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Dos balas perdidas…
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Viernes. La histórica Ciudad Vieja fue un calco de las anteriores jornadas. Cumplía puntualmente con la costumbre de transmutarse, pasando del movimiento bursátil, bancario y comercial durante el día, al meneo de los restaurantes, boliches y caderas en subasta por la noche. Precisamente, eran los fines de semana cuando se acentuaba la movida joven y no tanto, porque más de un veterano se paseaba por la Peatonal y adyacencias, en busca de los distintos bares que, emitiendo sus ritmos al tope, llamaban a sus fans, al igual que las parroquias con toque de campanas a su filegresía. Con varios decibeles menos sonaba la música de las cantinas de la rambla portuaria, donde las mujeres de Lautrec, se ofertaban detrás y delante de mostradores tenuemente iluminados.
Por lo demás las variantes de esa velada,
a pesar del incipiente invierno neblinoso, no pasaban más allá de una
redada en la que quedaban apresados más peces flacos que gordos, más
prostitutas que gigolós y más niños que adultos. Sus piernas ni se veían por lo veloz de sus movimientos. Podía y debía aguantar mucho más. Fueron diez cuadras las que devoró en el aire. Desde hacía tres años, se entrenaba para mantener firmes sus cuádriceps. En sus prácticas había llegado a correr los diez kilómetros en 45 minutos y no estaba conforme; pero la de hoy era su competencia y, sin embargo, algo no andaba bien en su cuerpo. No estaba rindiendo. Sería por las botas deportivas, algo pesadas ahora; pero le resultaban cómodas. La suela de goma las hacían más adherentes aunque, por la neblina, y el piso resbaloso… La policía, que se multiplicaba, seguía muy de cerca sus pasos. Ya había dejado a más de uno atrás pero, eran como hongos. Muchas veces se había preguntado por la ceguera del Ministerio del Interior, que contrataba a personas con sobrepeso para caminar más que para custodiar y eventualmente correr a los malos por las calles. Llegó a la Rambla y subió por Juncal pensando en los motivos por los que llegó a robar todo ese dinero. Una moto a contramano con su sirena apagada y a todas luces le cerró el paso. No le quedó otro camino que desviarse, volver a la Rambla y meterse a saltos de gato en una casa a medio derruir. De a dos subió una escalera de madera que crujió por la podredumbre y el peso y se acurrucó en cuclillas en el rellano. La luz de un farol de la calle iluminaba tenuemente la escena. Esperó. Al parecer, los había despistado. Esperó un poco más. Sin duda, la tercera fase de la operación no le había salido del todo bien y no necesariamente porque no la hubiera planificado.
Sintió un ruido. Una rata, un perro, un
milico. Todo podía ser. Extrajo de entre sus ropas su pistola Beretta.
Apoyó sus dos manos en las rodillas, apuntó hacia la escalera y esperó.
Sus pensamientos trabajaban a mil. Siempre estuvo del lado de la
justicia, acompañando a la policía y hoy era su virtual presa. En el
fondo sentía pena por ellos. Nunca iban a ganar lo suficiente, así que
la coima era el pan obligado de cada día. El comisario es como un
sobretodo con varios bolsillos y el encargado de la recolección. Llena
sus alforjas, llama a su superior inmediato, que recoge su metálico y
vuelve a partir y repartir y así sucesivamente. A los viejos subalternos
solo les resta quedarse con las plumas de las prostitutas y los
drogadictos.
Entró a trabajar como ratón de biblioteca.
Tenía que ir a los juzgados por información de expedientes y otros
mandados, y luego entenderse con los juicios menores, como vencimientos
de contrato y buscar jurisprudencia y doctrina. Los dos años en la
firma, le habían servido para estudiar la planificación, ejecución y
huída que son las tres fases de cualquier robo. Ahora, estaba tratando
de sortear la tercera. - ¡Mujer! ¡Sos una puta mujer! ¡Jaj! Dame las manos, pero con mucho cuidado. La esposó hacia delante y le sujetó los pies con un zuncho de plástico. No habló más. Solo atinó a rascarse la cabeza, sacar una caja de cigarrillos y meterse uno en la boca. No lo encendió. La miró detenidamente: alta, flaca para su gusto, de pelo corto y cara de niña ingenua. No aparentaba los veinte, pero podía tener más. La condenada corría como el demonio y pateaba como una mula. Estuvo a punto de perder los huevos y los bofes y eso que estaba intentando dejar de fumar. - Sentate. ¡Sentate, te digo! Pensaba rápidamente. Tenía a ese urso en frente y no sabía qué hacer. Atendió su celular, que estaba en vibración. - Sí. Estamos en un 77*. Sí, bueno. Voy a un 98**, y salgo para allí. No, no. Andate nomás. Esos códigos no le gustaron nada. - Bueno, contame. ¿Cuánto te robaste y donde dejaste la guita? Silencio. Se sacó el cigarrillo y escupió. No podía perder mucho tiempo. - La caja fuerte…¿Te dice algo? O me cantás o te hago cantar. Nuevo silencio. Se volvió a poner el cigarrillo en la boca. -El procedimiento es sencillo. Primero, te reviento esa carita de una trompada. Luego, y esto es algo que me gusta mucho hacer, te bajo los lienzos y el resto imaginátelo.
