La marca Pod es sueca y, como las estufas de esa marca tienen más de treinta años, en el Uruguay son pocas.
Cuando voy a limpiar la mía sus manos entran en la mecha quemada: van oprimiendo los bordes para sacarle los residuos del fuego que estuvo ardiendo alrededor de los casquetes. El carbón se desprende en pequeños granos desparejos que caen en una hoja de papel de diario. Se ennegrecen los dedos aceitados por el querosén que empapa la mecha fría. A cada movimiento, una llovizna menuda de polvo quemado riega el papel con un murmullo. Cuando se dan vuelta las chimeneas, tras cuyos ojos de mica ardió el fuego, caen hojuelas de óxido. Es la piel de los cilindros, calcinada. Una descamación interior -durante muchos inviernos se han acercado los fósforos a esas mechas- que no afectó todavía la función irradiadora de esos tubos. Hay un trapo a mano; se limpian los casquetes difusores, se deshollinan los dedos que fueron repasando en círculo cada mecha hasta obtener un acariciado sin relieves, dócil al tacto. Se alimenta después el tanque: por la abertura pequeña, a través del embudo, se oye gorgotear el combustible mientras se lo ve por la abertura grande ir impulsando la boya hacia arriba, un cilindro de corcho del tamaño de un dedal, hasta emerger. Cuando la estufa era nueva, o más joven por lo menos, el llenado se controlaba mirando una aguja que se ponía en movimiento al comenzar la operación. Un día aquella brújula no funcionó más.
En esa operación contaban mucho las manos. La paciencia segura con que trabajaban sobre cada pieza apagada desmontando el mecanismo de irradiación en todas sus partes con la pulcritud que hubiera podido poner el inventor sueco (probablemente llamado Pod o que, sabiendo por qué, hubiera decidido llamar Pod a su invento). Eran las manos y el perfil, el reposo de la acción que yo presenciaba, lo que depuraba el objeto. Eso era.
Y era un rito nocturno: el último de la sociedad familiar. Su limpieza marcaba la hora de ingresar a los mecanismos de lo que daba calor cuando hacía frío. La de preparar sus circuitos para que diera llama, sólo llama, sin olor, al ser puesto en actividad al otro día.
Es la misma estufa y su uso recrea la memoria del aprendizaje involuntario, cuando la escena de limpiarla, pieza a pieza recorrida, purificada con la sabiduría de las manos, ofrecía un espectáculo cargado de poderes. |