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La estación de ferrocarril |
No sé cuanto tiempo hacía que estaba sentado afuera, en el fondo de la casa. La pérgola servía de apoyo a las bignonias que eran atravesadas por líneas de luz amarillentas. Un atardecer más de otro verano que se iba. Juan, cargaba con tierra el camión de madera que le había construido su abuelo. Lo prefería a otros de plástico coloridos, más modernos, ya arrumbados. -¡Abuelo, abuelo, una víbora!, gritó mientras le mostraba la lombriz que apretaba en su mano. - ¡Dejala en la tierra, Juan! - ¿Por qué, abuelo? - Porque, está en su casa. Además, en la tierra, respira mejor. Sabía de antemano que con esa respuesta seguirían los... - ¿Por qué, abuelo? - Cuando estás resfriado se te tapa la nariz, ¿no? - Sí. - Mamá, entonces, te da un remedio, la nariz se destapa y podes respirar. - Sí. - Lo mismo le pasa a la tierra con la víbora. - ¡La víbora destapa la nariz a la tierra! - Algo así. Juan se levantó, abrió su mano y dejando caer el gusano ya triturado, replicó: - ¡Pero yo igual respiro con la boca cuando tengo la nariz tapada, abuelo! Con sus tres años, el gurí, no dejaba de sorprenderlo. - ¡Claro! La tierra también sigue respirando, pero con la lombriz, lo hace mejor. Un desganado, ah, como respuesta, dio por finalizada la charla. Mientras lo observaba dando vueltas con su camión, se dispuso a revisar unas fotografías que tenía al costado de la hamaca. Eran como películas que cobraban vida en sus recuerdos. Pero una, solo una, fue el disparador: la estación de ferrocarril. Si no fuera por el temblor de las manos, estaba rígido, así, como durmientes donde apoyaban las vías. Esas vías que parecían cobrar vida. El tan-tan y el agudo silbato sacaron de la modorra a la vieja máquina que, entre chirridos y bofes de humo, comenzó a rodar con sus vagones a cuesta. Cuando la nube de vapor se disipó, se encontró en la plataforma observando como el último de los furgones se perdía en el horizonte. El frío, el día gris, sumado al retrogusto del gasoil impregnado en la garganta, potenciaba su ausencia. Tampoco en este tren había llegado... Deambuló por los andenes y casi sin darse cuenta estaba entre los durmientes de una vía muerta que se iba sepultando en el balasto. Una destruida garita de señales fue blanco de su mirada y de sus pensamientos. Estaba parado, en el centro de la plataforma giratoria que señala la vía principal. La misma que siempre lo conducía a su encuentro. El sacudón en el brazo lo encontró en el vagón de pasajeros, sentado, mirando recuerdos por la ventanilla. Una monja, sonriente, le alcanza su bufanda caída. La ventisca se cuela por la puerta junto con el guarda, provocando un chucho generalizado. No se sabía si era por la ráfaga o por la facha del funcionario que entre toses y estornudos se sonaba, con un trapo arrugado, mientras el pucho colgaba, apagado, a un costado de su boca. De ojos hundidos y bigote pajizo, su cuerpo de muñeco se avenía con la cabeza, similar a un chichón en cuyo vértice enganchaba un raleado casquete. Haciendo juego, su perfil de roedor se proyectaba hacia fuera donde quedaban expuestos sus dientes amarillos. - ¡Boleto, señor! - ¿Ah, sí? Lo tengo por aquí... Sin esperar, siguió marcando otros billetes mientras escudriñaba por encima de los lentes, la búsqueda infructuosa de Luis por sus bolsillos. Volvió extendiendo su mano deforme que tenía solo el pulgar y la uña extremadamente larga del meñique que lo apuntaba. - ¿Su boleto, señor...? - ¿Eh? ¿Cuál? ¡Ah, sí, es éste! ¿Es ese, no? Lo miró de lejos, luego se lo acercó al punto de tocar sus lentes, lo dio vuelta, marcó el ticket y siguió su camino sin responder. Un olor particular comenzó a inundar el vagón. Era