Sarita

 
En 1975 -segundo año de dictadura en nuestro país- se estaban "organizando" las cosas: tuvimos la primera devaluación desde que tengo memoria, se prohibió cantar el Himno y usar la Bandera en toda ocasión que no fuera oficial, y se le puso como título "año de la orientalidad".
Pero para mí, el balance de ese año tuvo saldo positivo. Había cerrado la empresa en que trabajaba y estaba cobrando mensualmente el seguro mientras buscaba empleo. Así encontré -en el matutino "El Día"- el llamado a concurso por el que me convertí en funcionaria pública.

Una mañana de diciembre entré al Ministerio por primera vez -por la puerta de Dieciocho- con la adjudicación de la Oficina de Servicio Civil en la mano, como documento de presentación. Bajé la vieja escalera que conduce al patio empedrado y entré a la Oficina de Personal, pensando que ese era todo el trámite necesario para incorporarme y empezar a trabajar.
Pues no. Ocurrió que se enteraban de mi existencia recién en ese momento, y -lo que es peor- ¡ni siquiera tenían conocimiento del concurso que yo acababa de ganar...!
El Jefe de Personal me habló de "reunirse con el Director", de "pedir la opinión de Jurídica", de "tramitar una Resolución"... y otras cosas que "no me cerraban", porque todavía pensaba con mentalidad de empleada privada, y en mis completos estudios sobre Derecho Administrativo -incluido el Público- no se había mencionado la definición práctica de la palabra "burocracia".
Todo lo alentador que escuché, fue que mi curriculum era más que interesante para cumplir funciones administrativas, así que "no cabían dudas que todo se iba a arreglar"... tenía que volver a casa, y "darme una vuelta" en una semana o diez días, a ver "cómo estaban las cosas".

Bastante desalentada, parada en el patio empedrado busqué con la vista "la puerta de Cuareim", por donde me habían indicado que saliera. Algunas personas caminaban de un lado a otro, casi todas apuradas, por lo que ninguna me gustó como para preguntarle nada.
Entonces, frente a mí, vi una cabina cerrada, de vidrio y madera. La luz del sol, a través del enorme vitraux del patio, dejaba en penumbra el interior del pequeño recinto, pero me di cuenta que había alguien adentro. Me acerqué despacio, mirando los adoquines para que mis zapatos con plataforma no me jugaran una mala pasada. Una mujer sonriente, a través del vidrio, me indicó con un ademán el costado donde estaba la entrada.

-Buen día, mi niña -me saludó cariñosamente-
-Buen día -le contesté- ¡qué difícil es caminar acá!
-Ah sí, es una pena que no se pueda venir de championes -me dijo- entrá y sentate un minuto, ya estoy contigo.

Atendió el teléfono con la misma amabilidad que me había hablado, derivó las llamadas y me preguntó:

-¿En qué te puedo ayudar, mi querida?
-Busco "la puerta de Cuareim"...
-Es acá a la vuelta de la cabina, de este otro lado... ¿viniste a Personal?

Su cordialidad me hizo sentir tan cómoda, que le conté por qué había ido y mi desaliento se fue disipando. Conversé con ella mucho rato -en vez de irme- como si la conociera de toda la vida. 
Entre llamada y llamada, ella atendía a los que se acercaban por algún informe, seguía mi conversación, saludaba a los que pasaban y, a los que entraban a darle un beso, me presentaba como "la nueva funcionaria", con la total seguridad de que eso ya era un hecho.
Me contó todo lo que sabía sobre las vueltas de mi trámite y me dio las referencias de las personas involucradas en llevarlo a término. En pocos minutos nos habíamos hecho amigas. 
Así conocí a Sarita Bonilla, la Telefonista de la Cancillería.

