Me llamaba la atención la indumentaria de uno de ellos: vestía pantalones bien planchados, camisa blanca y zapatos lustrados. Era el único impecable, y en aquella corta movida sólo se desaliñaba el cabello, que peinaba cuidadosamente al terminar el juego. Antes de irse, miraba hacia arriba y me saludaba con la mano. Luego cruzaba Avda. Rivera y tomaba el 163 hacia el oeste.
Terminado el ritual, yo corría por las escaleras para volver a mi clase. No me tomó mucho tiempo saber algo de él, aunque no fue mucho: Trabajaba en una farmacia en la calle Justicia, venía todos los días a almorzar a su casa, era hermano de José, el empleado de la verdulería de De Caro, y le decían Cacho.
Dos años más tarde, conversando en la vereda con las muchachas de la cuadra, lo conocí personalmente. Teníamos amigos comunes y supe que vivíamos en la misma manzana: él en Palmar y Brito del Pino, yo en Rivera y Simón Bolívar.
Nos gustaba mucho conversar. Cacho me hablaba de Salto, su ciudad natal, del río Uruguay con sus pájaros y sus bajantes que daban paso a pie hasta Concordia. Yo le contaba de la belleza de las sierras minuanas, que conocí cuando íbamos con mi padre al Parque de Vacaciones de UTE.
Yo salía con mis perros a dar la vuelta manzana y tratábamos de programarlo para encontrarnos. Hacíamos "manito" a escondidas; me traía de la farmacia unas tarjetas promocionales, impresas en papel secante, perfumadas con "Prestige" de Thirión; y me entregaba alguna cartita con palabras lindas escritas con tinta azul y una letra preciosa.
¿Cómo llamarle a todo eso, para que se entienda hoy? Ni sé. Yo con 14 años y una madre profesional, autoritaria y opresora. Él con 16, hacía tiempo que trabajaba... y sin más evaluación que ésa, el decreto fue terminante: "Que yo no los vaya a ver juntos".
Se hacía difícil, muy difícil, pero no desistíamos. Papá trataba de cubrirme, a todo riesgo. La madre de Cacho y su hermana Nora nos ofrecían su complicidad. José se mantenía al margen, ya que frecuentaba mi casa casi a diario, trayendo el pedido de la verdulería... Mantuvimos en secreto que eran hermanos por temor a que mi madre lo acusara de algo y le hiciera perder el empleo.
Las oportunidades eran muy pocas y los encuentros efímeros. No podía ir sola a ningún lado. En la parroquia de Fátima había un coro de chicas jóvenes que cantaban durante el rosario de las 7 de la tarde, y a pesar de no interesarme la iglesia ni sus costumbres, quise ir... El horario de salida coincidía con la hora pico en el consultorio de mi madre, que aceptó únicamente porque el sacristán se comprometió a acompañarme por Brito del Pino hasta desembocar en Rivera... promesa que yo sabía que no se iba a molestar en cumplir.
Esa cuadra, y el tiempo contado para recorrerla, era todo lo que teníamos, pero Cacho estaba en la esquina esperándome siempre puntual, y tomados de la mano la recorríamos juntos. Todo iba bien, pero un día... alguien habló de más. Casi llegando a Rivera, donde nos despedíamos, vimos llegar a mi madre. Con la túnica puesta, había dejado la consulta para comprobar el chisme.
La esquina estaba llena de gente, como siempre al caer la tarde. El bar Canadian tenía las mesas de la vereda repletas de parroquianos. Nada de eso le importó. Allí mismo, en medio de aquel gentío, me tomó de la trenza y me alejó de un tirón, al tiempo en que le asestó a Cacho tremenda cachetada, todo regado de improperios y fuertes amenazas a toda voz...
Al fin, con semejante "hazaña" logró su objetivo. Mantuve mi relación con Nora y con su mamá, siempre viéndolas cuando Cacho estaba en el trabajo... en ese horario me dejaba ir. Pasó el tiempo, la familia de Cacho se fue del barrio y nunca más.
Podría haber quedado en un recuerdo de adolescencia, pero un día, ya a principios de los 70' pasó algo inesperado. Ya estaba casada y vivía con mi primer marido en Blanes y Guaná, en un local con vivienda donde trabajábamos los dos. Una tarde, como si fuera un cliente más, entró Cacho. Era él, sí, sonriente como siempre. Se había enterado de mi paradero por alguien y decidió visitarme.
Pudo haber sido un precioso reencuentro, pero las circunstancias lo hicieron tremendamente inoportuno. En mi casa estaba pasando algo que yo no podía revelar, y actuar con disimulo nunca fue mi fuerte. Eran tiempos de pre–dictadura, de implacable represión, y adentro, detrás de la cortina que separaba el comercio de la vivienda, teníamos un "invitado", un comerciante amigo que nos había pedido refugio por dos o tres días, hasta que arreglara su salida del país.
No podía revelar esa presencia, y tampoco supe inventar algo simple, que justificara la necesidad de atender a alguien adentro sin despertar sospechas de mi visitante ni comprometerlo. Pude haberle dicho "mi marido está enfermo en cama", o "acaba de llegar mi suegra de visita", cualquier cosa. Pero no, me porté como una idiota, le dije que estaba sola... y traté de alguna manera de no alentar la conversación.
La charla duró unos veinte minutos, y sólo puedo acordarme que fue amena, raramente amena, dada la situación. Sólo recuerdo que el tema giró en torno de su familia, pero no le pregunté dónde trabajaba él, ni si tenía teléfono y tampoco le pedí su dirección... Una descortesía total, con alguien que merecía mi atención especial, y que no debe haber comprendido mi actitud, o peor, tal vez haya pensado que el tiempo me había convertido en una mujer trivial e indiferente.
Cuando entré, recibí un "Gracias por la discreción" por parte del vecino, que obviamente escuchó todo lo dicho y supo a tiempo que no era necesario escaparse por la azotea. Yo, simplemente, me metí en el baño a llorar un buen rato.
Si bien no estaba en mi mente la posibilidad de recibir aquella visita, me quedó bien claro que jamás se iba a repetir. Y me acosó el convencimiento, de ahí en más y hasta ahora, de la imagen que le desdibujé a sabiendas, estúpidamente, borrando todo el buen recuerdo que hasta ese día pudo haber tenido Cacho de mí.
Varias veces busqué su nombre en la guía telefónica, sin suerte, y ningún amigo común pudo aportarme datos. Desapareció. Pero no pierdo la esperanza, porque aun hoy intento saber algo de él. Si pudiera darle la explicación que no le di aquel día, tal vez podría saldar, en parte, esa cuenta pendiente.
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