Un sueño realizado Juan Carlos Onetti
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La broma la había inventando
Blanes—venía a mi despacho—en los tiempos en que yo tenía despacho
y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y
parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la
corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y
aquella cabeza—cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían
sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si
Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y
sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—,
aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared
cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando
la boca: —Porque usted, naturalmente,
se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha
sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por
el Hamlet... Y yo me pasé todo ese montón
de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y
dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y
los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero
que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima
temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en
las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del
todo de Blanes: —Sí, claro. Las locuras a
que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet... Si la primera vez le hubiera
preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía
tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde
su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la
multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice
una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años
sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la
intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que
el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también,
porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor
o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas,
vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un
duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W.
Shakespeare. Por eso, cuando ahora, solo
ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para
dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace
silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para
gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel
libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas
letras doradas que decían Hamlet, me senté en un sillón sin abrir el
libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea,
pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en
que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y,
después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que
entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de
la pobre loca: —Y pensar. .. Un tipo como
usted que se arruinó por el Hamlet. Lo había citado en el hotel
para que se hiciera cargo de un personaje en un rápido disparate que se
llamaba, me pareee, Sueño Realizado.
En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán
solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos
allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos
Aires. La mujer había estado en el
hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que
era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin
de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor
comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que
podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se
detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en
la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella
empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo
adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta
blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con
suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años
pasados, solitarios, para venir a fajarme con ella, como a una momia, a mí
y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de
gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la
mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus
pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y
respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas
enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que
se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino,
también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una
pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga,
oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a
temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un
gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se
unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial
ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo
erizado amenazando el estómago. La mujer tendría alrededor de
cincuenta años y lo que no podía olvidarse en eIla, lo que siento ahora
cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel
aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara
ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su
edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio,
desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era
mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba
la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes
estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos
dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba. Todo aquello estaba ahora de
pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del
plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de
teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No
quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con
su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la
voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos
desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados
en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé,
cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a
quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a
desvanecerse. —Quería verlo por una
representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro... Todo indicaba que iba a seguir,
pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un
silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas
en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café.
Le ofrecí cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la
sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a
hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para
siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.
—Señora, es una verdadera lástima...
Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su
obra? —No, no tiene
nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted
piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El
sueño, El sueño realizado.
Un sueño realizado. Comprendí, ya sin dudas, que
estaba loca y me sentí más cómodo. —Bien; Un
sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy importante el nombre.
Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro
sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro
nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que
se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora,
muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se
llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a
suplicarme... Hasta el mozo del comedor podía
comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las
moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba
ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un
solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije: —En fin, señora. Usted debe
saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que
interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya
la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado
una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a
pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así...
ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa,
señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en
Buenos Aires... ¿Son tres actos? Tuvo que contestar, pero solo
porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado
hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:
—¿Qué? —Su obra, señora. Un
sueño realizado. ¿Tres actos? —No, no son actos. — O cuadros. Se extiende
ahora la costumbre de... —No tengo ninguna copia. No
es una cosa que yo haya escrito—seguía diciéndome ella. Era el momento
de escapar. —Le dejaré mi dirección de
Buenos Aires y cuando usted la tenga escrita... Vi que se iba encogiendo,
encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija.
Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un
movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando. —No, es todo distinto a lo
que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa
nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me
fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de
argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles
que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de
un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas,
nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su
puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta
junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio. Se calló un momento y ya la
sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría
en la pared del comedor; después concluyó: —¿Comprende? Pude escarparme porque recordé
el término teatro intimista y le hablé de eso y de la imposibilidad de
hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver
eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la
calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de
los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al
hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora. Ella me miró y tenía en la
cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la
necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y
todo el resto de burla y antipatía. —No es nada de eso, señor
Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más,
nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero
que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo
diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto
dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy. Ya no servía hablar de teatro
intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer
loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta
pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros
gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía
hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que
alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos
pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias
veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del
chaleco. —Perfectamente, señora. Me
parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras hablaba
no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba
encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de
la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta
noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted
podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para
que Sueño, Un
sueño realtzado... Acaso fuera simplemente porque
estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo
comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no
quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme
la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada
paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el
calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había
durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud
impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida. Pude dar con Blanes en una
pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás
de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los
cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a
Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que
ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo
hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara,
volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de
leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y
otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme
antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de
tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la
propuesta, me detuvo diciendo: —¡Pero mire un poco ese
techo! Era un techo de tejas, con dos
o tres vigas verdosas y unas hojas de caña de la India que venían de no
sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse
y mover la cabeza. —Bueno. Déle—dijo después.