Antes de Navidad ya estaba trabajando en la Oficina de Acuerdos -honorariamente, a pedido y sin obligación de horario- mientras se tramitaba mi Resolución. En esas condiciones, no había problemas para que frecuentara asiduamente la cabina telefónica, teniendo en cuenta que mi lugar de trabajo estaba en la puerta contigua.
La compañía de Sarita me hacía sentir confortable en aquel ambiente, que para mí era extraño y diferente. 
Ella era capaz de convertir -dentro de su cabina- a todos los escalafones del Ministerio en uno solo. Allí adentro se confesaban a gusto choferes, limpiadores, diplomáticos, administrativos y hasta policías de guardia. Todos eran "sus niños gordos".

Su figura menuda y movediza, su semblante risueño y su simpatía natural, hacía agradable el peor día de cualquiera, con sólo acercarse a saludarla. Yo pensaba que tendría que haber un cartel a la entrada de la cabina, que -inspirado en la puerta del infierno de Dante- dijera lo contrario: "aquí está tu esperanza perdida, sólo entra!"
Desde sanos consejos hasta ocurrencias increíbles -pasando por la amplia gama de "gauchadas" incondicionales- todo lo amable, dulce y cariñoso, estaba ahí. 

Sarita observaba la escultura de mujer en el centro del cantero -junto a la enorme palma- y pensaba qué triste debía estar, con esa sola planta sin flores a su lado.
Un día, al llegar, la encontré más sonriente que nunca, con esa expresión característica de cuando hacía una pillería.

-Acabo de regar mi jardín -me dijo señalando el cantero- ¡mirá si no es precioso! 
-¿Qué hiciste?... ¡usaste la tierra de florero...! 

El espectáculo era increíble: un montón de claveles de todos colores se erguían a los pies de la estatua, en la tierra húmeda. Todo el que pasaba, al descubrir las insólitas flores, miraba hacia la cabina, con la total seguridad de que ahí estaba la responsable del milagro. 

-Ahora vas a ver -me anunció- cuando les diga que los planté hace tiempo y al fin brotaron, unos cuantos se lo van a creer.
-¡No!, eso ya es demasiado... te apuesto a que no.
-Apostame, yo sé que te gano.

Y me ganó. Un buen porcentaje de curiosos quedó convencido que Sarita tenía "mano verde" y había cultivado con éxito nada menos que claveles... ¡y hasta llegaron a pedirle una plantita prendida para sus jardines...!
Ese día, el infaltable vaso alto de té que tomaba Sarita, tuve que pagarlo yo.

Viéndola tan graciosa y jovial como una quinceañera, cuando me dijo que había cumplido cincuenta y cinco no le creí. Pero era cierto, así que desde ese momento, empecé a decirle "jovatita mía"... y lo sigo haciendo.

A veces me contaba historias de su adolescencia, cosas que decían a las claras que su vida no había sido fácil, pero, ella se las arreglaba para agregarles comicidad y así mantenerlas en su recuerdo como travesuras de juventud.
Había nacido en San Carlos, Maldonado. Cuando terminó la escuela, su padre no quiso que fuera al liceo, porque había que ir en ferrocarril hasta la capital del Departamento. Los planes de Sarita eran continuar con sus estudios, así que se las ingenió para contradecir la decisión paterna.
Con la disculpa de un mandado que hacer, se escapaba corriendo hasta la estación, para llegar justo en el momento en que salía el tren. A los pocos días, ya le habían contado a su padre lo que venía haciendo, y las cosas se le pusieron más difíciles. Tenía que correr en otra dirección, para despistarlo, y llegar a la estación a tiempo aunque el recorrido fuera más largo. Eso implicaba una última carrera a lo largo del andén, para alcanzar el tren en marcha. Otras veces se trepaba en el camino, ayudada por la complicidad del guarda.
Cansado de corretearla sin éxito por las calles, el padre de Sarita terminó aceptando la realidad y le permitió cursar el liceo, sin maratones previas.

-El que la sigue, la consigue -me decía- además, mirame: yo estoy ágil por todo ese ejercicio que hice cuando era muchacha.
-Sí, jovatita, y con el que seguís haciendo, trepándote a los andamios de la obra para buscar al capataz cuando lo llaman por teléfono...