- No mucho, pero, en fin, no deseo
molestarlo. Yo misma asalté mi estudio. Somos unas cincuenta personas
trabajando en el estaf, entre abogados y escribanos. Sabía que un
cliente había dejado a último momento una buena suma de dinero que no
pudo ser depositada a tiempo. (Creo que el imbécil me dislocó el
hombro).
Ese viernes, antes de que se fuera el
personal, ejecutó el plan. Se encerró en el placar de limpieza de la
kitchinet que oficiaba de cafetería. Para los demás, ella, ya se había
retirado. Miró el reloj que marcaba la 1 y 10 a.m. A oscuras se puso los
guantes y ubicó el gabinete central de la alarma. La anuló desconectando
solo uno de los dos terminales del transformador y de la batería; luego
fue hasta su gabinete, sacó un bolso, se colocó una malla y encima el
pantalón, una camisa blanca algo arrugada, la corbata, el saco y el
sombrero y finalmente se pegó un grueso bigote. De allí se fue directo a
la biblioteca salomónica. Abrió una de sus puertas y allí estaba la caja
fuerte. Era inglesa, con herrajes de bronce y sistema de cierre con 4
gruesos pernos, apertura de llave y combinación mecánica. Todas las
cajas fuertes se abren con tiempo, pero no necesitó tanto. Tenía la
combinación y la copia de la llave, adquiridos pacientemente, aunque
dudó sobre uno de los números de la rueda que empezó a girar. Cada clic
le producía una rara sensación de alivio y de ligero temblor a la vez.
Faltaba uno, solo un clic y a esa altura no había parte de su piel que
no estuviera mojada. Cerró los ojos y respiró profundo; la puerta cedió.
- Sí, y también escribana. -¿Cuánta guita era en total? - ¿Le sirven cien mil dólares? Se sacó lentamente el cigarro de la boca. Notó una leve contracción en su rostro.
-¡Me estás jodiendo! ¿Me vas a dar cien
mil dólares? ¿Y de dónde carajo robaste tanta…? Se rió. -¡Quién diría! ¿Con esa carita de nena? Al final, no me lo dijiste. ¿Cuánta guita te afanaste? - Un millón de dólares. Y después ya conoce el resto: el guardia de seguridad, la persecución y usted. -¡Un millón de dól…! Volvió a reír. ¿Cómo te llamás? - No creo que eso importe ahora. - ¿Dónde dejaste la guita? - Tampoco importa. Señalándola con el cigarrillo. -Un millón de dólares y ¿me querés dar solo cien mil? ¡Jaj!
Esta vez se llevó el cigarrillo a la boca
y lo encendió aspirando una larga bocanada. No debía cometer un segundo error como le había pasado luego de hacerse con el dinero y vestido de hombre de negocios, intentara abandonar el edificio. Solo que el maldito guardia de seguridad, justo en la puerta de calle, le pidió la tarjeta de salida. Un detalle que olvidó. ¡No le iba a dar la de ella! (¡Qué estúpida!). -¡Qué estúpido! Me la olvidé arriba. Por más que se esforzó le salió una voz aflautada. - Disculpe. Va a tener que ir a buscarla. - Sí, claro. ¿Me abrís para decirle al taximetrista que me espere?
El guardia abrió la puerta. - Lo estuve pensando. Mejor, no le doy nada.
Lo estaba apuntando con su pequeño
revolver Davis de dos tiros que durante la conversación había logrado
sacar de adentro de su bota. - ¿Qué hacés? - ¡Ni lo intente! - ¡Jaj! ¿Con esa porquería? - Es un revólver pequeño, sí, tiene 2 pulgadas y media de caño, pero se equivoca: es calibre 7.65. Solo dispara 2 balas, “de porquería”, pero 32. - ¡Carajo! ¡Qué puta que sos! Bueno, está bien, ganaste. Acepto esos cien mil dólares y no hablemos más… - ¿Está sordo? Le dije que no le iba a dar nada.
- ¿Qué? (¡Lo parió! ¡No creo que la muy yegua hable en serio! Esto me pasa por no haberla cacheado). - ¡No vas a ir muy lejos! - ¿Eso cree? Ni lo intente con su… Retiró lentamente su mano que se deslizaba hacia el revólver. - ¡Jaj! ¿Te olvidaste que avisé a mis compañeros de que te había agarrado? - ¿Sí? Que pena. Manoteó su arma.
El sonido de dos disparos, en esa noche
ruidosa, pasó inadvertido. |
Del libro "Crash"
Leopoldo Otero
oskiot@gmail.com
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