La humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto
improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un
solo culpable, y éste no podía ser nombrado, aunque dueño del frío, de
la lluvia, el viento y la desgracia.
Según la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las escritas y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama de la moribunda. Y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene sus límites.
Y en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había otro hombre, tal vez también médico, aunque esto no tenga la menor importancia. Era un catalán, embalsamador de profesión conocida y llamado por Él desde hacía un mes para evitar que el cuerpo de la enferma siguiera el destino de toda carne.
Y había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el solitario de abajo. Porque si éste sólo creía con distracción en la Virgen de Montserrat, los de encima estaban divididos entre la de Luján, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia Apostólica y Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas. Para cumplir lo contratado con Él, el
embalsamador catalán tenía que aplicar una
primera inyección al cadáver media hora antes de ser decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a toda intención de embalsamar, pese a que el contratado catalán había repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la foto, en un folleto, de un niño muerto a los 12 años, plácidamente colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años -él se burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos de vidrio brillaban con malicia- cuando,
inexorablemente, cumplía una fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los parientes que le iban quedando -el tiempo existía- lo rodeaban tomando té con pasteles y alguna copita de anís.
Se oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe que los aunaba repartía almas para que escucharan
eternamente música de ángeles que jamás
cambiarían de pentagrama -o tal vez sus cabecitas equívocas las hubieran grabado- o para
disfrutar suplicios nunca concebidos por un po-licía terrestre.
De modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se miraron
asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto. Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron su fatiga a los sillones.
Ahora esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos, porque la Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi enseguida, y
adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos. Todo esto adecuado a los gustos de Dios, que respetaban y temían. Los minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.
Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la divinidad, dijo:
-Che, aumentá la calefacción.
Más tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada.
Él estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego agradeció servicios prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a las radios, primicia para la suya, que difundieran la
noticia.
Y quedó así, rehecha, corregida, discutida: "El Ministerio de Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a las veinte y veinticinco Ella pasó a la
inmortalidad".
El médico catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su pequeña maleta. Preparó la inyección y estuvo consternado palpando la frialdad del cuerpo.
Las puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron, porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran Aldea, de villas
miserias, de ranchos de lata, de cajones de
automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaban la ciudad silenciosa y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta
concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban la lluvia y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de revistas y periódicos que reproducían infieles la belleza
extraordinaria de la difunta, ahora perdida para
siempre.
A las diez de la mañana les permitieron avanzar, dos metros cada media hora, y
pudieron atravesar las puertas del ministerio, en grupos de cinco, empujados y golpeados; los golpes preferidos por los milicos eran los rodillazos buscando los ovarios, santo
remedio para la histeria.
A mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de lento avanzar:
"Tiene la frente verde. Cierran para pintarla". Y fue el rumor más aceptado porque,
aunque mentiroso, encajaba a la perfección para los miles y miles de necrófilos murmurantes y enlutados. |