Como yo quería ayudarla, me enseñó a manejar la centralita. Así podría almorzar tranquila mientras yo le atendía los teléfonos. Pero eso no daba muy buenos resultados, porque cada uno que llamaba desde un interno, quería saber por qué no había atendido Sarita y dónde estaba. 
Me fui dando cuenta que no se trataba solamente de transferir llamadas. Ella era toda una institución ahí adentro, sabía manejar ciertas "vigilancias" telefónicas con una habilidad increíble, dejando siempre "bien parado" a quien fuera el que no estaba... en horas en que debía estar. Había secretitos que yo no iba a conocer así nomás, y mucho menos ganarme la confianza total que todos tenían en ella. Pero por lo menos, un ratito de descanso para sus oídos le podía ofrecer.

El reloj donde marcábamos la tarjeta estaba frente a la cabina, del otro lado del cantero, junto a la entrada del baño de mujeres. De mañana, Sarita tenía unos cuantos "encargues". 

-Si alguien pregunta -me indicaba- le decís que fui al baño... me quedan dos tarjetas todavía.
-¿Querés que vaya yo? 
-No, mi niña, todavía sos muy nuevita y podés tener problemas, yo me las arreglo.

Cruzaba el patio y entraba al baño. Al salir miraba hacia arriba, donde el Director de Administrativos observaba sus movimientos. Si no había nadie a la vista, sacaba las tarjetas de su bolsillo, las marcaba y las dejaba en el tarjetero, cada una en su sitio.
El Director era muy alto, y podía ver el reloj desde el primer piso sin acercarse a la baranda... pero ella sabía eso y no corría riesgos, aunque no divisara más que su cabello, volvía del baño sin cumplir con los "encargues"... había días en que sus viajes al baño eran bastante frecuentes.

-¡Hola, mi querido! -dijo al levantar el tubo, el botón encendido del interno le identificaba el interlocutor- ¿en qué lo puedo ayudar?... ... no, mi querido, estoy bien... ... es que acá hace tanto frío que estoy tomando tecito a cada rato, usted sabe, tuve que ir al baño varias veces...
-¿Quién era? -le pregunté-
-El Director.
-¿Qué?, ¡le dijiste "mi querido"!
-Él sabe que le digo así a los que estimo mucho.
-Sí, sí, pero... ... ¡no sé cómo te animás...!
-Me vio ir al baño varias veces, ¿viste cómo me vigila?... él sospecha lo que hago pero nunca me descubrió... sabe que algunos que llegan tarde no tienen descuentos y desconfía que son "clientes" míos. 
-Un día te va a pescar...
-No, yo le veo la punta del pelo y ya sé que está ahí, entonces no marco... ¿una no puede ir al baño seguido?, ¡hace mal aguantarse...!

Uno o dos minutos antes de la hora de salida, se formaba una fila delante del reloj. ¿Por qué hacer fila si marcar la tarjeta no lleva más de un segundo...? Porque la idea era llegar antes que Sarita. A la salida, su "cartera de clientes" era otra, aunque tampoco eran pocos. El que estuviera detrás de ella, debía esperar un buen rato y hasta podía perder el ómnibus por la demora. Las quejas en voz alta formaban coro, porque a esa hora no había quién vigilara y se podía proceder con tranquilidad.

-¡Para hoy, Sara! -le gritaban- ¡más barato por docena!
-Chillen nomás -les contestaba Sarita- ¡cuando me precisen para ésto no se van a quejar más!

En invierno, generalmente traía algo para tejer. Lo hacía con destreza, y su fuerte eran los guantes de lana. Manejaba las cinco agujas con habilidad, formando de a uno los dedos del guante. No faltaba quien le preguntara qué estaba haciendo, a lo que ella respondía con la chispa de siempre y un aceptable tono de seriedad:

-Es un gorrito para la nariz, después se le pone un elástico y se sujeta por atrás de la cabeza.

