mirá, yo ahora, paso por Madrid a recoger unas cosas que me pidió mi mujer y después los llevo para casa.

- Y tu relación con Carmen, ¿cómo sigue?

-  Igual, en trámite de divorcio. Seguimos como amigos, pero...

- ¿Y tu niña?

- Bien. Como siempre, la veo los fines de semana.

- ¡Ahí viene mamá! ¡Mamá!

- ¡Rosita!

- ¿Cómo te fue con el viaje?

- Durmiendo. Me la pasé durmiendo. Bueno, cuando podía, porque al costado, tenía un gordo que roncaba con hipo. ¿Che, y los muchachos?

- No los vi. Seguro que se durmieron. ¡Dame eso, mamá!

- ¿Qué cosa?

- ¡Lo que llevas ahí!

- ¿Esto? No, mi querido, dejala en mis brazos, ella está segura conmigo.

- ¿Qué es, Beto?

- ¡La olla!  Bueno, ¿Qué hacemos? ¿Esperamos un rato a Nayra y Luis o nos vamos?

- ¡Estos muchachos son tan impredecibles! ¡Capaz que ni vinieron para acá! Aunque me extraña por Nayra. Bueno, ¡qué se joroben! ¡Vámonos, que mamá debe estar cansada!, dijo Rosa mientras empujaba el carro con las maletas.

- ¡Pará, dejame hacer una llamada a Elena! ¿Cómo quedaron las cosas por allá, mamá?

- ¡Vacías de nosotros, pero llenas de recuerdos! ¡Lo que voy a extrañar!

- Nada. Me da bloqueado. ¡Vamos!

Las dos habíamos llegado a destino, sanas y salvas. Mi olla y yo. Pero aún me quedaba otro trecho por recorrer. Mientras íbamos en el auto, pensaba en mis hijos. Siempre fueron iguales. Desorganizados, e impuntuales, y mis nietos, muy parecidos. Eso sí, cariñosos como nadie.

Alberto intentaba comunicarse con su hermana Elena, pero no lo lograba; no tenía señal en el móvil. Rosa por su parte, tampoco podía contactarse.

- ¿Qué pasa Alberto?

- No tengo comunicación.

- Allá en Montevideo, pasaba lo mismo con los celulares, ¿te acordás, Alberto?

- Sí, mamá.

Al principio no se dieron cuenta pero, una tras otra, las ambulancias  pasaban haciendo sonar sus sirenas.

¿Qué pasa Alberto?

- Es probable que haya un accidente por ahí.

- Ya me parecía, por las ambulancias.

El timbre del celular de Alberto comenzó a sonar.

- Es para mí. Menos mal, volvió la línea. Es casi seguro que es del hospital.

-¡Hola!

-¿Roberto?

-¡Hola Elena!, ¿cómo estás? No podía…

- ¿No estás enterado? ¡Explotaron bombas en Atocha!

- ¡No te escuché! ¿En Atocha, qué?

- ¡Bombas, en Atocha!  Atendeme. Madrid es un caos. Ambulancias y bomberos por todos lados. La gente va gritando por las calles...no tenemos líneas, ¡todo está colapsado!

- ¡Nosotros vamos hacia Madrid!

- ¡Ni se te ocurra!

- Trata de desviarte y salir de la ruta porque van a quedar embotellados. ¿Nayra, está con ustedes?

- No. Solo voy con mamá y Rosa. ¡Desde hoy que queríamos hablar contigo y no podíamos!

- Atendeme, Alberto, Nayra, salió sola para el aeropuerto, porque Luis se quedó durmiendo. Al final decidió tomar un tren para hacer combinación con el Metro de Atocha a Barajas. Estoy muy preocupada por esta gurisa, capaz que le pasó algo...

- ¡No!

- No le digas nada a mamá, ni a Rosa, por favor.

- ¡No, por supuesto que no! Yo ya me voy a desviar de aquí, porque el tránsito está pesadísimo. Elena, una pregunta, ¿fue solo en Atocha?

- No. Dicen que hay bombas  que estallaron en otras estaciones. Parece que fueron los terroristas. Hay muertos y heridos. Además...

- ¡Hola, hola, Elena, hola…! Se cortó.

- ¿Qué pasó en Atocha?

- Bombas. Los terroristas tiraron bombas en Atocha y otras estaciones; hay muertos y heridos.

- ¡Qué horrible, mirá que recibimiento que tengo!

- ¡Vamos a salir de aquí!

A Nayra, la explosión la encontró en un Andén cuando iba a tomar el Metro a Barajas. La misma bomba también estalló en todos nosotros. ¡Qué locura! Durante años  me sentí culpable por haber venido a este país en el día y hora menos indicado. Y allí pasé a engrosar la lista de los estúpidos que tienen la maldita costumbre de buscar culpas para expiar las propias. Volví a la tierra de mis antepasados, porque así lo quiso el destino. Vine en paz. Esta no es mi guerra. Nunca la quise, ni se la deseé a nadie. Sin embargo, masacraron a tanta gente inocente, y entre ellas, a mi niña, mi dulce niña...Aún guardo la olla de los “Guanches”. Algún día, si es que vivo, la llevaremos a Canarias…

- ¿Abuela, donde estás?

Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com

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