la señal que delataba a Los Teros. Agarró el bolso y corrió a la puerta más próxima, atropellando a un niño que salió al cruce. - ¡Por ahí, no señor! Está cerrada - dijo el guarda mirándolo sobradamente-. Volvió, levantó al chico, que lo escupió, y de nuevo, la monja sonriente, le alcanzó la bufanda. Se precipitó por la escalerilla hacía el andén, donde finalmente pudo respirar, aunque no aire puro precisamente. El poblado de Los Teros, donde no había ninguno de estos pájaros, estaba envuelto en una hedentina nauseabunda, producto de un arroyo que era utilizado por matarifes clandestinos. Por esta razón, en todo el año, con o sin viento, el pestífero aroma advertía a los viajeros del tren, el pasaje por el pago. Allí estaba María, esperándolo. Nunca le gustó su nombre, por lo vulgar, decía. Los argumentos sobre la Virgen, la Biblia y las mejores canciones, incluida, el Ave María de Schubert, tampoco sirvieron para convencerla. Transaron por la mitad. La llamaría, Ma, lo que más tarde derivó en mamá y sus diminutivos. Para su gusto era bonita y armoniosamente pequeña, aunque siempre sobresalía cada vez que estaba en una reunión familiar o de amigos. Su conversación, chispeante y ocurrente, siempre terminaba en risas. Hija única, de padres viejos, se había dedicado a la pintura. Luis, en particular, era el centro de sus caricaturas, y siempre con perfil de loco. En los cinco años de noviazgo, cumplía la misma rutina. Se quedaba en su casa los fines de semana y el lunes temprano, regresaba a la facultad. El pueblo, mejor dicho, la aldea; tenía lo indispensable: la garita, cuyo único vigilante era además bombero; la escuela que oficiaba también de policlínica y la capilla que abría sus puertas los fines de semana para que después del rosario, ensayara el coro. El movimiento, entonces, se daba por la escuela y alguna que otra feria. Por lo demás, la gente estaba metida en su rutina. Por ejemplo, el cura y el médico, se aparecían por el pago todos los fines de semana, con algo en común: la noche. El primero, cumplía todos los rituales: confesión, misa, comunión, casamiento y de vez en cuando, y si llegaba a tiempo, la inevitable extremaunción, justificando el cementerio que estaba detrás del templo. El médico, revisaba a los gurises por la mañana, algunos pacientes por la tarde, y de noche, se iba al único boliche a cumplir con beberajes y trucos, la guardia nocturna. Ahora, si era interrumpido por alguna emergencia, al igual que el cura, iban sin chistar a patear escupideras. De nuevo el monótono ruido escalonado de las ruedas giraba sobre los rieles. Aquel adiós definitivo de Ma cuando no apareció aquella mañana fría, seguía en su cabeza. A partir de entonces, el ritual era el mismo, esperar y caminar sin rumbo por la vieja estación. Nunca pudo aceptar su muerte tan repentina faltando apenas tres días para el casamiento. Ni aún en su profesión de siquiatra pudo asimilarlo. Recordaba aquel examen, cuando al paciente le diagnosticó, “catatimia”. Defínalo, le pidió el profesor. Como si fuera un escolar, recitó: “Deformación primaria de la percepción de la realidad bajo influencia de una tendencia afectiva predominante...” -¡Abuelo! - Sí, Juan. - Mamá te está llamando, abuelo. -Ah, sí. Vamos. Vamos, Juan, porque está anocheciendo. - Sí. Vamos a comer, abuelo. - Claro. Y después a jugar a la estación de ferrocarril. -Sí, yo manejo el tren. - Bueno, pero recuerda que hay que darle cuerda. Pero primero hay que comer todo. -Moñitas, voy a comer moñitas, abuelo. Esas de colores…pedile a mamá la de colores, abuelo. - Está bien. ¡María, Juan, quiere las moñitas de colores! |
Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com
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