Tampoco faltaba quien se creyera eso... y los que no lo hacían, se cuidaban muy bien de no abrir la boca... atrapar incautos era toda una diversión.

Otra de sus travesuras era jugar con su voz. Sabía que sonaba agradable, y sobre todo, muy joven. También podía reconocer una voz sin equivocarse, con haberla escuchado sólo una vez.
Algunos compañeros de estudio me llamaban a menudo, uno de los cuales era casi un adolescente. Sin preguntarle con quién estaba hablando, Sarita lo saludaba por su nombre, conversaba un momento con él y luego me transfería la llamada.
Ese muchacho me había llamado para algo, pero después de hablar con Sarita ya no podía recordar qué quería decirme. Estaba embelesado con la voz de la Telefonista, quería conocerla y estaba decidido a venir al Ministerio para que yo se la presentara.
No sabiendo qué hacer se lo comenté a Sarita.

-Dejalo que venga -me dijo- se imaginó que era jovencita por mi voz... ¿vos no le dijiste cuántos años tengo?
-No, le dije que sos una señora... ¡y él me contestó que en este país existe el divorcio...!
-¡Ay!, ¡pobrecito! -se compadeció- bueno, no importa, ya voy a ver qué hago.

Omar quiso saber la ubicación de mi oficina para llegar sin preguntar. No había otra referencia que no fuera la entrada de Cuareim y la cabina, y así le dije. Cuando llegó, fue directamente a preguntarle a la señora que estaba en el teléfono, dónde podía encontrar a Sarita...

-Yo soy Sarita -le dijo ella- y tú Omar, el compañerito de Elizabeth.

Al rato sonó el teléfono en mi escritorio y ella me dijo, tan alegre como de costumbre, que había alguien ahí que quería verme. Fui. Hacía más de media hora que estaban conversando de lo más entretenidos y Omar se sentía como en su casa.

-Acá estamos de gran charla con Omarcito -me dijo- ¡que vino a buscar novia y se llevó un chasco!
-¡No! -me dijo Omar- ¡nada de chasco!, ¡me encontré una señora encantadora! Es tan lindo conversar con ella que voy a venir más seguido.
-¿Viste? -le recordé al hacerlo entrar a mi oficina- te dije que era una señora...
-Cierto, y yo te contesté que... ¡uy!... ¿vos no le habrás dicho...?
-No, no... ¡mirá si le voy a decir eso...!

Un día dijo que se jubilaba, y así -sin anestesia- nos quedamos sin ella en un abrir y cerrar de ojos. Como todos los que han pasado muchos años a gusto en su trabajo, Sarita venía de visita bastante seguido... pero no era lo mismo.
Yo demoré bastante en asumir su ausencia, y me resistí un buen tiempo a entrar a la cabina... me hacía mal no verla ahí.
Mis oportunidades de encontrarla no eran muchas pero hablábamos por teléfono... había que tener paciencia e insistir porque siempre estaba ocupado. Así como yo, todos sus amigos la llamaban, y varios diplomáticos -cuando estaban "con destino"- lo hacían desde el exterior. 
Han pasado los años y sigue siendo difícil encontrar libre el teléfono de Sarita. 

-Los amigos son como las plantitas -me decía- si los cuidás, siempre están ahí para alegrarte la vida.

Recién después de jubilarme la pude ver más seguido. Cuando voy a su casa, es muy raro que la encuentre sola. Vecinos y amigos la rodean como en la vieja cabina del Palacio Santos, el teléfono suena y ella se multiplica, atendiendo a todos y a cada uno, con la misma destreza y amabilidad con que allá lo hacía. 

El 15 de setiembre -a veintiséis años de aquel verano del "año de la orientalidad"- Sarita cumplirá sus jóvenes ochenta años. Me pareció buena idea regalarle esta historia en homenaje a la linda amistad que nos une desde que nos conocimos.
Ese día le diré como siempre: ¡feliz cumpleaños, jovatita mía!

Elizabeth Oliver, agosto de 2001.

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