Le expliqué lo que era y
Blanes me interrumpía a cada momento, riéndose, diciendo que todo era
mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer.
Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio
que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer
una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo
que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella
mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba
que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería
seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los
cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en
seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me arrepentí muy pronto
porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y
sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el
platito de hielo empezó a decir: —Usted no escarmienta. El
mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de
arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse
desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé. Pero cuando vino ella, cuando
la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un
paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello,
y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco
apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo: —En fin, señora; los dioses
la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles
por dar correctamente el Hamlet. Entonces pareció que ella se
burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y
dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no
quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando
todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y
también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la
mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían
volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo
tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a
pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en
todo aquello y una sensacion de negocio normal y frecuente pudo dejarme
enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que
estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como
si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de
whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía
que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque
Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra
mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos
para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo
mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba
ahora de un modo personal, como si contesara alguna cosa cualquiera íntima
de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma
cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así): —En la escena hay casas y
aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran
amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la
mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón
de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un
hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una
tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con cajones
de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la
escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me
asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el
vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer
vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma
de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo
para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo
y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la
acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para
acariciarme la cabeza. La cosa era fácil de hacer
pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en
aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con
el vaso de cerveza. —Jarro—me dijo ella—. Es
un jarro de barro con asa y tapa. Entonces Blanes asintió con la
cabeza y le dijo: —Claro, con algún dibujo,
además, pintado. Ella dijo que sí y parecía
que aquella cosa dicha por Blanes la había dejado muy contenta, feliz,
con esa cara de felicidad que solo una mujer pued tener y que me da ganas
de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena
educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes
terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y
que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca
era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz
contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía
a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba
mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y
yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar
al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno,
pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores. Al día siguiente conseguí un
hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis
pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la
noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y
sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches
con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el
hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo: —Hoy vi a su amigo bien
acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche
con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en
los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué
gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde
entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh? Cuando al rato llegó Blanes le
dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el
asunto de los automóviles, porque solo se había podido conseguir uno,
que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos
pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para
solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota,
bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al
revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho,
sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después
se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente
dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría
el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de
boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído
sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando
vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más
de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre
mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches
mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de
cerveza. A todo esto Blanes se había
cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por
el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón,
con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las
rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos
un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio
lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir
haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada. —Yo tampoco perdí el
tiempo—dijo de golpe. —Sí, me lo imagino
—contesté sin interés. Sonrió, se puso serio, se
encajó el sombrero y volvió a levantarse. Me siguió hablando mientras
iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo
lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha. —Anduve averiguando de la
mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después
ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté
loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le
vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa
untada de manteca de sandwich...
Hablarle de esto. —Por lo menos —le dije
tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de
conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo
y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho
vaya a saber con qué dinero. Él se estuvo con las manos en
los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome
cosas desagradables, pero cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en
la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras
pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en
aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la
botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la
boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y
se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las
manos. —Pero yo le hablé y me
estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé
si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el
bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y
entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que
tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño
no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba
sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco
en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por
qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no
es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo
nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me
gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto. Cuando nos fuimos a acostar, a
cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho
calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo
entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy
bien, porque nunca acababa de explicarlo. La mujer llegó al teatro a las
diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la
cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio
pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera
mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba
vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando,
vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había
venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que
asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de
cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del
personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo
era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que
Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la
calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era
indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al
verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o
de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó
se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al
cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de
lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a
nadie, teniendo siempre, aunque más débil, aquella sonrisa de enfermo
que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del
bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé
por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado
vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el
borde del telón separó la mirada del cuerpo. Ahora era yo quien estaba en el
centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las
diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero
fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por
completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos
metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una
persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por
señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron
en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los
telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo
que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un
cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate
que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha,
moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris,
suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta
clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que
acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer
la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca
del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo
en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios
entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá
de mí mismo, más alla también de la pared que yo tenía a la espalda.
Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente
antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y
desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que
vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza
y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de
la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi,
otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes
de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera
junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el
humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera
que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza
sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de
la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la
muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el
pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del
peinado, volvía a repetir sus caricias. Bajé del banco, suspirando, más
tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del
automóvil me siguió, sonriendo intimidado y la muchacha flaca que se había
traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me
hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo
contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de
Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de
la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido
y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía
continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de
la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de
la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el
hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil
seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había
dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde
estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di
vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así
nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el
bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi
derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé
con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a
bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando: —No se da cuenta que está
muerta, pedazo de bestia. Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar. |
Juan Carlos Onetti
Editado por el editor de Letras Uruguay
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